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Las influencias peligrosas: Sonic Youth, The Pixies y una reflexión sobre la naturaleza del genio

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Sonic Youth

La influencia es un tónico peligroso; hay que saber elegir bien las influencias de uno para no morir en sus brazos. Hay escritores intoxicantes que liberan la creatividad ajena sin consumirla, canalizando sus energías sin poner obstáculos en su camino. Pero también hay otros cuya poderosa presencia es capaz de aniquilar pueblos y generaciones enteras, como es el caso evidente y autoexplicativo de Marguerite Duras o Gabriel García Márquez. Como la bruja del este y la bruja del oeste, los dos genios inspiradores trabajan la misma magia pero con resultados muy diferentes y a menudo llevan la misma ropa. Solo los años enseñan a relacionarse bien.

Popularmente siempre se ha dicho que la mala influencia viene de los escritores que son todo estilo (según a quién o cuándo preguntes, Hemingway, Borges, Flannery O’Connor, Mishima), mientras que la buena es arte, contenido, profundidad (por unanimidad: Tolstoi, Shakespeare, Dante). Como no estoy de acuerdo pero tampoco lo tengo del todo claro, yo distingo entre el genio egoísta y el generoso, y mi ejemplo favorito no es literario sino musical.

Las dos bandas más influyentes de los 90 fueron Sonic Youth y los Pixies. De esto no hay discusión; su sombra es tan alargada que alcanza prácticamente todos y cada uno de los géneros de la música popular. Pero, si estabas en el colegio cuando Teen Age Riot llegó a la radio, es fácil ver quién se presta generosamente a los imitadores y quién se resiste. Los de Sonic Youth —y a veces hasta los propios Sonic Youth daban los conciertos más insoportablemente largos y pretenciosos de la década, mientras que ni siquiera la banda más patética de mequetrefes ha podido destruir jamás una canción de los Pixies.

Voy a empezar por lo inexplicable: el genio de los Pixies es y está en sus canciones. Bach decía que la música solo cobra vida en una buena cámara, pero cuando adivinas un corte de Surfer Rosa o de Doolitle entre los escupitajos de la radio mal sintonizada que suena en el coche de al lado, tu cerebro produce la misma cantidad de serotonina que cuando encuentras la misma canción saliendo limpia y ordenadamente por un amplificador de siete canales de 110w. Su demonio es a la vez escurridizo y evidente; son alternativos sin ser modernos, experimentales sin ser abstractos, siempre emocionantes y nunca sentimentales, profundos sin ser pretenciosos, gamberros sin ser guarros… lo que viene siendo un unicornio, con lo que tienen los unicornios: son indestructibles pero también irrepetibles. El resultado es que es tan difícil dar un concierto de Sonic Youth como escribir una canción de los Pixies. Y la prueba es que nadie ha podido escribir más, ni siquiera los propios Pixies.

Sonic Youth no son un unicornio y no sé si lo suyo tiene más o menos mérito, pero sí pienso que es igual de extraordinario porque el resto del mundo vive atrapado en un episodio de alucinación colectiva: estamos convencidos de que cuatro drogodependientes con una guitarra y un bajo pueden producir Never Mind the Bollocks. Solo hay que estar en el sitio adecuado en el momento adecuado y pasárselo bien. Nos negamos a renunciar al romance de haber sido tocados por la gracia de un dios selectivo pero, sobre todo, preferimos ser “descubiertos” entre la masa de vulgares civiles por un espíritu delicado y afín, a pasar 12 horas al día discutiendo tresillos de corcheas con un productor alcoholizado.

Ni queremos, ni nos dejan: todas las televisiones en todos los idiomas tienen una franja dedicada exclusivamente a alimentar este delirio disparatado, del que también viven las grandes máquinas de chuparnos la vida a las que llamamos estúpidamente la Red Social. Sonic Youth no son ni han sido nunca cinco colegas pasándoselo bien; bajo su uniforme post-punk-underground-DIY-etc y su aire de tocar lo que les sale de la minga hay cinco malabaristas de lo técnico, un clan de formalistas irreductibles cuyo carisma es lo de menos, aunque mole lo que más. Su demonio es la atención obsesiva al detalle, una musa que comparten con el mesmerizante Gerhard Richter que ilumina la portada de Daydream Nation. En palabras de Ezra Pound: precisión, precisión, precisión.

Sin precisión, no hay gloria. El genio aparentemente iluminado —o falsamente divino— de Sonic Youth, Marguerite Duras, Gerhard Richter, Alain Resnais, Roland Barthes, Karl Marx, solo se contagia mutando en algo abyecto, una sombra más vergonzante que lo puramente mediocre porque su patética ambición queda permanentemente proyectada en la sombra del original. Uno puede y hasta a veces debe querer escribir como Marguerite Duras, pero para hacerlo hay que seguir la receta que le da la propia Duras a Enrique Vila-Matas cuando le pide “un consejo” para escribir su primera novela en Paris no se acaba nunca:

1. Problemas de estructura. 2. Unidad y armonía. 3. Trama e historia. 4. El factor tiempo. 5. Efectos textuales. 6. Verosimilitud. 7. Técnica narrativa. 8. Personajes. 9. Diálogo. 10. Escenarios. 11. Estilo. 12. Experiencia. 13. Registro lingüístico.

Aspirantes: el talento está en todas partes. Marguerite Duras no.

The Pixies 2

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Mis hombres favoritos: Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma

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Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma

Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma.

Vaya por delante un asunto personal: Barcelona es mi ciudad, pero no la amo. La conozco en profundidad y creedme si os digo que no hay mucho en su aire húmedo que consiga emocionarme. Son algunos de sus pobladores —algunos amigos, otros, absolutos desconocidos, contemporáneos, unos vivos, otros no— los que me reconcilian con ella. De entre la camarilla ausente, la extrañeza surge al echar de menos a personas con las que tienes la certeza de que jamás podrás tropezarte por estas calles. Me pasa frecuentemente con dos muertos que —parafraseando la película— un día estuvieron muy vivos, dos camaradas, dos extraordinarios memorialistas, dos bebedores compulsivos, dos poetas como la copa de un pino: Jaime Gil de Biedma y Carlos Barral. Dos tipos que comparten sea leyéndolos o, casi simplemente, pensando en ellos­— el insólito mérito de dar ganas de vivir más y mejor, uno de los mejores piropos que se me ocurren ahora mismo. Tan diferentes, tan leales y rivales a la vez, de Barral y de Gil de Biedma se podría decir que, cada uno a su manera, llevaban hasta las últimas consecuencias —llevándose por delante lo que hiciera falta— la máxima de Montaigne: «mi oficio y mi arte es vivir».

A ciertas edades ya se está en condiciones de sospechar qué combustible alienta el motor que cada uno tiene en las entrañas: a unos les mueve el poder, a otros la insaciable curiosidad, a muchos solo les pone en marcha la lujuria, el reconocimiento, el temor de los demás, o la humillación. Gil de Biedma y Barral sospechamos que comparten idéntica fuerza motriz: llegar a conocerse a sí mismos. Para ello, los dos eligieron la misma arma: la poesía. La diferencia está en que Barral se cubre con ella —como una de esas capas decimonónicas que a veces le gustaba llevar, a modo de abrigo, en sus noches de alcohol—, mientras Gil de Biedma la usa para desnudarse. Fue este último quién dejó dicho que Baudelaire era en realidad un actor, «que es lo que somos todos los poetas. Solo en sus interpretaciones se les conoce». Abajo las máscaras, pues: si Barral ejerce de capitán con pipa y piel requemada, Biedma es un poeta disfrazado de poeta.

Carlos Barral 1Hay más asuntos que los unen. Los dos resultaron ser acérrimos partidarios de la felicidad, algo no tan común como se pudiera creer. A su vez, ambos compartían una vocación frustrada de huida y, por tanto, la misma condición de exiliados en su propia casa. A veces, el determinismo es ley en las familias pudientes: en sus años jóvenes fueron reticentes herederos de los negocios relacionados con la familia —una editorial por parte de Barral, la Compañía de Tabacos de Filipinas por parte de Gil de Biedma—, cachorros de casta vencedora, conversadora, leída, políglota y productiva. Quizás por ello los dos se enorgullecían de su indolencia, de estar tocados por la pereza, una forma radical de rechazo al lúgubre mantra burgués: la vida queda definida por la vía del trabajo y, fuera de eso, solo está la nada.

Tanto Barral como Gil de Biedma eran tenaces agotadores de la noche, imponentes bebedores, de una sed dictatorial. Dos brillantísimos seductores en perpetua competencia de audiencia pero, eso sí, con intereses sexuales contrarios. Feroz descorbatado uno —Barral odiaba la corbata, y en la España de Franco de los años 50 no era postura fácil prescindir de ella—, corbatista irredento el otro, la elegancia de ambos, deshilachada la de Barral, de corte exacto la de Gil de Biedma, estaba en su mirada franca y directa a la yugular. Empezando por ellos mismos: a tumba abierta y de forma pormenorizada, cada uno desgranó en sus libros su propia vida y sus respectivos fracasos como poetas, como amantes y como hombres, con el ruido de fondo del franquismo como formidable máquina de destrucción.

También llevaban los dos los paisajes de su infancia grabados a fuego: el mar de Calafell para Barral —«ese paisaje ninguno», lo llamaba él—, y el campo castellano para Biedma. A su muerte, los dos regresaron a ellos para habitarlos eternamente. Las cenizas de Barral se perdieron entre las olas de la playa de su pueblo de Calafell, en Tarragona, y Gil de Biedma fue enterrado en el panteón familiar de Nava de la Asunción, en Segovia. Incluso en este último y penoso menester también son viejos aliados que deciden dejarse vencer casi a la vez. Murieron con apenas cuatro semanas de diferencia: Barral, con 61 años, el 12 de diciembre de 1989 y Biedma, con 60 años, el 8 de enero de 1990.

En su poesía, tan distinta, fueron comunes los temas: el transcurso del tiempo y la decadencia física y moral. También compartían una mirada libre, sensual y, a su vez, extrañada, un extrañamiento que derivaba de haber tenido una infancia feliz durante la Guerra Civil. Parafraseando a Biedma, hasta cierto punto ambos vivieron avergonzados de los palos que no les dieron, señoritos de nacimiento y, por mala conciencia, escritores de poesía social.

Jaime Gil de Biedma 2«Eran como jóvenes príncipes que llegaban a nuestras sórdidas aulas», dejó dicho Manuel Vázquez Montalbán, otro bendito barcelonés, poeta de corazón y prosista de razón, esta vez de la casta de los vencidos, del barrio del Raval, tan abismalmente opuesto a las higiénicas y luminosas calles de donde proceden nuestros protagonistas.

Así eran Biedma y Barral: dos amigos poetas que se leían con fruición, que se corregían y criticaban honestamente. «Hablemos del punto y coma», se decían: era la frase clave para entrar en faena y conversar largas horas sobre la pertinencia de un adjetivo, del estricto silencio de una determinada puntuación, de la maquinaria oculta de sus respectivos poemas. «Eran unas discusiones muy agradables, hasta que se emborrachaban completamente y entonces yo los enviaba a la mierda», apostilló una vez Ivonne Barral, la mujer de Carlos, con la que tuvo cinco hijos.

Barral era un poeta hermético, un esteta atrapado en la luz feroz de la infancia y de los paisajes perdidos. Adoraba a Rilke —una especie de fiebre, una enfermedad de la que se curó traduciéndolo—, y llevaba tatuado en tinta invisible su verso «¿quién habla de victoria? Sobreponerse es todo». Era un tipo de poeta escaso que no se ponía a escribir si no tenía necesidad «de averiguarme, de verificarme», según sus propias palabras, y que siempre llevaba «una carterita en el bolsillo con un poema empezado hace dos meses, al que voy dando vueltas, unos días sí, otros no, y que finalmente un día me siento a escribirlo».

En su imaginación, secretamente consideraba que pertenecía a la tribu marinera. «En cuanto llegaba a Calafell se transformaba: de la ropa al vocabulario, hasta cambiaba de clase social, el cuerpo renegrido por el sol», explica Josep María Castellet, otro escritor, editor y crítico fundamental en España, que incluyó a nuestros dos amigos en su revolucionaria antología Veinte años de poesía española, publicada en 1960. Según Castellet, Barral era un tipo lúcido, arrebatador, de un entusiasmo febril: en Calafell «llamabas a su casa y decía, “ya bajo”, y lo hacía literalmente, de un salto, desde el balcón a la puerta en la calle, entonces rodeada de arena, a pie de playa». De las noches de humo y copas que compartieron, Castellet recuerda especialmente una: borrachísimos los dos y unos cuantos más, acabaron entre barcas. De repente, Barral empezó a vociferar a quien quisiera escucharle que había averiguado que la mejor forma de fortalecer el pene era a fuerza de darle golpes contra las rocas de la playa —una leyenda marinera quizás— y, seguidamente, al encontrar una gran piedra a su paso, se bajó los pantalones y se puso a obrar en consecuencia: tum, tum, tum.

Como una maldición, Barral huía de la vida cotidiana y del trabajo en cuanto podía, y su refugio era el mar, el alcohol, los amigos y la conversación. Sus grandes temas eran la política, el sexo y la poesía.

Porque Carlos «el Magnífico, el Grande, el Gran Seductor», como le llamaba Esther Tusquets, amiga y editora como él, era un gran conversador. De hecho, a inicios de los años 60 eran todos «unos charlatanes, en el sentido de que se hablaba mucho, nos encantaba discutir», escribió Tusquets. El sexo era otro de los juguetes preferidos de este grupo barcelonés de escritores, arquitectos, fotógrafos, modelos y músicos que fue la gauche divine. Y precisamente titularía Encerrados en un solo juguete su primera novela otro grandísimo hijo de Barcelona y gran amigo de Barral, Juan Marsé, otra de esas personas que consigue que casi ames y te concilies con esta ciudad.

Según Tusquets, Barral funcionaba pensando que todo le estaba permitido y que todo se le iba a perdonar. Como es sabido, Gabriel García Márquez envió a la editorial de Barral el original de Cien años de soledad, y este quedó abandonado en un cajón de su mesa. «No os preocupéis», afirma Tusquets que les dijo Carlos chulesco cuando unos amigos le echaron en cara tamaño error: «lo recuperaré cuando quiera». No fue así, claro, pero la afrenta, de un plumazo, quedó enterrada.

Pero no nos equivoquemos: no era egoísta. En realidad, era un tipo generoso como pocos. Cedió el relato Los cachorros, de Mario Vargas Llosa a Lumen, la editorial de Tusquets, cuando esta empezaba su andadura, y en el transcurso de una cena Carlos Barral animó a Umberto Eco a escribir algo para echar una mano a dicha editorial; el resultado fue Apocalípicos e integradosun auténtico best seller intelectual de la época.

Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Carlos Barral y J.M. Castellet, posando frente a los talleres de Seix Barra

Jaime Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Carlos Barral y J.M. Castellet, posando frente a los talleres de Seix Barra.

Barral era el campeón de los seductores y un sujeto poco común. Tenía una extraña facilidad para hacerse querer y provocar devociones, fuera entre los editores más importantes de Europa o entre el gremio de camareros de los bares de carretera del litoral mediterráneo. Curiosamente, casi todos los títulos de su obra giran alrededor de su persona, pero no era egolatría: en sus escritos memorialísticos asombra comprobar su despreocupación por ser tan abiertamente severo consigo mismo, además de su extraordinaria capacidad de análisis y de transmitir sus vivencias personales. El historiador Raymond Carr afirmó que Años de penitencia —el primer volumen de las memorias de Barral: después vendrían Los años sin excusa y Cuando las horas veloces— era el libro que, de todos los que había leído sobre el tema, mejor reflejaba el ambiente de la dictadura franquista entre 1939 y 1959.

Para Anna Maria Moix, Barral se movía en la dualidad de ser un editor vanguardista que a través del sello Seix Barral «luchó por sacar de la miseria cultural a un país hundido en la estulticia oficialmente programada por la dictadura» y de ser un escritor y poeta entregado a sus versos. A lo largo de su vida se enfrentó, según Moix, «a la contradicción entre el deseo de una vida aislada, dedicada a la escritura, y una realidad que le empujaba a la vida pública, en lucha siempre estéril contra lo cotidiano, algo que el poeta arrastraba como una enfermedad mortal».

Jaime Gil de BiedmaRespectivamente, Gil de Biedma lidia también con diversas identidades, pero en su caso todas ellas estaban subordinadas a la que iba a regir su destino con mano de hierro: la vocación inquebrantable de ser poeta. «Toda la organización de mi vida presente y futura, en lo moral y en lo práctico, descansa sobre la base de que soy, y aspiro a seguir siendo poeta. Bueno o malo, grande o pequeño es cuestión que, de momento, me interesa menos», escribió en su juventud. Y así obró hasta las últimas consecuencias. De todos los caminos a su alcance, probablemente escogió el más tortuoso: «ser poeta es, todavía, un destino serio y terrible, no una profesión pintoresca y marginal», le dijo a María Zambrano. Su entrega fue total, y su escritura escasa y lenta: tiene poemas, como Las afueras, escritos a lo largo de muchos años, y pasó lustros a la caza de una voz propia. Comprendió al cabo de mucho tiempo que el tono que buscaba para sus escritos era el de «un buen locutor de radio: una impersonalidad personal». Su fórmula fue, efectivamente, la del monólogo dramático, un hallazgo que definió parte de la poesía española —y tal vez latinoamericana— a partir de la segunda mitad del siglo XX.

Charles Baudelaire y más tarde Lord Byron y W. H. Auden fueron su obsesión personal. A su vez, sabía que en España la superioridad de los poetas respecto a ensayistas y novelistas era aplastante. Aprendió de unos y otros, y descubrió que uno debe hablar de su propio tiempo. De la década de los 50 en adelante, el pragmatismo gana por goleada a la retórica. Lo importante no es hablar, sino hacer. Y eso es lo que hace Biedma en sus versos: expresa lo que está ocurriendo —en la calle por la noche, entre dos personas en un dormitorio por la mañana, alrededor de una mesa llena de amigos, vasos…—, no lo que se está diciendo. Todo servía para la causa: los mejores chispazos de imágenes  y versos emergían, madrugadores, con las primeras luces de los días laborables, entre jabones y toallas: «no sé qué sería de mí como poeta si no me duchase», comentó una vez, y es sabido que mentalmente reescribió y pulió decenas de poemas en las interminables y tediosas reuniones de la Compañía de Tabacos de Filipinas, donde trabajaba.

Carlos BarralLúcido como pocos, bendecido por las musas, Gil de Biedma consiguió ser poeta para descubrir después que eso no era suficiente. Para él la constatación del paso del tiempo y la derrota física y moral era el núcleo de toda trama, y la partida está perdida de antemano. «Me odio a mí mismo porque tengo que envejecer, tengo que morir», escribió. La juventud y los ojos sedientos de conocimiento y experiencia eran entonces la única redención posible, pero el inquietante laberinto consiste en constatar que eso lo aprendes cuando ya es demasiado tarde: «entre la fascinación intelectual de conocerse y el instintivo horror a reconocerse hay solo una transición de pocos años», dejó dicho.  Para él, «ser joven y poeta es una de las poquísimas cosas interesantes que uno puede ser en el mundo», y esta apuesta a una sola carta gobernó su destino: a la edad de 36 años perdió la fe en la poesía «como actividad que permite construirte y llegar a ser» y renunció. Quizás por ello, de todos los suyos, su poema favorito era No volveré a ser joven.

Amigos y conocidos lo describen como un tipo robusto, enérgico, mordaz, afilado, «con una inteligencia de primer orden, disertador brillante y con una gran capacidad de seducción», según Castellet. «Un cierto aire de camionero ilustrado», un tipo al que «los placeres de la inteligencia no terminaban de suplir a la pura vida», según Luis Antonio de Villena. Pero no nos engañemos, los poetas también ríen: «tenía una carcajada contagiosa, en los bares, con la maldita ilusión iluminándole la mirada, educadamente melancólico, le incomodaba el halago y repelía la hipérbole», según lo describe Villena. Era de los que creían que la vida debía ser un incendio constante y donde a veces, entre llamas, encuentras remansos de paz como fogonazos: «una disposición de afinidad con la naturaleza y los hombres, que hasta la idea de morir parece bella y tranquila». Brillantísimo crítico y memorialista, su obra Retrato del artista en 1956 sigue ejerciendo un poder hipnótico tantos años después de su escritura. 

Es uno de los mejores poetas de este siglo, pero algunos objetan a la figura de Gil de Biedma el hecho de ser excesivamente popular. A no todos les molesta. Sus hermanas explican que se han salvado de multas, de colas y esperas burocráticas —«pero, ¿de verdad sois hermanas del poeta? Pasad, pasad, a mí me encanta»— gracias al buen oficio de Jaime con las letras. Probablemente esta popularidad se debe a una poesía cuyo «sencillo funcionamiento se basa en principios teóricos muy sofisticados, de gran economía y precisión», definición de Gil de Biedma respecto a la obra poética de Barral, una definición exactamente aplicable, palabra por palabra, a sus propios escritos.

Así, con uno y otro aprendemos que merece apostar la vida por esa centelleante cristalización del verso perfecto. Y entonces imaginamos a Barral y a Gil de Biedma en alguno de sus últimos veranos, entre vasos y humo, en mangas de camisa y la risa floja, mirándose mientras desgranan, mano a mano, con voz pastosa, el quiebro de Antonio Machado:

Poeta ayer, hoy triste y pobre
filósofo trasnochado,
tengo en monedas de cobre
el oro de ayer cambiado.

 

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In memoriam: Gabriel García Márquez

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Fotografía: Cordon Press.

Sabíamos todos que sus flores favoritas eran las rosas amarillas, pero no si él mismo lo recordaba. Por lo visto sí.

Cuando lo vimos por última vez, el pasado seis de marzo, fue con una de ellas en la solapa y recogiendo otras de las manos de sus admiradores, que se habían congregado ante su casa en Ciudad de México para cantarle las Mañanitas por su cumpleaños. Los noticieros reseñaron que el escritor colombiano habló poco aunque tarareó una estrofa de la canción, lo que constituía una feliz novedad. Lo último que se sabía sobre el estado de su salud era que los años le estaban venciendo por la cabeza y que tenía «conflictos de memoria», citando a su hermano pequeño. Sufría una demencia senil acelerada, según él, por el tratamiento contra el cáncer linfático que casi se lo llevó en 1999.

Tampoco podía escribir y no hablaba demasiado, pero conservaba «el humor, la alegría y el mismo entusiasmo de siempre». Su hermano dio la noticia en el curso de un discreto encuentro con jóvenes celebrado el verano pasado en Cartagena de Indias, pero reverberó por los periódicos de todo el mundo como él dijo que las calles de Macondo reverberaban con el calor. El interés no debe extrañar. Hablamos de un hombre del que se puede decir que un Nobel fue la menor de sus conquistas. Naciones enteras le llamaban por su diminutivo y millones sabían cuáles eran sus flores favoritas.

Se ha muerto Gabriel García Márquez a los ochenta y siete años, sonriendo con esa franqueza suya que la edad no derrotó y haciendo ver hasta el final de su vejez que el cariño que despertaba en el mundo era recíproco. En unas de las últimas letras que le permitió la enfermedad, las que escribió en 2007 para conmemorar el medio siglo de Cien años de soledad, no presumió de otra cosa que de haber pasado más de sesenta años mirándose los índices revolotear sobre un teclado para escribir «una historia aún no contada que le haga más feliz la vida a un lector inexistente». Fue primero periodista y luego escritor, aunque Macondo y su río con piedras como huevos prehistóricos lo elevaron al estatus de demiurgo. No inventó nuevas historias ambientadas en el mundo, sino un mundo nuevo para ambientar historias viejas. Y boom, nunca mejor dicho. América Latina existió de pronto y con ella el realismo mágico, una condición de la realidad que ha despedido a su gran profeta con una última pirotecnia. Gabriel García Márquez se ha muerto en Jueves Santo, como Úrsula Iguarán.

Él mismo se apellidaba remotamente Iguarán, para ejemplo de que aquello tan facilón y convencional que se dice de todo escritor, lo de que es un poco cualquiera de sus personajes, era una verdad en el caso de Gabriel García Márquez. Por eso dejó muchos más paralelismos que trazar, el primero de todos entre lo profetizado de su final y el título de aquella novela suya, Crónica de una muerte anunciada, o aquel entre la condena de tantos de sus personajes a la soledad y los miembros de su propia familia, que en la vejez sucumben a los males del olvido con una puntualidad casi literaria. En estas horas tristes los periodistas los rebuscamos para honrar a nuestro patrón y otros, los afortunados que conocieron al dios en carne, echan mano de las anécdotas que vivieron en presencia del mismo Gabo, ellos que entre todos son los únicos con derecho a llamarlo así.

El que les escribe no tiene ninguna que contar salvo la verdad, simple pero portentosa, de que Gabriel García Márquez le descubrió el gusto por la lectura. A finales de los noventa, una buena profesora de literatura obligaba a sus alumnos de bachiller a leer Cien años de soledad, aportando como aliciente macabro que el autor sufría un cáncer terminal y que los medios tenían ya redactada y lista para publicar la noticia de su defunción. Quince años después la realidad resulta ser mágica y yo mismo tecleo estas pobres letras sobre su muerte para un medio, aunque solo después de saber que ha muerto y no por adelantado. Sabíamos que se iba, esta vez sí, y me habría ahorrado el trasnochar, pero no he podido evitar el gesto. No he querido darle la razón a mi antigua profesora.

No es una historia singular, por supuesto, con alguien que conquistó tantos lectores. García Márquez, de hecho, admitía la cantidad como medida de sus logros y no se felicitaba jamás por el verbo, precisamente aquello que le alabamos los demás, sino por todos aquellos a quien ganó para la lengua castellana, que vivía como una causa. «Desde que tenía diecisiete años y hasta la mañana de hoy no he hecho cosa distinta que levantarme todos los días temprano y sentarme ante un teclado para llenar una página en blanco o una pantalla de computador», explicaba en su intervención de 2007. «El lector inexistente de mi página en blanco es hoy una descomunal muchedumbre abierta de lectura en lengua española», una «gigantesca cantidad de personas que han demostrado con su hábito de lectura que tienen un alma abierta para ser llenada con mensajes en castellano».

Hoy esa gigantesca cantidad de personas le llora también, consciente de que Gabriel García Márquez no era uno más, sino Gabriel García Márquez. Él se olvidó de ellos pero aun así les sonrió cuando le llevaron flores, unas rosas amarillas, por su último cumpleaños. Ahora ellos le recuerdan a él y otros lo harán pese a no haberle conocido. Se ha muerto un genio en México a los ochenta y siete años, pero acaba de nacer para la historia. Que descanse en paz.

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Carta de amor a Macondo

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De El libro de las hojas muertas, un volumen de ilustraciones de Cien años de soledad. Imagen: Pablo Torrecilla / Valnera.

Querida mía,

Estos días andarás muy ajetreada y llena de turistas, de curiosos y devotos que estarán recorriendo tus calles, tus plazas y tus páginas. Habrá quien llegue a ti por primera vez, incrédulo y excitado el mismo tiempo, y quien al pasear por tus caseríos y tus galleras se sienta como un peregrino que regresa al hogar. Habrá quien te cubra de halagos —a ti, que nunca recibirás los suficientes— y quien intente tomarte medidas para hacerte un traje gris con olor a estantería académica. Unos y otros haremos lo indecible por buscar un rinconcito en el que sentarnos a esperar que vuelvan los gitanos con sus imanes y sus artificios de platero. Porque todos los que tenemos la indescriptible felicidad de conocerte te recordamos de pequeña, cuando aún no eras más que una aldea de veinte casas de barro y cañabrava. Después llegarían el insomnio, la guerra civil, la dictadura de Arcadio, las imágenes vivas del cine, la compañía bananera, los trenes repletos de cadáveres y los cuatro años, once meses y dos días de lluvia y el vendaval que habría de arrasarte para siempre. Veíamos cómo te ibas esfumando poco a poco, cómo la ruina iba, certera, adueñándose de ti. Fueron tiempos difíciles aquellos, aunque a todos nos salvó la certeza de que en nuestros corazones siempre serías aún más legendaria que la Arcadia griega de la que tomaron el nombre muchos de tus ciudadanos más ilustres.

Hoy, ya ves, sigues tan joven y luminosa como siempre, a pesar de haber conocido las miserias más oscuras del ser humano y sus pasiones. Por eso te amamos, querida Macondo. Por eso y porque gracias a ti supimos que más allá de este turbio lodo al que llamamos realidad hay un pequeño pueblo en el que lo cotidiano y la fantasía van de la mano sin que nadie se asombre por ver volar a una cándida muchacha o porque un comandante de la guardia amanezca muerto de amor.

Querida, tú sabes bien que la ficción es un cálido cobijo donde los lectores nos despojamos de la niebla aséptica de la rutina. Pero también, y esto es curioso, es un motivo frecuente de disputa: hay a quienes les gusta un autor o género o estilo determinado y no consiguen comprender que otros sean felices con otros distintos. Ha habido casos, incluso, en que los mismos autores son los que se increpan los unos a los otros como si la literatura fuera un arma arrojadiza y no un caudal de puentes para asegurar el paso firme desde nuestro presente unipersonal hacia todo aquello que fue, lo que pudo ser, lo posible, lo imposible y lo indecible. A muchos nos gusta recordar que a pesar de todo esto hay algo que une a todos los amantes de la literatura, sean cuales sean sus gustos o su edad: el hecho irrebatible de que todo lector es, ante todo, un viajero. A veces la lectura nos transporta a lugares reales que por el hecho de aparecer negro sobre blanco dejan de ser tan reales. Otras, en cambio, aparecemos en Comala, en Yoknapatawpha, en Región, en Pemberley, en Nunca Jamás, en Liliput, en Utopía, en el País de las Maravillas, en Hogwarts, en Fantasía, en La Comarca, en R’lyeh, en Invernalia o en tantos y tantos otros lugares que conforman ese formidable magma del que todos hemos soñado alguna vez formar parte: esa extraña nación —formada por lugares inolvidables— de las que tú deberías ser la capital absoluta.

Pero no quiero entretenerte más. Te conozco lo suficiente para saber que con los preparativos estarás revuelta y nerviosa para que todo esté a la altura. Imagino que Pietro Crespi habrá puesto a punto la pianola para que Rebeca y Amaranta, amigas y hermanas de nuevo, puedan bailar juntas la más luminosa de las mazurcas. Melquíades, sonriente, estará observando con la curiosidad de un niño cómo, tras fundir todos sus pececitos dorados, el coronel Aureliano Buendía está a punto de terminar su pieza más amada: una sencilla corona, apenas más pesada que una pluma, con la que su padre José Arcadio Buendía pretende obsequiar al rey que ha de llegar. Todo ello, cómo no, bajo la supervisión de Úrsula, que ya se ha acostumbrado a tener la casa llena de mariposas amarillas.

Van a ser unos días grandes, querida. Somos multitud los que quisiéramos estar allí para presenciar de primera mano la celebración más grande que ha recorrido tus calles desde los funerales de la Mamá Grande. No habrá nadie entre tus vecinos que no sienta la inaudita ilusión de acercarse a dar la bienvenida a quien mejor conoce tu historia y ha vivido para contarla. Te deseo de corazón que todo salga como tienes previsto, como solo tú sabes festejar las más grandes ocasiones, con los balcones adornados con diademas y faroles de papel y estruendo de fuegos artificiales.

Nosotros, por nuestra parte, tendremos que enfrentarnos a un mundo un poco más oscuro y más terrible, pues uno de los mejores escritores de todos los tiempos ha cerrado sus ojos para siempre. El mundo seguirá andando, por supuesto, pero a partir de ahora lo hará con la terrible certeza de compartir un destino aún peor que el de los Buendía. Ellos conocieron una condena de cien años, sí. Pero nosotros, ahora que él se ha ido, desde hoy nos sumimos irremediablemente en una soledad que arrastraremos hasta el final de los tiempos.

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Tres conjeturas y media para un homenaje literario

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José Raúl Capablanca c. 1910 (DP).

 —Don Aureliano, ¿juega usted al ajedrez?

—Claro, una partida de vez en cuando no hace daño.

Me senté frente al coronel como quien se sienta frente a un pelotón de fusilamiento. Sabía lo que pasaría, «una partida de vez en cuando…», claro, eso dicen los que van de tapados. Había tanta humedad que la tela de las camisas se unía sobre la piel formando un caparazón alrededor del cuerpo. «Debe detener la podredumbre», pensé. El polvo de la calle apenas podía levantarse, aplastado por la presión del aire inundado en vapor.

El coronel gesticulaba con ademanes lentos y calculados, sus manos, acostumbradas a manipular armas y municiones, no tenían apenas problemas para repartir las piezas en sus casillas iniciales. «Esta destreza es propia de quien sabe jugar», pensé rápidamente. Mis miedos tenían fundamento, estaba claro. La noticia de que el coronel se estaba aprestando a jugar al ajedrez con el desconocido que acababa de llegar corrió rápidamente por el pueblo y poco a poco, la calle se llenó de corazas de piel y telas empapadas alrededor de la mesa.

Todo el pueblo estaba ahí: el alcalde y los oficiales del consistorio, la maestra y sus alumnos, el tendero y hasta el cura. Los niños se habían infiltrado en primera fila y curioseaban parapetados entre las piernas de los mayores. Estos, sabedores del buen hacer del coronel, compartían sonrisas y hacían comentarios precisos:

—Va a ser una sangría —propuso el alcalde con un tono de voz que me inquietó verdaderamente.

—La última vez que lo vimos jugar salió de peón de rey —continuó.

—Sí claro, la mejor jugada sin duda —respondió el cura.

Para entonces mi nerviosismo era difícil de ocultar. Intentaba disimularlo mesándome los rizos del pelo una y otra vez pero el ritmo rápido, casi frenético, de mis dedos sin duda me delataba. Resultaba un tanto patético ver cómo me iba reduciendo frente a la estampa sólida del coronel; este, ajeno a todo, lentamente iba llenando su pipa de tabaco y ya se aprestaba a encenderla. Los habitantes del pueblo no cedían:

—A ver qué hace el otro, ¡tiene cara de ser un pichón! —exclamó la maestra. Los demás le rieron la gracia.

—Cuando Aureliano quiere —añadió la tendera—, sacrifica todas las piezas sin dudarlo.

—Recuerdo cuando entregó la dama y los dos alfiles para hacer mate con la torre y el caballo en la columna «h» —dijo con entusiasmo el peluquero.

—¡No! —respondió la tendera poniendo cara de reproche por la exageración que acaba de cometer el peluquero—, ¡los dos alfiles no, solo el de dama!

El peluquero asintió, reconociendo su error. Yo temblaba. «¡Pero qué está pasando aquí!», pensé alarmado. «¡Todo el mundo juega al ajedrez! ¿De dónde ha salido esta gente?». Era el colmo, todos tenían algo que decir y resultaba claro que sabían lo que decían. El coronel, mientras tanto, ya había encendido su pipa de caña y lanzaba con despreocupación nubes de humo que luchaba por difundir a través del aire saturado de agua. Podía oír perfectamente lo que decían sus vecinos, pero parecía no importarle (o al menos no lo mostraba); su mirada estaba concentrada en el tablero, sin prestar atención a la gente, a mí, su oponente, y menos que menos a las afirmaciones gratuitas de los mirones. Hasta donde él sabía, yo podía ser un rival duro. El coronel tenía la suficiente experiencia como para saber que no hay rivales pequeños en ajedrez. Cualquier error fruto de la suficiencia, podría resultar en derrota. Yo seguía alarmado ante la expectación que se había formado y empecé a pensar en distintas explicaciones para justificar este conocimiento generalizado del ajedrez que todos los habitantes del pueblo parecían mostrar. Lancé, para mis adentros, unas cuantas conjeturas:

El pueblo habría sido visitado por el Gran Maestro cubano José Raúl Capablanca en una gira latinoamericana a principios de siglo XX. Esto sería muy posible, ya que se jugó el campeonato del mundo en Buenos Aires, donde Capablanca perdió contra el ruso Alexander Alekhine, en 1928. Capablanca habría aprovechado su popularidad para visitar varios pueblos del país impartiendo clases y jugando simultáneas contra sus habitantes. Esta hipótesis implica que se debió organizar un viaje en barco por el Caribe desde Cuba con varias escalas hasta que finalmente se puso rumbo al sur (no sería difícil buscarlo en los registros portuarios). Además, si fuese cierto, a partir de aquella visita se habría organizado un club de ajedrez (cuyo nombre, por supuesto debía llevar su apellido, algo que también sería sencillo averiguar). Desde entonces, el pueblo realizaba torneos y el juego se tomaba con una seriedad propia de las creencias religiosas y, en cierta medida, desplazando a estas a un segundo plano. Pensé entonces que debía hablar con el cura; sus conocimientos acerca de la teoría de ajedrez me hacían presagiar que estaba en lo cierto.

Cuando agoté las posibilidades de la primera conjetura, comencé a dar vuelta a una segunda que me pareció más interesante aún:

Carlos Torre Repetto y Géza Maróczy en Chicago en 1926 (DP).

En el pueblo vivía Carlos Torre Repetto, el Gran Maestro mexicano que se retiró del mundo de las competiciones en su juventud, a raíz de una crisis nerviosa. Esta posibilidad excitó pronto mi imaginación. Comencé a escrutar con mayor atención los rostros de los lugareños, con la esperanza de encontrar, entre ellos, al maestro Torre. Recordé algunas de sus célebres partidas y repasé mentalmente la secuencia de jugadas del «ataque Torre», que sucede en la apertura del peón de dama. La imagen, que yo conocía bien, del alfil incisivo en la casilla «g5» clavando el caballo de rey de las negras me llenó de alegría y, entonces, creí ver la cara del maestro en cada rostro. Habían pasado muchos años desde que sufrió la crisis de nerviosa que le apartó de la gloria tan tempranamente. Antes que eso fue capaz de ganar nada menos que a Emanuel Lasker y empatar contra Alekhine y Capablanca. Sus anteojos característicos lo debían delatar, pero pronto me di cuenta de que la mayoría de los habitantes del pueblo usaban anteojos similares. Además, había pasado mucho tiempo desde su retiro y no resultaba sencillo extrapolar cómo había cambiado su fisionomía. Creo que esta conjetura es más que probable, pensé con decisión, esconderse del mundo en un pueblo como este ayudaría al maestro a relajarse y a empezar de cero. Seguro que ha estado enseñando los entresijos del juego a los niños, a todos y cada uno de ellos, al salir del colegio antes de que fueran a nadar al río.

Mientras seguía pensando en mis conjeturas, la gente comenzaba a impacientarse. Aunque parecía difícil que eso sucediera en un pueblo tan tranquilo como este. Las casas parecían haber sobrevivido largos años de lluvias tropicales y carretas transportando los granos de café y los mangos, maracuyás y tamarindos. Pero la impaciencia se notaba, sobre todo en los niños (y eso hacía que la segunda conjetura tomase más fuerza) que querían ver al coronel jugando nuevamente al ajedrez. Yo tenía las piezas negras así que no podía hacer nada por acelerar el comienzo de la partida; frente a mí, el coronel seguía tomándose su tiempo: no parecía impresionado por el bullicio de la gente. Así que tuve tiempo de formular una última conjetura:

El pueblo había dado residencia a León Trotsky en los años treinta, antes de recalar en México en casa de Frida Khalo y Diego Rivera. Sus partidas de ajedrez en el Café Central de Viena son leyenda igual que la célebre partida contra Alekhine, en Odessa, que salvo su vida durante la Revolución de Octubre; así que, en su desenfrenado exilio, cuando Trotsky cayó víctima del estalinismo, al saltar de puerto en puerto intentando evitar los intentos de asesinato (que finalmente acabarían con él en México), bien pudo haberse escondido en este recóndito paraíso. Durante su estancia, para pasar el tiempo, se habría dedicado por completo a su pasión por el ajedrez, enseñando al pueblo entero las cualidades pedagógicas del juego-ciencia como acto revolucionario. La conjetura, aunque posible, me pareció un tanto temeraria. Pero la idea de la revolución me cautivó tanto que un pequeño gesto en el rostro del coronel me hizo cambiar ligeramente los personajes y la lógica de lo que habría sucedido, manteniendo el nudo revolucionario. Entonces, sin dejar de observar a mi oponente, rehíce el escenario:

Rogelio Ortega y Ernesto Che Guevara c. 1960 (DP).

El pueblo había sido visitado por el Gran Maestro Miguel Najdorf, antes de su visita a Cuba, donde jugó con Ernesto Che Guevara. Ahora sí se me iluminó el rostro; creo que todo encajaba con esta conjetura. Najdorf, el maestro polaco-argentino que huyó del nazismo fue un especialista en jugar simultáneas a ciegas. Habría venido junto con el Che a visitar al coronel antes de su intento de expandir la revolución en América Latina. Najdorf jugaría partidas simultáneas con la población una y otra vez, mientras todos aprendían en sus casas, en las tertulias, en las asambleas revolucionarias, a la hora del café, para derrotar al formidable maestro argentino. Me di cuenta enseguida que esto implicaba directamente al coronel en la trama de aprendizaje del ajedrez en el pueblo. Entonces comencé a reparar con más interés en su rostro, su barba, su pelo ondulado y firme y traté de imaginar que la pipa que sostenía en su mano era en realidad un habano. Cuanto más lo pensaba, más crecía dentro de mí la certeza de lo que estaba observando. Esa era, sin duda, la posibilidad más interesante: el coronel y el comandante, el comandante y el coronel. La misma persona escondida al abrigo del tiempo; si era así, había razones para temer su juego de experto.

—Le toca a usted, comandante —dije con intención de provocar su mirada.

El coronel Aureliano Buendía efectuó su primera jugada, peón e4 (la mejor, sin duda), levantó los ojos del tablero y sin soltar la pipa ni por un instante me dijo:

—Gracias señor García, con esta partida se acaban los cien años de soledad.

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«Estoy harto de Onetti»

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Juan Carlos Onetti en su domicilio de Madrid ca. 1985. Fotografía: Dolly Onetti / Casa de América.

Juan Carlos Onetti en su domicilio de Madrid ca. 1985. Fotografía: Dolly Onetti / Casa de América.

Me senté en la cama de Juan Carlos Onetti cuando nadie me observaba, y me pareció que aún había en ella mucho insomnio impregnado. Me mullí brevemente y se levantó un silencio viejo que me hizo creer que su literatura se escondía aún en aquella cama, expuesta durante siete semanas en la Casa de América. Todo lo que necesitaba Onetti, incluso lo que le sobraba, estaba en su habitación, desde la que contadas veces se asomó a la ventana. No había exteriores en Juan Carlos. «Empezó a estar encerrado desde niño», admitía hace poco su viuda, Dolly Onetti, pero el retiro solo se volvió rotundo y feliz después de llegar a Madrid en 1975 e instalarse en la avenida de América 31, piso 8.º, apartamento 3. Para lo que había que decir, bastaba el silencio, y para lo que había que conocer, bastaba la cama, afirmaba a menudo el propio escritor.

Todo lo importante tiende hacia dentro, como si huyese de las corrientes de aire. En El pozo, el narrador presagia ya algo que se cumplirá, a semejanza de una promesa hecha por el frío, en el resto de la obra onettiana: «Que cada uno busque dentro de sí mismo, que es el único lugar donde puede encontrarse la verdad y todo ese montón de cosas cuya persecución, fracasada siempre, produce la obra de arte. Fuera de nosotros no hay nada». Y es que tampoco sus novelas se muestran demasiado interesadas en los exteriores.

Existía una coherencia tenaz entre cómo era Onetti y de qué modo transcurrían los acontecimientos en sus libros, inmersos en un mundo pequeño, acorralados en espacios a menudo cerrados, con protagonistas herméticos y hoscos. Él tenía una cosmovisión, y su cosmovisión regía su narrativa y su vida, cercadas por paredes y humo. A falta de horizontes, sus novelas están plagadas de gestos, como apurar un trago, fregarse los ojos o encender un cigarrillo. No es accidental que Onetti fume mucho y que fumen sin parar sus personajes. Gary Haldeman estableció que en La vida breve se fumaba treinta y nueve veces, en Para esta noche treinta y seis y en Tierra de nadie cuarenta y cinco. En los días enclenques, cuando Juan Carlos ya se encontraba muy mal de salud, prendía un cigarro y miraba cómo echaba humo. Solo miraba, no fumaba. «Tú no sabes lo que es un vicio», le decía a su mujer, como si las viejas alegrías lo pusiesen triste.

Onetti es un escritor de interiores. Cuesta evocar un paisaje en sus novelas. Las atmósferas siempre desembocan en bares, dormitorios, oficinas, habitaciones de hotel, boliches, estaciones de tren… «A mí me basta y me sobra una habitación —decía—. Graham Greene habla de una cierta repugnancia por las descripciones de paisajes, son inútiles. Lo que me interesa verdaderamente son las personas», sostenía, para después conducirlas al límite, donde su suerte está ya echada. «Se puede estar al borde del abismo incluso en una cama», defendía.

Fue un movimiento natural que acabase igual que uno más de sus personajes, encerrado y taciturno, aferrado a la tranquilidad de sus objetos cercanos. Le proporcionaban una vaga compañía sin rasguñar sus silencios, tan amados. En una nota a sus obras completas, Dolly recuerda que el escritor «elegía de acuerdo con su gusto o capricho a los visitantes. En esto me tocaba a mí la misión delicada: la de, por un lado, alejar con tacto a ciertas personas, y también la de convencer a Juan del interés de ciertas visitas que él, de buenas a primeras, se había negado a recibir». En Montevideo era frecuente que el matrimonio dejase un papel pegado a la puerta que rezaba «No estamos, no insistir». Ya en Madrid, el autor bruñó aún más la sutileza. Cuenta Eduardo Galeano que una vez «envié a dos jóvenes amigos a ver a Juan Carlos. Llamaron y llamaron a la puerta hasta que al fin se deslizó un papelito con la letra inconfundible de Onetti por debajo de la puerta, que explicaba: “Onetti no está”».

Si resultaba perentorio que el escritor saliese a la calle, salía Dolly en su lugar, como el día que tocó renovar su pasaporte. Dolly tendió una sábana blanca en la pared, Juan Carlos se sentó al borde de la cama, y ella lo retrató. «La habitación era todo su mundo», sostiene Claudio Pérez, amigo de la familia y coordinador del Centro de Arte Moderno de Madrid donde se custodia parte del archivo de Onetti. «No le gustaba el mundo tal como lo conocía, y se sentía escéptico sobre la posibilidad de cambiarlo, así que construyó el suyo propio». Disponía de su cama, sus novelas policiales, sus cigarros, su papelera, sus gafas, las pastillas DRF que le traían de Argentina, la campana que usaba para llamar a Dolly, la mano de madera para rascarse, la lámpara que le regaló Jaime Salinas, la imagen de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro… y por supuesto los mecheros. Había mecheros por todas partes. Jesús Marchamalo relata en Las bibliotecas perdidas que el día de su entierro —el entierro de Onetti— una de las nietas repartió entre las amistades que acudieron a ofrecerles el pésame los encendedores que el escritor acumulaba en casa.

A Onetti le gustaba disponer de todo a su alcance. El mundo debía ser tan grande y vasto que pudiese contemplarlo al microscopio desde el cabezal de la cama. Fueron recordadas aquellas Navidades que su hijo y su mujer aparecieron en casa con un globo terráqueo. Se trataba de un regalo largamente deseado. Onetti suspiraba por hacerlo girar y viajar a su manera doméstica, sin desplazamientos que lo agotasen, en una especie de aventura estática. Fue una decepción enorme para él «cuando vio que el globo no cabía en la mesilla de noche y tuvimos que depositarlo encima de un armario, lejos de la cama». Dolly recuerda que Juan perdió inmediatamente todo el interés por el globo terráqueo. Lo quería a su alcance y no pudo ser.

Fumar, beber, escribir

El novelista comía en la cama, y fumaba, y bebía, y recibía a las visitas tumbado. En la cama se pasaba la vida leyendo. Escribía —en la cama— en hojas sueltas, papeles inservibles o cuadernos, y a cualquier hora imprevista y rota, cuando lo asaltaba la idea, la ocurrencia, la duda. Muchas veces en medio de la noche, por insomnio o sobresalto, si tenía algo que salvar del olvido. «En realidad —escribió Dolly para el «Preámbulo» de las obras completas—, no debería decir que Juan permanecía acostado, sino recostado, puesto que para leer y escribir mantenía un increíble equilibrio sobre su codo derecho, maltrecho al cabo de tantos años de emplear esa postura».

Juan Carlos Onetti. Fotografía: Dolly Onetti / Casa de América.

Trabajaba sin la menor disciplina, despreciando los gestos de amor al reloj. Nunca iba hacia la literatura. Eso era claudicar. Solo era cuestión de paciencia que la literatura, desesperada, lo buscase a él. «Escribía a mano, y lento; le daba tiempo a pensar y eso le evitaba corregir», recuerda Dolly a los veinte años de su muerte. «Él escribía y chau». Nunca más regresaba sobre lo escrito. Qué pensaba Onetti cuando volvía a leer a Onetti, le preguntó en una ocasión una periodista. «Jamás leí a Onetti», respondió el escritor uruguayo. Si le preguntabas cómo era eso posible, te recordaba que «el perro nunca vuelve a su vómito». Su actitud contradecía el veredicto de Ernest Hemingway, para quien «la primera versión de cualquier cosa es una mierda».

Solo durante una temporada se sometió a algo parecido a la disciplina. Fue en Montevideo. Dolly la recuerda como una época de felicidad casi irreal. Habían empezado a citarse. Ella era una joven con inquietudes, de familia culta, y él un tipo que llevaba tres matrimonios a la espalda, en forma de cicatrices. Durante la semana, Juan trabajaba en la agencia de publicidad Ímpeto, y el resto del tiempo leía o se veía con Dolly, a la manera de dos amantes de contrabando. «Pero los viernes por la noche eran sagrados. Ya antes de que se encerrara en su casa a escribir estaba como ausente, atrapado, lejos de la realidad, en su mundo imaginario. Sentía el gozo anticipado de las horas tan anheladas. “Estás noveleando“, le decía yo». Y así escribió parte de La vida breve y Juntacadáveres, tomando una pastillita y vino con agua, para llegar hasta la mañana. Alguien le preguntó una vez por el momento más hermoso de su pasado, y él respondió: «Yo detendría el reloj de mi vida en aquellos viernes».

Poco a poco se acostumbró a escribir intempestivamente, como si en un instante inopinado descubriese siempre que quería ser escritor por primera vez. Y escribía. Le gustaba enfrentar su caos cultivado a la armonía horaria de Mario Vargas Llosa, que es un gran escritor de tal hora a tal hora. En una ocasión, le reprochó el propio Onetti: «Mira, lo que pasa es que tú tienes un amor conyugal con la literatura, estás obligado a cumplir con tu señora esposa, y lo mío es un amor de pasión, absolutamente no conyugal, y por eso hago el amor cuando me da la gana y cuando tengo ganas. De la misma manera, escribo cuando me da la gana. Yo no podría escribir de tal a tal hora, no, yo escribo, simplemente; a veces estoy leyendo un bodrio policial y de pronto me viene el ataque, y agarro y escribo». Evoca el diálogo Juan Cruz en Egos revueltos.

Onetti escribía sin pautas, sin calendario, pero cuando escribía, iba hasta el fondo. Progresaba con dinamita hacia la inmunda alma de los hombres. Existió un instante en el que llegó a aconsejar a los jóvenes escritores: «No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo. Escriban para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y que no podemos engañar». Juan Cruz subraya que Onetti creía que la labor del escritor «no es pontificar fuera de casa sobre esto y aquello; creía que la labor creativa era casi secreta». No había que escribir más que pensando en uno mismo, enfrentado a su espejo, aunque convenía «tener una mano que le golpeara a uno el brazo cada vez que fuera a escribir un tópico».

Su llegada a España pudo significar el aldabonazo definitivo a su obra, pero prefirió echarse en la cama a volverse una celebridad. «Nunca le interesó ejercer de escritor, sino simplemente escribir y leer. Por eso su figura se acrecienta en tiempos en los que el escritor es parte del aparato de promoción de su obra, y la literatura está mercantilizada. Hay que dar entrevistas, conferenciar, firmar libros. Él abandonó totalmente su obra», sostiene Claudio Pérez. Asumía esa derrota con tranquilidad, como si ya todo fuese inevitable, igual que en sus novelas. «Ni siquiera corregía las pruebas de sus libros». Onetti escribía y chau. No regresaba al vómito bajo ningún concepto. Un vómito, cuando es auténtico, se abandona para siempre, sin mirar atrás. Onetti no deseaba saber nada de Onetti. «Estoy harto de Onetti», le decía a algunas visitas que acudían a entrevistarlo, ávidas de conocer cosas de él.

Juan Carlos Onetti y Jorge Luis Borges en Barcelona, 1978. Fotografía: Dolly Onetti / Casa de América.

En la entrevista que concedió a Ramón Chao para un documental de la televisión francesa, este le preguntó si una vez que le entraba el deseo de escribir le costaba empezar, y si cuidaba la prosa: «En absoluto. Y no corrijo. Tengo de testigo a Dolly, que se encarga de marcarme las palabras repetidas y de que no queden consonancias. Los “ente” con “ente”, etcétera. Esta es su misión; después lo pasa a máquina, se lo manda a mi agente literaria Carmen Balcells y al fin, a esperar el cheque. Esa es mi vida».

Encerrado en su habitación, construyó una ficción y se dedicó a vivir feliz en ella, aunque a veces estuviese triste. Hasta recalar en Madrid, ejerció como director de biblioteca, y antes periodista en Reuters, Marcha, Acción, y eso implicaba ponerse unos pantalones desgastados, mojarse la cara y salir a la calle. Entonces, «salía con frecuencia, caminaba, iba del diario a las librerías, de los bares a las editoriales, nadaba, llevaba una vida muy activa. Pero cuando se dedicaba a leer, ya lo hacía tumbado en la cama […] Otros miembros de la familia compartían la misma preferencia, y yo misma me dejé arrastrar por ella», confesaba Dolly. El encierro se recrudece en España, cuando por primera vez vive de su literatura, sus libros, sus artículos para la Agencia EFE, encargados por Luis María Anson

Descubrir el hogar perfecto, que funcionase como una ficción, que no lo obligase a salir y detener un taxi, representó una tarea compleja. El día que llegan a Barajas los están esperando Félix Grande y Francisca Aguirre. En ese momento empieza una odisea de semanas en busca de la casa en la que Onetti construya un universo pequeño, que no se agote jamás, del que pueda decir aquello de John Ford sobre sus películas: «Todo es ficción, pero todo es verdad».

Primero vivieron durante un mes en el Hotel Cuzco. Él odiaba los hoteles. A veces se tendía en la cama sin aflojar siquiera la corbata, por si se presentaba la ocasión de huir en cuestión de minutos. Después se alojaron unos días en los apartamentos Galileo, y todavía en una vivienda atroz de la calle Ríos Rosas. «Fue una alegría desatada que Dolly encontrase el piso de la avenida de América, pues Juan Carlos no era precisamente un hombre de acción», acepta Claudio. Dolly admite que después de encontrar el piso, aún debió convencer a la casera, doña Carmen. «Ella quería firmar el contrato con el jefe de familia, pero Onetti no quería ver a nadie». Estaba encerrado en el piso de Ríos Rosa, leyendo y fumando sin parar sobre la cama. «El único modo de demostrar que había jefe del hogar —cuenta Dolly— fue acudir junto a doña Carmen con el “ladrillo”, que es como Onetti llamaba al grueso volumen que Cuadernos Hispanoamericanos le había dedicado». Solo así la convencieron de que Onetti existía y era alguien importante, y de fiar.

A semejanza de una novela sobre las ruinas humanas, empezó a construir su ficción objeto a objeto, desde las cassettes de Gardel, a las reproducciones de Van Gogh, el eterno cenicero de coñac Larsen, o el revólver de juguete con el que apuntaba a las visitas que eran bienvenidas. «La psicología de los sujetos onettianos se expresa menos en la conciencia que en sus cosas destartaladas, sus profesiones vencidas, su ropa absurda. Como Edward Hopper, encierra la tristeza en cuatro paredes y perfecciona la significación de una media raída, un cenicero que nadie limpia, una alfombra donde las manchas fueron hechas por otras personas», ha escrito alguna vez Juan Villoro.

La cama o la patria

Lentamente, la cama adoptó aspecto de patria duradera y cómoda. En la mentalidad de Onetti, la patria significa algo lo suficientemente pequeño como para que puedas dormir encima, y taparte con la colcha y que no se te enfríen los pies. Hablamos de una cama individual, de madera, con adornos en forma de arcos ojivales, y colchón de un metro de ancho, que acabó adoptando la forma de Onetti, incluidos sus escepticismos. Solo cuando su salud empeoró la reemplazó por una cama ortopédica, pero la patria seguía incólume, como si fuesen recuerdos imborrables del instituto. En ella escribe Dejemos hablar al viento, Cuando entonces y Cuando ya no importe. Le exigió tiempo encontrarse cómodo. «Ahora —escribía Francisco Umbral en diciembre de 1980 en El País, tras el fallo del Premio Cervantes— me parece que, por fin, hemos conseguido que se encuentre a gusto entre nosotros, mire un poco la televisión, beba el vino despacio y escriba como él escribe, despacito y buena letra, pero gozosamente, dejando que el botón del puño de la camisa roce la superficie de la cuartilla, en un contacto levísimo y deslizado que quizá es todo el hedonismo del escribir. Por cosas así de tontas escribe uno, ¿verdad, Juan?».

José Manuel Caballero Bonald, que lo frecuentaba cuando ya Onetti se había pasado del vino tinto al whisky por prescripción facultativa, según decía, cuenta que solo en tres ocasiones lo vio levantado. Una de ellas fue en 1979. El escritor aceptaba pocas invitaciones para acudir a eventos, y cuando lo hacía, se arrepentía enseguida. Ocurrió con motivo del I Congreso Internacional de Escritores en Lengua Española, celebrado en Las Palmas de Gran Canaria. Era el presidente del evento, y según detalla una de las especialistas en su obra, Hortensia Campanella, «al poco de llegar, y tras saludar a Juan Rulfo y otros amigos, se encerró en su habitación a leer, fumar y beber whisky. “El presidente ausente” fue el mote simpático que le pusieron los congresistas». Las mejores fotos de Onetti en ese evento lo retratan en traje y corbata sobre la cama, y bebiendo whisky con Rulfo en el bar del hotel. El autor mexicano, que había abandonado el alcohol, se acompañaba de infatigables coca-colas. «Yo le decía: “¿Qué tal, Juan?” —comentaba Onetti años después—. “Aquí andamos, Juan”. “¿Hay Cordillera, Juan?”, (por el libro que entonces estaba escribiendo) y él me contestaba: “No hay Cordillera”. Y nada más. Compartíamos silencios mientras él tomaba una gaseosa porque ya el cuerpo no podía soportar el alcohol».

En 1981, como ganador del Premio Cervantes, tampoco tuvo Onetti más remedio que salir de casa para recogerlo. De vísperas, le confesó a la periodista Olga Álvarez en las páginas de El País: «¿Sabes, querida, lo que me gustaría hacer el jueves por la mañana? Confundirme entre la multitud, esconderme y que nadie me encuentre». Acabada la ceremonia en la Universidad de Alcalá de Henares, confesaba hace poco Dolly, «le dijo a la reina que él no iba a la fiesta posterior, que estaba cansado». Aguantó a duras penas los minutos que siguieron al acto gracias al tabaco. Cuando sacó el primer cigarro, palpó los bolsillos del chaqué y no encontró el mechero. Tenía al rey Juan Carlos al lado, y le preguntó: «¿Tienes fuego?». «No», dijo el monarca, y Onetti le dio la espalda y se fue en busca de mechero.

Juan Carlos Onetti y Gabriel García Márquez, Barcelona ca. 1980. Fotografía: Dolly Onetti / Casa de América.

Solo en casa se encuentra a gusto, «leyendo novelas policíacas para desintoxicarme un poco. No importa que sean malas; las leo todas». El día de su muerte tenía sobre la mesilla, al lado de la cama, varios títulos de James Hadley Chase, como Atropello y fuga, Las fotografías de la muerte o Aquí está su corona fúnebre, además del libro de memorias de Vittorio Gassman, Un gran porvenir a la espalda. En uno de los capítulos, el actor dice que admira, entre otros, a su jardinero y al novelista Juan Carlos Onetti. A este le gustó tanto que lo nombrara junto al jardinero, que siempre guardaba varias fotocopias de ese pasaje dentro del libro para regalar a los amigos.

Sus ambiciones siempre eran modestas. Cuando Olga Álvarez le propuso gastar todo el dinero del premio en lugar de depositarlo a plazo fijo, como si el mundo fuese a durar solo cuarenta y ocho horas más, Onetti comentó: «¡Ah, sí! Pero verás, querida: mi única aspiración es tener una casa pequeña en el campo, con un pequeño jardín también, y un perro». El perro era fundamental. «Pero un perro que converse, claro», matizó. «¿Para qué voy a tener conversaciones con un perro si no me contesta? Eso sería un monólogo con un perro». Fogonazos así desmentían que Onetti resultase una persona huraña, malhumorada, o depresiva. En otra entrevista con María Esther Gilio, de AFP, el autor profundizaba en su persona y admitía: «Ni siquiera soy el alcoholista mujeriego de que habla el capítulo segundo de la leyenda (…) La leyenda, en lo fundamental: calumnias. Ignorancia, desconocimiento de los hechos. Yo sigo viviendo y la leyenda crece».

Pocos testimonios sobre el verdadero Onetti, a veinte años de su muerte, poseen el valor del que aporta Ramón Chao. El realizador José María Berzosa se había desplazo dos veces desde París a Madrid para entrevistar al novelista uruguayo, y ni siquiera lo había recibido. Le pidió a Chao que intercediese, y este telefoneó a Juan Carlos. «Contestaba siempre su esposa Dolly, pero ese día descolgó él. Yo: “Quisiera hablar con el señor Onetti, por favor”; “¿El señor qué? ¡Aquí no hay ningún señor! ¡Hay un Onetti, y soy yo! ¿Qué desea usted?”. Mientras me caía el chaparrón, yo imaginaba una estrategia, aunque fuera en menoscabo de un gran amigo: “Para la TV francesa: queremos popularizarlo como a un García Márquez cualquiera”; “Pues les va a ser muy difícil”; “¿Significa eso que lo vamos a intentar?”, le pregunté. “Bueno, ahí le paso a Dolly”. Encantadora, Dolly me marcó tal día a tal hora: “Llamen desde el bar de la esquina”». Onetti acabó recibiéndolos; en la cama, naturalmente. Fue un golpe de fortuna. A veces entrabas al piso, pero te quedabas lejos de franquear la última puerta, aunque estuvieses a veinte centímetros. Había gente amiga de Dolly que estuvo en casa y nunca vio a Juan, pues no pasaban del salón. Chao y el equipo de grabación alcanzaron el cuartel general, incluida Mariana, una de las asistentas del rodaje. Era tan amable que Onetti dijo que había que llamarla Solícita. En un momento dado, cuando el escritor la sorprendió mirándolo atentamente, le preguntó: «¿Me mira usted porque tengo un solo diente? Pues le advierto que yo tengo una dentadura perfecta, pero se la he prestado a Vargas Llosa».

La relación de Chao con Onetti fue una de las mas intensas que mantuvo el autor de La vida breve. Cuenta el periodista gallego que cuando la vida del uruguayo se apagaba, sus jefes en Le Monde le pidieron que fuera preparando el obituario. «Lo escribí, pero no podía entregarlo sin que Onetti me diera el visto bueno». Viajó a Madrid. Su amigo lo esperaba en la cama, pero no dejó que se lo leyera. «Lo que hayas escrito lo habré vivido yo», le dijo. «¿Entonces, Juan, permites que lo firmemos juntos: “Ramón Chao, con la aprobación del finado”?». Por parte de Onetti no hubo objeciones, pero a los responsables del periódico les faltó sentido del humor y lo impidieron. Una pena.

Juan Carlos Onetti ca. 1993. Fotografía: Dolly Onetti / Casa de América.

Juan Carlos Onetti ca. 1993. Fotografía: Dolly Onetti / Casa de América.

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El insomnio me mata

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Foto: Daniel Cluracan (CC)

Foto: Daniel Cluracan (CC)

El insomnio se acerca lentamente y te acorrala. Cada vez te cubre más arriba, como el agua que poco a poco inunda una habitación. En el primer momento aún avivas la esperanza del sueño. Después de todo ha sido un día duro, notas cierto cansancio, acabas de hacer el amor y has puesto sábanas limpias. Quizá por una vez el telón caiga de repente. De hecho, el insomnio avanza tan despacio y lacónico, que parece que se aleja. Hay un ingenuo minuto en cada noche, parecido a un efecto óptico, en el que crees que dormirás. Pero entonces descubres que el insomnio te respira en la nuca, y te absorbe, como a Travis Bickle en Taxi driver. Ojalá también tú tuvieses un taxi para recorrer las calles mientras la ciudad sueña.

El insomnio te arroja a un desierto frío, en el que puedes escuchar los pasos de la temperatura descendiendo. En realidad, no resulta sencillo explicar el insomnio. «Es temer y contar en la alta noche las duras campanadas fatales», decía Borges. Su fuerza te condena a una lucidez total. Mientras la noche se achica, y avanza a pequeños pasos, tú solo eres capaz de pensar. Se trata de un movimiento rechinante y perpetuo. Te abordan ideas y más ideas. Las desgranas, las estudias, las reconstruyes. Nadie está libre de una madrugada incesante. Ni la persona más pura y derrengada. Ni siquiera el pato Donald. Recuerdo dos cortometrajes de Disney. En uno, Donald no pega ojo porque el colchón es incómodo; en el otro, porque hay un grifo que no cesa de gotear. Cuando los insomnios se encadenan, aprendes a formarte una imagen de su presencia desde mucho antes de que llegue. Tal vez sus pisadas retumben a lo lejos, pero tú consigues advertir a tu lado incluso los insomnios futuros. Es como si ya los hubieses vivido. Esta clase de imposibilidades lógicas, por otra parte viables, quedan bien explicadas en El perseguidor, de Julio Cortázar, cuando Johnny Carter, en mitad de una grabación comienza a golpearse la frente y a repetir desesperadamente, a semejanza de un niño que acaba de ver un fantasma: «Esto ya lo toqué mañana, es horrible, Miles, esto ya lo toqué mañana».

La ausencia de sueño te hace retroceder hasta la pared, y ahí te rindes. En Ahora me acuesto, el famoso relato sobre el insomnio de Ernest Hemingway, el protagonista aprende a ocupar el tiempo para estar despierto, pues vive bajo el convencimiento de que si alguna vez cierra los ojos en la oscuridad, y se deja ir, el alma abandonará su cuerpo. Piensa en un río truchero al que iba a pescar cuando era un muchacho. O reza por todas las personas que ha conocido. Si reza un avemaría y un padrenuestro por cada una, tardaba muchísimo tiempo y por fin será de día, y entonces sí podrá dormirse sin riesgo para su alma.

El insomnio representa un tipo de desahucio. Entra en tu cabeza y te desarregla. En cierto modo, te arrebata el control. Tu control. Hay cerebros que nunca salen derrotados, no se apagan con la oscuridad. A lo más, algunas noches se sienten abatidos, pero esa sensación remite a la tristeza y no tanto a la extenuación. La noche les proporciona superioridad, pero al mismo tiempo acaba con ellos. La victoria del insomnio impone este desolador efecto. Cae el sol, cae la madrugada, cae el silencio del edificio, pero la cabeza ruge y da vueltas.

El verdadero insomnio es diario, y equivale al horror. García Márquez detalla un instante feroz en Cien años de soledad, cuando Visitación, en mitad de la noche, oye un extraño ruido intermitente, y al incorporarse ve a la pequeña Rebeca en el mecedor, «chupándose el dedo y con los ojos alumbrados como los de un gato en la oscuridad». Aterrorizada, la mujer reconoce en esos ojos la «peste del insomnio» que desoló Macondo.

A menudo parece que todo esté explicado en relación al insomnio. Pero nada está dicho. Todos los insomnios son el primer insomnio de la historia. Nadie entiende tus desolaciones enteramente. Y menos que nadie otro insomne. Scott Fitzgerald lo reconoce en Crack up, donde admite que el día que leyó Ahora me acuesto pensó que no había nada más que alegar sobre el insomnio. «Hoy veo que eso era porque nunca lo había sufrido mucho; se diría que el insomnio de cada uno es tan distintos del de su vecino como las esperanzas y aspiraciones diurnas».

El sueño decae por un millón de motivos. Ni siquiera preocupantes. A veces decae sin motivos. Te remueves bajo las mantas, y la persona que está a tu lado te pregunta «¿No puedes dormir?». «No», respondes. «¿Qué te pasa?», insiste. «No lo sé. No puedo dormir», afirmas. Y no puedes decir más porque no sabes. «¿Te encuentras bien?», pregunta otra vez. «Claro. Me encuentro bien. Es solo que no puedo dormir». Casi siempre el insomnio es eso, una ausencia de problemas. Estás bien. Perfecto. Es solo que no puedes dormir. No faltan las ocasiones, lógicamente, en que no duermes porque un problema te acecha. Algo muy grande. Enorme. Gravísimo. O algo infinitesimal y ridículo. Fitzgerald aseguraba que en su caso todo empezó por un mísero mosquito, que apareció de golpe en el piso veintiuno de un hotel de Nueva York, «tan fuera de lugar como un armadillo», pero cuya presencia en la oscuridad cobró una cualidad odiosa y siniestra de lucha a muerte. Ahí empezó su insomnio, y ya nunca se fue.

En vela, puedes notar la pegajosa densidad de cada segundo, de ahí que quieras ocupar el tiempo en leer, escribir, ver series, masturbarte, fumar marihuana, telefonear a algún amigo dormido. La maldición del insomnio es algo que casi se toca. El pensamiento también puede resultar un factor de desesperación. Existen personas condenadas a moldear sus ideas noche y día. Eso las hace superiores, pero a la vez las vuelve locas. Conozco a gente que siempre está despierta a las cinco de la mañana. Y me causan miedo. No tanto porque sean personas peligrosas, sino porque a la mañana, cuando te levantas, te duchas, desayunas, adviertes las primeras ideas, te llevan varias horas de ventaja. Ellas ya han tenido tus ideas muchas horas antes. Y las han desechado. En cierto sentido el insomnio es fructífero. Te indica que estás vivo. Pero a la vez te señala la muerte. Te aboca a una lucha implacable contra ese tipo despreciable que eres tú mismo. Es la enfermedad y el remedio. Es la oscuridad y la luz. Es la razón y el delirio. Y no tiene solución posible. Aunque Man Ray aseguraba que sí. Lo contó Juan Forn en el diario Página 12. Eran los años treinta, y el fotógrafo tocaba la gloria con los dedos. Sin embargo, eso no bastaba para conciliar el sueño por las noches. Madrugada tras madrugada permanecía en vilo. Hasta que un día conoció al escritor William Seabrook, quien le aseguró que si se acostaba con arma cargada bajo la almohada al fin conseguiría dormir. «No hay nada que no pueda solucionarse con una pistola», dijo.

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Cosas que solo pueden suceder en Galicia

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«Y tú, anda a tu casa y ármate, porque te voy a matar», le dijo José Arcadio Buendía a Prudencio Aguilar el domingo que por fin le ganó una pelea de gallos. La amenaza, que terminó en tormento y este en huida, serviría al autor de Cien años de soledad para fundar Macondo varias páginas más tarde. «Diez minutos después volvió con la lanza cebada de su abuelo. En la puerta de la gallera, donde se había concentrado medio pueblo, Prudencio Aguilar lo esperaba. No tuvo tiempo de defenderse».

No sabría decir qué es lo que más me atrae de la prosa de García Márquez. Tono, estilo y ritmo se confunden en ese costumbrismo insoportable del que nacen paisajes pegajosos y anacrónicos como pozos de brea, de los que es imposible escapar. Sus personajes, inalcanzables, sumidos para siempre en ambientes enrarecidos y gobernados por rutinas distorsionadas y códigos caóticos, se normalizan sin embargo a lo largo del relato hasta que uno siente que ha sido profundamente derrotado y que solo volverá a cruzarse con ellos en el universo del escritor colombiano… Pero no es así. Existe un lugar más allá de los libros en el que también se ignora lo ordinario. Un pequeño territorio confuso y descentrado, ajeno al orden y acaso detenido en el tiempo, donde la realidad hace trizas la ficción. Su nombre es Galicia y, háganme caso, habelas hailas.

Discute en un bar, se va, vuelve vestido de buzo y dispara con un arpón (La Voz de Galicia)

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Imagen: La Voz de Galicia.

Lo típico que te encaras con alguien, te vas un momento a ponerte la escafandra y sin darte cuenta te has metido en una pelea. ¡En menudo lugar deja esto a la bravata de José Arcadio Buendía! Nuestro protagonista, natural de Moraña, provincia de Pontevedra, y cuyas iniciales son L.S.D. porque a veces solo hace falta un buen nombre para construir un destino, se percató tras la riña de que únicamente tenía a mano un arpón, y en un ejercicio de coherencia formal se tomó la molestia de vestirse en consonancia con su arma y presentarse en el bar vestido de buzo. «No vayan a decir en Moraña que no sé combinar atuendo y complementos», debió de pensar L.S.D., quien tenía que estar realmente cabreado para continuar queriendo agredir a alguien después de ir hasta su casa, quitarse la ropa, buscar el traje de submarinismo, enfundarse en él y volver hasta el bar. Eso es tenacidad, sí señor.

Detenido por pinchar las ruedas a 70 coches porque «hay poco aire en el mundo» (Antena3)

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Imagen: Antena3.

Otro pontevedrés, pero esta vez de Vigo —el único barrio de Ourense que da al mar—. Se ve que al cumplir los veinte años tuvo una epifanía gracias a la cual comprendió que «hay poco aire en el mundo y las ruedas tienen mucho». O al menos eso es lo que declaró ante la policía tras ser detenido. Menos mal que hay gente que piensa en el bienestar de los demás. Sus vecinos sabrán recompensárselo.

Luego os extrañáis de que en Galicia os contestemos «depende» cuando nos preguntáis por dónde se va a algún sitio

Poco antes de asesinar a Stephen Albert, Jorge Luis Borges escribía: «A diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas la posibilidades». En algún punto cerca de Ourense y Monforte, los más ancianos cuentan que El jardín de senderos que se bifurcan comenzó a adquirir forma en la mente de Borges tras saber de este lugar. Tal vez en alguno de esos senderos Ourense aún conserve la U de su nomenclatura oficial. Quién sabe.

Acuchilla a un informático que le estaba «hartando con sus tonterías»

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Fuente: Qué canteo.

Veamos. Por un lado está F.G., el típico gracioso sin gracia —algo extraño, habida cuenta de que se trata de un informático y además es pontevedrés—. Por otro lado tenemos a J.L., un hombre cansado, muy cansado, de las bromas de F.G. Una mañana, recién llegados a la oficina, F.G. preguntó a J.L. si sabía dónde estaba la calculadora, a lo que este contestó que buscase en los cajones. «¡Pues agárrame los cojones!», respondió el astuto F.G., quien había urdido un complejo y diabólico plan de manipulación dialéctica para llevar a J.L. a donde él quería y poder mofarse así mediante una rima soez que probablemente, y siempre según fuentes policiales, habría llevado preparada de casa. J.L., en un acto lógico y necesario, sacó entonces un abrecartas y se lo clavó doce veces a F.G, quien terminó hospitalizado pero fuera de peligro. A día de hoy todavía no comprendo por qué fue noticia la reacción del bueno de J.L.

El fiscal dice que un hombre pegó a otro «porque le llamó Melendi» (La Región)

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Fuente: La Región.

Hace varias décadas, en plena orgía después de un concierto, Mick Jagger echó de menos a Charlie Watts. A su alrededor, en una suite insomne dominada por las drogas y el alcohol, estaban los demás miembros de su banda, algunos amigos, parte del personal técnico y docenas de chicas desnudas follando con cualquiera que se abriese la bragueta ilusionadas con caer, entre polvo y polvo, en la entrepierna de algún Rolling Stone. Watts sació sus diferentes apetitos antes que los demás y se marchó a su habitación, cosa que disgustó a Jagger. Levantó el teléfono, pidió a recepción que le pusiesen con Charlie y cuando este contestó le dijo: «¿Dónde está mi pequeño batería?». Al cabo de un rato, Watts entró en la suite y le noqueó de un puñetazo. «Yo no soy tu pequeño batería —sentenció—. Tú eres mi maldito cantante».

Cualquier motivo es bueno para tumbar a otro hombre de un derechazo. Qué clase de seres civilizados seríamos si no. No está muy claro por qué Vargas Llosa mandó al suelo a García Márquez, aunque las malas lenguas dicen que el colombiano se beneficiaba a la esposa —y prima— del peruano con la excusa de ayudarla a vengarse de su marido por sus continuas infidelidades. Pasión de gavilanes. Tampoco si la frase con la que Materazzi puso fin a la carrera de Zidane después de que este intentase detener los agarrones del italiano ofreciéndole la camiseta al final del partido fue «prefiero a la puta de tu hermana», como al parecer confesó en 2007. Lo que es seguro es que Julio Mario S.C., de treinta y ocho años de edad, en la madrugada del día 18 de enero de 2009 agredió a E.B.F. porque este último se dirigió a él llamándole «Melendi». Nada que objetar.

Regálase can bravo como a puta co pariu, ou págase pra que o leven

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Fuente: Hugo Babarro.

La traducción exacta de este cartel cuya fotografía me envió por WhatsApp mi buen amigo Hugo Babarro es: «Se regala perro bravo como la puta que lo parió, o se paga para que se lo lleven». Qué angustia. Ese texto solo puede ser fruto de la frustración y el odio. Un odio inmediato. Instantáneo. Propio de quien lo redacta apenas unos segundos después de ser mordido por el animal, como un acto reflejo. Nótese que se describe un perro bravo «como la puta que lo parió», lo que indica una aversión manifiesta e insana. Además se ofrece la opción de pagar a alguien para que se lleve a la bestia si nadie la quiere regalada, posibilidad que debe de considerarse muy probable para contemplarla desde el principio, a la desesperada. Como el seguro de vida que firmas antes de escalar el Everest.

Para ilustrar su anuncio, y a pesar de lo instintivo de su reacción, el dueño tuvo a bien insertar la imagen de un monstruo canino que después de saltar más de metro y medio está a punto de mutilar la cara de una sonriente señorita a lo Luis Suárez. Un crack, el tío.

Desahuciado del Land Rover en el que vivía en Xinzo de Limia (La voz de Galicia)

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Fuente: La voz de Galicia.

Si hay un lugar en el que te pueden desahuciar de un Land Rover, es Galicia. Qué orgulloso estaría de sus compatriotas don Ramón María del Valle-Inclán.

Un hombre de 39 años pereció aplastado en Orense por una gran roca mientras practicaba la zoofilia con una gallina (El Faro de Vigo)

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Fuente: El Faro de Vigo.

«El interrogatorio fue para José Arcadio Segundo una revelación. No le sorprendió que el padre le preguntara si había hecho cosas malas con mujer, y contestó honradamente que no, pero se desconcertó con la pregunta de si las había hecho con animales. El primer viernes de mayo comulgó torturado por la curiosidad. Más tarde le hizo la pregunta a Petronio, el enfermo sacristán que vivía en la torre y que según decían se alimentaba de murciélagos, y Petronio le constó:

Es que hay cristianos corrompidos que hacen sus cosas con las burras.

José Arcadio Segundo siguió demostrando tanta curiosidad, pidió tantas explicaciones, que Petronio perdió la paciencia.

Yo voy los martes en la noche —confesó—. Si prometes no decírselo a nadie, el otro martes te llevo.

El martes siguiente, en efecto, Petronio bajó de la torre con un banquito de madera que nadie supo hasta entonces para qué servía, y llevó a José Arcadio Segundo a una huerta cercana. El muchacho se aficionó tanto a aquellas incursiones nocturnas, que pasó mucho tiempo antes de que se le viera en la tienda de Catarino».

Los mismos paisajes pegajosos y anacrónicos, como pozos de brea. Los mismos personajes sumidos en ambientes enrarecidos y gobernados por rutinas distorsionadas y códigos caóticos. Las cosas que suceden en Galicia parecen pensadas por un autor inmisericorde.

El pie de foto, en inglés, dice: «Este español de 39 años estaba teniendo relaciones carnales felizmente con un pollo cuando tanto él como el pájaro fueron machacados por una enorme roca. Irónicamente, parece que fueron sus empujones los que provocaron que la piedra se desplazase». No sé ustedes, pero yo advierto cierto recochineo en la descripción. Lo que faltaba. A ver si ahora no va a poder uno follarse a una gallina y morir en el intento sin que la prensa se pitorree. Herminio R.C. fue un romántico incomprendido. Descanse en paz. Que Dios lo tenga en su gloria en algún corral.

Villapene

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Fuente: El Correo.

En fin.

«Cuando la necesidad nos arranca palabras sinceras, cae la máscara y aparece el hombre» (Tito Lucrecio Caro)

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Fuente: La Voz de Galicia.

Analicemos qué necesita esta persona. Busca una mujer para cuidar de un anciano, pero establece nítidamente qué condiciones debe reunir y qué cualidades invalidarían la candidatura. Al fin y al cabo, hay cosas que no se pueden dejar en manos del azar.

Debe ser ourensana, de treinta y cinco a cuarenta y cinco años, soltera, amante de los animales y la naturaleza, limpia, pulcra —si solo es limpia no es suficiente—, pero atención, ¡también debe ser velluda! Es decir, en caso de que encuentre una mujer que cumpla todos los requisitos pero no tenga abundante vello corporal, no le sirve. Hay que estar mal de la azotea.

Entre las virtudes que las candidatas no pueden tener se encuentran el alcoholismo, el tabaquismo, la descendencia, manías religiosas o políticas, juicios pendientes, cargas familiares, el estreñimiento y las insuficiencias pulmonares. Toma ya. No deja de asombrarme la precisión de quien exige que la cuidadora no padezca de insuficiencia pulmonar. No es una condición al uso, no. Las insuficiencias pulmonares, en concreto, no están permitidas. Y puedo entenderlo, no crean. Tal vez se trate de un anciano con sobrepeso y dificultades motoras al que hay que desplazar de un lado a otro. ¿Pero y el estreñimiento? ¿Cómo carajo puede afectar a la eficacia de la cuidadora lo regular o irregular de sus deposiciones?

Lo mejor es el final. «Yo: igual condiciones». Genial. Sublime. «No os preocupéis, chicas, yo también parezco un oso, respiro bien y cago de puta madre». Supongo que la aclaración lo explica todo.

Adelina Fernández Medela, la sanadora gallega que trató a Jordi Pujol (La Voz de Galicia)

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Fuente: La Voz de Galicia.

Qué foto, señores. ¡Qué foto! No le falta ni un detalle. Pero no nos desviemos. Que Pujol contratase los servicios de una sanadora gallega es una de esas cosas que en Galicia siempre serán noticia. Ahora bien, la opinión que ella pueda tener del ex molt honorable president solo puede tener un destino: todas las portadas. «Pujol es un piojoso y un atontado, un papanatas. Ni un vaso de agua me dio». Debemos tener presente lo mucho que los gallegos valoran la hospitalidad, y no ofrecer un refrigerio a Adelina es un detalle muy feo, qué diablos. Claro que primero habría que determinar tanto si ella fue merecedora de la generosidad de su célebre paciente como si él estaba en disposición de agradecer nada. Al fin y al cabo, y si Balzac tenía razón, la ingratitud proviene de la imposibilidad de pagar, y todos sabemos que el pobre Jordi lleva décadas a dos velas.

Si se puede cerrar una finca con un somier, se puede hacer cualquier cosa

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Fuente: La Voz de Galicia.

Me sorprende lo mucho que algunos desprecian el feísmo. Donde otros ven un cobertizo toscamente construido con uralita o una casa que a pesar de llevar años habitada nunca ha sido pintada o restaurada, yo veo pragmatismo. Donde algunos ven caminos sin asfaltar o farolas fundidas desde la Segunda República, yo veo austeridad y eficiencia energética. La heterogeneidad arquitectónica, personalidad. La reutilización de objetos, reciclaje. Es inherente al carácter gallego otorgar a cada cosa la importancia que merece y nada más. No es una cuestión de dejadez o vagancia. Si tu casa es acogedora, cómoda, te protege del frío y la lluvia y te agrada su decoración, ¿qué más da que por fuera haya desconchones o cada lado esté revestido de un material diferente? Esa no es la parte que tú ves ni disfrutas. Es la parte que ven los demás, y me parece muy sano que aquí no exista esa clase de competición. Si quieres cerrar una finca y tienes a mano un par de somieres, adelante. Y si quieres que los coches no circulen a más de 40 km/h por tu zona, buena es la tapa vieja de un váter. Pero eso sí, la Ciudad de la Cultura que siga bien recubierta con baldosas de mil euros la unidad para que diga bien bonita. Cualquier cosa menos tolerar el feísmo en el monte Gaiás.

Quiso tener sexo con una puerta y acabó preso

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Fuente: Qué Canteo.

El broche de oro. Al ver que no era capaz de abrir la puerta, pensó que tirársela tampoco era tan mala idea. Restregó su pene hasta eyacular y se marchó a esperar el autobús.

En Galicia existen personajes así. Escenas así. Situaciones en las que no es difícil apreciar el vínculo de esta tierra con la locura. Con lo irreal. En las que se advierte la particular naturaleza de un lugar colmado de magias, supersticiones y felices excentricidades. Como sacado de una novela de Gabriel García Márquez.

Esta última imagen no pertenece a un periódico gallego. No es algo que haya sucedido en Galicia, y eso me reconforta. Es agradable saber que hay otros mundos llenos de locos. En realidad, sería excelente descubrir que en todas partes lo irracional tiene tan perfecta cabida como aquí o en Macondo. Pero mientras, yo me quedo en Galicia. Porque no creo que haya un sitio más lógico y cuerdo para vivir. O para morir cepillándose a una gallina.

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Todo queda en familia

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Escena de El Padrino, familia al completo. Imagen: Paramount Pictures.

Escena de El Padrino, familia al completo. Imagen: Paramount Pictures.

«La familia es lo primero», decía Don Vito Corleone. Pero claro, para él, la famiglia era mucho más que un lazo de parentesco con quien compartir unos cannoli. Aunque algo tiene la hora de comer de sagrado en una familia, que hace de este momento un estado de recogimiento y conversación, a veces campo de batalla, a veces diálogo de silencios. Woody Allen utiliza la cena de Acción de Gracias como inicio y fin de Hannah y sus hermanas, y no por casualidad. Al alter ego de Proust, desayunar una magdalena mojada en té le lleva a recordar los momentos vividos en la infancia con sus padres y su tía Leoncia, y con ello, a escribir largas y poéticas frases de encuentros y desencuentros, algunas de las cuales probablemente hoy solo el escritor y sus propios personajes sabrían desgranar con total acierto. Asistimos a banquetes desde la puerta de la cocina, pero, sobre todo, a grandes historias al calor de las disputas. La familia es una cuestión delicada.

Aun así, frágil e imperecedera, la familia ha sobrevivido al postmodernismo; al imperio de las series; a la autobiografía, y a la propia novela. Al final, ha demostrado ser un molde de plastilina capaz de adoptar todas las formas a lo largo del tiempo. Hoy, en un tiempo donde se habla de la muerte de la familia y de la muerte de la novela, un puñado de textos nos recuerdan cómo esta extraña relación entre seres humanos, en el fondo, ha sido siempre la misma.

John Gardner describe la novela como «sueños vivos y continuos»; El escritor Jonathan Franzen, preguntado por su afán de retratar familias en sus novelas, echa mano de Kafka al responder; para este estadounidense que hoy presume de haber escrito dos best seller gracias a la torpeza y lucidez de las relaciones familiares, Kafka es el ejemplo de lo que la literatura puede llegar a hacer. Sus textos son como transcripciones de sueños, y la función del autor es la de hacer de ese lugar extraño —el sueño— un lugar familiar.

En la historia de la literatura hay autores iniciadores de la discursividad, como Cervantes, Flaubert o Joyce que impulsaron un nuevo discurso ficcional y rompieron el paradigma de su tiempo; como Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, que pusieron palabras a «lo real maravilloso» y llevaron hasta nuestras casas el festival de disfraces de la literatura latinoamericana. Pero, ¿cómo se producen los cambios y la evolución en este sentido, para llegar a lo que propone Kafka? Ciencia y literatura avanzan según un proceso bastante paralelo, y a la aparición de un nuevo modelo le antecede generalmente un periodo más o menos largo de crisis que afecta a uno de los principios básicos del antiguo paradigma. La aparición de la novela surrealista o modernista, y la transformación del universo novelístico que trae consigo, sigue esta misma evolución, de forma que las novelas de Proust y Kafka significan la concretización de ese paradigma. A ellas les precedieron algunos intentos brillantes (Sterne, Diderot) pero que no llegaron a abrir un camino: les faltaba dar con un momento crítico, aparecer cuando la novela realista no fuera capaz de explicar la nueva realidad del mundo moderno.

Jonathan Franzen comenzó escribiendo ciencia ficción. Tuvo que asimilar varios fracasos literarios para darse cuenta de que aquel no era su tono ni su tipo de escritura, y así pasó de un subgénero donde los personajes estaban al servicio del sistema inventado a un modelo en el que el sistema se ponía al servicio de los personajes. Un modelo poco «moderno», pero que llegaba en el momento preciso. En la época de la postmodernidad, un escritor hastiado explicaba un contexto de desdén desde el punto más interior de sus personajes, y sobrevivía al intento. Con el ego en el centro del argumento, Franzen daba en el clavo.

La deconstrucción del árbol genealógico

La soledad es un atributo de los hombres. (Mika Waltari)

Si hay una obra por excelencia que se sustenta en el entramado familiar, es Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.

Recordarán a los José Arcadio y a los Aurelianos; a las Úrsulas, Remedios y Amarantas. Los personajes de la familia Buendía se suceden con nombres semejantes durante generaciones y generaciones contribuyendo así a la pérdida de rasgos comunes. Y, sin embargo, en este universo que evita la individualidad, la soledad es uno de los temas centrales. Una soledad que marca la vida de los personajes, en especial la de los varones, pero que acompaña a todos los integrantes de la familia Buendía. En algún momento de su vida todos intentarán escapar de ella, hasta llegar a entender que, de una forma u otra, la soledad marca su carácter y su inevitable destino.

En la larga historia de la familia, la tenaz repetición de los nombres le había permitido sacar conclusiones. Mientras los Aurelianos eran retraídos, pero de mentalidad lúcida, los José Arcadio eran impulsivos y emprendedores, pero estaban marcados por un signo trágico. (Cien años de soledad, Gabriel García Márquez)

La soledad y el destino atravesarán la compleja red familiar de principio a fin, con trágicas consecuencias.

También recordarán que la soledad, junto al rencor, la desesperación, la disconformidad o la escasez de virtudes aparecen en La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, donde los conflictos históricos dan el relevo a los morales, y donde también el destino fatídico juega un papel importante en la fragmentación de una familia mal avenida.

Un vuelco hacia lo existencial que Franzen explora desde sus primeras obras, pero que, pese a tener una buena materia prima, no encontrará en él su atmósfera más idónea. Sí lo hará en cambio su amigo David Foster Wallace.

El antagonista al propio Jonathan Franzen en la historia postmoderna, Wallace, habla en sus textos de otros vicios de la sociedad; habla del tedio con brillantez, pero siempre desde las historias inconexas, y no por falta de virtud, sino por expreso deseo. Demostrado su virtuosismo literario, Franzen y Wallace confrontaban precisamente en la forma de concebir la literatura. En una época donde la rabia entre la libertad y el conservadurismo abrasa a la sociedad americana, ambos representaron la disección de un género caído en la desdicha.

Hay una prosa lapidaria y visceral, una manera de capturar el absurdo que, a pesar de todo, les une, y es el resultado de un balance entre las expectativas y la aburrida realidad que los personajes intentan comprender. El camino que toma Franzen es el del espejo en el mundo. El de mostrar la lucha de contrarios pero no como una oposición freudiana-darwiniana, sino creando conflicto entre individuos de una misma comunidad con capacidad de escoger su destino. De esta forma, en sus dos grandes novelas —Las correcciones (2001) y Libertad (2010)— a través del mundo interior de personajes con una vida desordenada recrea a la vez la biografía de una familia disfuncional y un retrato de nuestro tiempo.

Antes, bastante tiempo antes, Franzen había leído a Dostoievsky y a Thomas Mann. Había entrado en la vida interior de los personajes de Guerra y Paz de Tolstoi, en las relaciones entre las cuatro familias que salpican un texto lleno de historia. Había aprendido, de las largas y lentas historias de Proust, que las cosas, incluso en lo más profundo de las relaciones humanas, no son como parecen al inicio, sino que a menudo son justo lo contrario.

Entre nosotros

Painted Ladies, Álamo Square (San Francisco). Foto: Urban (CC)

Painted Ladies, Álamo Square (San Francisco). Foto: Urban (CC)

La novela es autoexamen, autotransformación. No basta con amar a sus personajes, ni con ser duro con ellos: hay que tratar de producir ese doble sentimiento a la vez. Las historias que realmente llegan a la gente son las que contienen sujetos simpáticos y dudosos al mismo tiempo, capaces de traspasar culturas y generaciones.

Quizá por eso la tragicomedia funciona tan bien entre nosotros. Nada como estar en familia para que risas y llantos surjan al unísono en una misma situación. Esta multitud de perspectivas son las que representan los individuos de las familias de Franzen tanto en Las correcciones como en Libertad: matrimonios enquistados, separaciones, idas y venidas, marchas forzosas, cenas impostadas, relaciones fraternales de tira y afloja, cuñadas esquizofrénicas, padres enfermos, patriarcas venidos a menos, hijos hipersensibles e hijos que pasan de todo. Y con ello, nosotros: la insatisfacción, el machismo, el ánimo y el desánimo, el orgullo, el materialismo que lo impregna todo, el conflicto, que es todo un arte, el susurro y la culpa, con su peso y sus sombras.

Estos personajes con una psicología elaborada que viven en una hermosa y compleja dinámica de relaciones acaban por empacharnos. Se convierten en seres incómodos, auténticamente insoportables, que nos hacen odiar un poco el libro y reconciliarnos un poco también con nuestra situación.

De hecho, Franzen analizó su propio material y descubrió que gran parte provenía de su infancia en el medio oeste; de la relación de sus padres, de su propio matrimonio… algo que intentó «transformar» desde el principio en su literatura y no le salió del todo bien, hasta que se dio cuenta de que lo que tenía que hacer era precisamente seguir revisándolo, una y otra vez.

Este mismo proceso es el que sus personajes realizan todo el tiempo. Se analizan, sufren cambios, dudan. Se cuestionan sobre ello en alto, a gritos, y nosotros, estupefactos, asistimos a su evolución, como si en el fondo fuera un trato a tres partes: entre nosotros, los personajes, y el escritor.

Así que lo esperpéntico, el ridículo, el absurdo, el desatino, se mezclan con la personalidad de cada uno de estos seres de papel. Existe una vida, que es la que piensan que tienen, la socialmente aceptada, más o menos cómoda, que consideran «su propia vida» al fin y al cabo. Luego hay algo más por debajo, verdades que enmascaran y que en el fondo subrayan sus relaciones: con sus padres, entre hermanos, con sus novios o sus parejas, y allí es donde se escarba. Entramos en contacto como lectores con el personaje que es en cierto modo defendible, pero nos apartamos de él cuando confronta con esa verdad soterrada en su interior. Es entonces cuando nos damos cuenta de que son un poco nuestros, un poco nosotros, un poco todos.

Lo que nunca cambia

Jonathan Franzen. Foto: David Shankbone (CC)

Jonathan Franzen. Foto: David Shankbone (CC)

La novela debería conectar con lo que nunca cambia, con la dimensión trágica de la vida. (Jonathan Franzen)

Ciertamente, el panorama es un poco desolador. Franzen cree en un cierto punto que la novela ha agotado sus posibilidades, en especial su capacidad de retratar a las personas. Puede ser que lo apocalíptico fuera en él una manera impostada, el caso es que descubre en Las correcciones que aún le queda la familia, y con ella la posibilidad de crear un orden nuevo.

El escritor, dice Franzen, ha de adoptar un determinado punto de vista, pero el proceso no es sencillo. Sus personajes eran caricaturas que no habían aprendido a vivir, y que, cuando lo intentaban, se perdían entre los pasillos de un gran supermercado con un salmón escondido en la entrepierna. Sus páginas se leen casi como escenas cinematográficas que a menudo representan la enfermedad como mal social extendido junto a nuestra obstinación por el autoengaño y la construcción de mundos donde ocultarlo. Con Las correcciones a Franzen le salió, por fin, la novela que había buscado: la novela de la autodecepción.

Sin embargo no se sentía del todo cómodo con su papel de quien debe romper el hechizo en el que andan metidos los personajes. Por eso se produce un cambio en su siguiente novela, Libertad. Los personajes ya no están en ese estado de autoengaño, sino que viven como dormidos, sin prestar atención, sumidos en su propio cuento. Más natural recostado en el sonambulismo para enfrentar la realidad, Franzen prefiere unirse a sus personajes en sus sueños para poder experimentarlos con ellos. Entrar en ellos de nuevo para hacernos sentir como en casa. Así, a esa incorrección tan nuestra, mezcla de imperfección y deseo de cambio, se le une lo inalcanzable, en un nuevo orden de cosas.

Hay novelistas con la extraña manía de rascar por debajo de los personajes, de las superficies, quizá buscando la comprensión de la experiencia privada y del contexto público, quizá misterios, tal vez conductas. Ante todo, están preservando un tipo de literatura que enriquece nuestra cuestionada arquitectura familiar y social, donde, por mucho que pase el tiempo, nada nos parece simple. Queramos o no, nuestra condena sigue siendo la misma. Por suerte, todo queda en familia.

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Levántate y anda

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Imagen: Likely Story / Sidney Kimmel Entertainment.

Escena de Synechdoque, New York. Imagen: Likely Story / Sidney Kimmel Entertainment.

It begins with a character, usually, and once he stands up on his feet and begins to move, all I can do is trot along behind him with a paper and pencil trying to keep up long enough to put down what he says and does. (William Faulkner)

Apuntaba Joseph Conrad en una nota de su relato autobiográfico Juventud que había llegado a desarrollar una buena amistad con Marlow —personaje ficticio que también aparece en El corazón de las tinieblas, Lord Jim y Azar— y que esa relación se había hecho más íntima con el paso de los años. Describía cómo se encontraron por primera vez y la frecuencia con la que consultaban entre sí en un ambiente de armonía y comodidad. Da la impresión de que Marlow no era para Conrad simplemente una construcción simbólica nacida de su imaginación, sino un ser independiente que aún sin cuerpo podía interactuar con él en la intimidad de su mente.

Supondrán que Joseph Conrad no fue el primer autor que escribió sobre esta relación entre creador y creación. Son incontables las menciones a este vínculo por parte de escritores de todas las épocas y cualquiera que haya sentido esa necesidad de escribir un relato habrá descubierto con mayor o menor pasmo que algún díscolo personaje se rebelaba ante las funciones que debía cumplir. Parecía que cambiara el rumbo de la historia por decisión propia. Quién no ha intentado matar a un personaje que al final se ha salvado porque no era su momento o no estaba preparado para morir. Parece extraño que en el supuesto determinismo del universo ficcional que ha creado un autor, estos seres tengan libre albedrío para decidir su destino. Cómo no iba a aprovecharse todo este material en las propias obras de ficción.

La vida interior de los personajes

Quien haya leído Hombre lento de J. M. Coetzee sabrá que durante más o menos el primer tercio de la novela lo más emocionante que le sucede a Paul Rayment está escrito en sus primeras líneas: «El impacto le alcanza por la derecha, brusco y sorprendente y doloroso, como una descarga eléctrica, y le hace salir disparado de la bicicleta». A partir de ahí nos enfrentaremos a trece capítulos de un tedio perfectamente dosificado en los que nos preguntaremos qué tiene de interesante un anciano que ha perdido una de sus piernas, se ha recluido en casa y con ello ha decidido dejar de vivir su propia vida.

La aparición de Marijana Jokic, una cuidadora croata, avivará el espíritu del hombre en general y alguno de sus restantes miembros en particular, pero será en el decimotercer capítulo de la novela cuando Coetzee nos endiñe una Elizabeth Costello ex machina y lo que parecía una novela costumbrista se convertirá en algo muy distinto. Costello —a quien los lectores habituales de Coetzee conocerán por otra obra titulada precisamente con su nombre, Elizabeth Costello— se presenta como la autora del relato que tenemos entre manos, Hombre lento, y alienta a Paul Rayment a que espabile porque así no vamos a ningún lado. Metalepsis al canto y donde antes teníamos a un aburrido anciano instalado en su purgatorio particular ahora tenemos a un héroe literario sin intención de serlo e instado por su creadora a que cambie esa actitud, que no es buena de cara a la galería. Porque la autora ficcional (Costello), alter ego irónico de nuestro autor real (Coetzee), es omnisciente pero no omnipotente, lo que significa que la pobre mujer, ya con ciertos achaques, se pasará gran parte del resto de la novela tratando de obligar a cambiar a su quijotesco protagonista con la única arma del descaro y la mala follá.

En otras ocasiones son los protagonistas y no los escritores (ficcionales o no) los que toman cartas en el asunto. Ahí están los Seis personajes en busca de autor de Luigi Pirandello, donde una voz nos cuenta cómo su fantasía le trajo a una familia de origen desconocido empeñada en representar su propia historia. Pirandello dedica parte del prefacio de su obra a explicarnos su punto de vista sobre el misterio de la creación artística:

¿Qué autor podrá contar alguna vez cómo y por qué un personaje nació en su fantasía? El misterio de la creación artística es el mismo misterio del nacimiento. Puede ser que una mujer, amando, desee convertirse en Madre, pero el deseo por sí solo, por más intenso que sea, no basta. Un afortunado día ella será Madre, sin advertir de manera precisa la concepción. De igual modo un artista, viviendo, recibe muchos motivos de la vida, y no puede jamás decir cómo y por qué, en determinado momento, uno de estos motivos vitales entra en su fantasía y se convierte en una criatura viva, en un plano de vida superior a la voluble existencia diaria.

Solo puedo decir que sin saber que los había buscado me encontré delante de aquellos seis personajes, tan vivos como para tocarlos, como para oírlos respirar, que ahora se pueden ver en escena. Y aguardaban, allí presentes, cada uno con su secreta tortura y unidos por el nacimiento y desarrollo de sus mutuos percances, que yo los introdujera en el mundo del arte, haciendo de ellos, de sus pasiones y de sus casos una novela, un drama o, por lo menos, un relato.

Habían nacido vivos y querían vivir.

A diferencia de Coetzee con Hombre lento, donde un personaje se encuentra en la tesitura de no desear vivir su vida para los lectores, Pirandello nos describe a unos seres que aguardan impacientes a participar en la ficción que les ha dado razón de existir. Ellos son porque están siendo narrados, y a diferencia del viejo amputado que ha optado por dejar que la vida pase, necesitan de su relato para sentirse vivos. En definitiva, requieren del determinismo impuesto por un Dios-Autor y que es inherente a cualquier tipo de narración.

Pero no todos los personajes acostumbran a ser así de solícitos con sus padres artísticos. Algunos se rebelan ante esa autoridad semidivina que es su creador y si es necesario van a llamar a la puerta de su casa para cantarle las cuarenta. Es el caso de Augusto Pérez, quien en Niebla decide visitar a don Miguel de Unamuno para decirle que oye, que sí, que soy un personaje de ficción y que no existo, pero que nada de suicidio, que yo me tengo que morir de otra manera. Sin entrar en detalles y pasando directamente al spoiler más gordo que se me ocurre, diremos que la discusión lleva a las súplicas y que al final Augusto vuelve confundido a casa para morir al lado de su perro Orfeo. No será hasta el postprólogo que el autor asumirá ser quien decretó la muerte de su protagonista. A buenas horas, don Miguel. A buenas horas.

En la línea de la representación que realizan Unamuno o Pirandello de este fenómeno, muchos autores asumen que los personajes que pueblan su imaginación cobran cierta autonomía y que ellos, convertidos en cronistas más que en creadores, no tienen más que coger lápiz y papel y dedicarse a apuntar lo que sus protagonistas decidan hacer por voluntad propia. Gabriel García Márquez afirmaba que su coronel Buendía se negaba a morir y que el día que llegó el trágico acontecimiento no pudo contener las lágrimas. Norman Mailer decía en una entrevista que los personajes surgen del libro y que este cobra vida propia al ser escrito, convirtiéndose en una criatura para él. Cada uno de estos escritores, a su manera, acaba llegando a la misma conclusión que el resto: algo se escapa de su control para moverse a sus anchas por el mundo de su imaginación. John Gardner lo describe así en su obra Para ser novelista:

Es fácil idear los personajes, la trama y el ambiente y luego ir rellenando como si se tratara de colorear una lámina numerada. Pero casi cualquier relato o novela tiene siquiera unos momentos de autenticidad, el ademán exacto de un personaje o una metáfora sorprendentemente adecuada, un breve pasaje que describe el papel pintado de la pared o el movimiento de un gato, un pasaje que reluce o palpita más que ningún otro, un momento que, como decimos los escritores, «cobra vida». Y es precisamente esto, el ver que algo que uno ha escrito cobra vida —no metafórica sino literalmente—, un personaje o un episodio que como un espíritu entra en el mundo por obra de su propio y extraño poder, de tal modo que el escritor se siente no su creador sino meramente el instrumento que hace posible su aparición, el mago, el sacerdote que ha dado por casualidad con la fórmula mágica…

Y no crean que este truco es exclusivo de la literatura. Lo apasionante de los juegos metanarrativos donde autor y personaje cruzan fronteras ontológicas es que no se ciñen al ámbito de lo literario y medios como el cómic o el cine también han sido capaces de plasmar esa magia a la que se refiere Gardner. Ahí tenemos la hermosa y compleja Synechdoque, New York de Charlie Kaufman, o la más ligera Más extraño que la ficción de Marc Forster.

La película dirigida por el (magnífico) guionista Charlie Kaufman es una mastodóntica oda a la relación que existe entre la creación artística y la realidad en que se inspira. Caden, su protagonista, es un director de teatro cuya vida personal está en decadencia pero que recibe una beca para realizar la obra de sus sueños. Obsesionado por lograr el mayor realismo posible en la representación, construirá una réplica de Nueva York que no dejará de crecer y pedirá a cada uno de los actores que viva una vida dentro de esa ciudad para llevar a cabo la representación (una representación que durará años, por otro lado).

Escena de Synechdoque, New York. Imagen: Likely Story / Sidney Kimmel Entertainment.

Escena de Synechdoque, New York. Imagen: Likely Story / Sidney Kimmel Entertainment.

Lo interesante de la propuesta de Kaufman vendrá cuando entremos en bucle. Caden contratará a un ayudante. Y luego a un actor que haga de Caden. Y después a un actor que haga del ayudante del actor que hace de Caden. Y más tarde a un actor que haga del actor que hace de Caden. Y así sucesivamente. Por no destripar la trama, diremos que ante tal cantidad de capas ficcionales, personajes y personas, nuestro protagonista y sus acompañantes empezarán a confundir niveles ficcionales y acabarán cruzando más fronteras de la cuenta (la escena final es maravillosa, no dejen de verla aquí).

Por su parte, Más extraño que la ficción plantea una situación parecida a la de la obra de Unamuno con un Will Ferrell haciendo de Harold Crick, personaje de vida rutinaria que un buen día empieza a escuchar la voz de una narradora que cuenta cada detalle de su existencia. El desencadenante de la acción surge cuando la voz habla de su muerte inminente, a la que Crick intentará poner freno investigando sobre el origen de ese narrador omnisciente. Tras consultar con un experto en literatura, el protagonista acabará dando con su autora, una especialista en cargarse a los personajes de todas sus novelas. Que Dios le coja confesado.

La vida interior de los autores

Autores que escriben sobre autores que bajan al nivel de sus personajes. Protagonistas que pisan el suelo de la casa de su creador para sugerirle un final alternativo. Artistas fagocitados por el universo que han creado. Hemos comentado distintos ejemplos de la relación entre creador y creación cuando esta última cobra cierto grado de autonomía pero siempre desde el prisma de la metaficción. En cambio, ¿qué sucede en la realidad? ¿De dónde nace la ilusión de que nuestros personajes cobran vida y deciden ir por libre?

El ser humano necesita dotar de sentido a todo cuanto le rodea. Desde algo tan material como un tipo de piedra o una especie animal hasta cuestiones complejas como el significado de la mirada de nuestra mascota o de una emoción ajena, todo necesita ser etiquetado y catalogado para destacar entre el caos que es la naturaleza. De la misma forma que a través del fenómeno de la pareidolia creemos que esa nube es un perro o un barco, todo lo indefinido de nuestras vidas acabará tomando la forma de algo reconocible. Y eso incluye las mentes ajenas.

Porque nadie puede ver una mente, no nos confundamos. Tampoco una emoción o un estado de ánimo, o al menos no de forma directa. Vemos el enfado o la felicidad de otro solo a través de señales indirectas que hemos aprendido a interpretar (¿o que llevamos de alguna manera codificadas?). Para entendernos: sabemos que una persona está triste por sus andares taciturnos, su cabeza gacha y sus ojos rojos e hinchados, pero no porque esa tristeza sea observable de forma directa. Y algo así nos sucede con los personajes ficcionales.

Un personaje literario es una construcción simbólica que «solo vive» durante la lectura del relato que lo contiene. El resto del tiempo no es más que un conjunto de renglones de tinta sobre papel. Pero ahí está nuestra mente para darle unidad y otorgarle una mente propia de la que esperaremos el mismo grado de conducta que esperaríamos de un ser humano real. Raskólnikov nos pondrá nerviosos con sus dudas sobre si declararse culpable por el asesinato de la vieja usurera, o nos reiremos pensando en lo patoso que es Don Quijote y lo poco que duraría en la época actual. Para nosotros —los lectores— serán personas con vidas propias y por tanto con toda la complejidad interior que ello conlleva. Y lo mismo le sucede a los escritores con sus propios personajes, solo que ellos, además, son los que escriben los acontecimientos que van a dictar sus vidas. Ah, pero no los tendrán tan bajo control como creen.

Si antes decíamos que la mente humana necesita etiquetar y dar sentido a todo cuanto la rodea, es por algo muy sencillo: somos bastante más limitaditos de lo que pensamos. Y esto incluye nuestra capacidad de imaginar situaciones futuras, pese a que sea una gran ventaja evolutiva de nuestra especie.

Otro ejemplo de estas limitaciones lo encontramos en lo que los franceses llaman l’esprit de l’escalier y que podríamos traducir por joder, tendría que haberle dicho esto. A quién no le ha pasado que ante un corte por parte de nuestro interlocutor nos hemos quedado embobados y hemos acabado diciendo lo primero que se nos ha ocurrido, normalmente quedando en evidencia y con la sensación de haber perdido esa pelea. Y cuando hemos seguido rumiando sobre esa situación, al cabo del tiempo y con la vuelta a la calma se nos ha ocurrido esa aguda respuesta que no encontramos en su momento. Esa idea es la que subyace al ingenio de la escalera. Y esa idea acaba siendo muy parecida a lo que les sucede a los escritores cuando sus personajes empiezan a tomar decisiones propias.

Simular una historia no es una tarea fácil. Tal vez sea una tarea asumible si nuestro relato tiene pocos personajes, escasas interacciones y contadas localizaciones, pero cuando todas estas variables aumentan la cosa se complica. Pongamos el ejemplo del esquema de relaciones entre los personajes de El Conde de Montecristo:

(Click para ampliar). Imagen: Wikicommons (CC).

(Click para ampliar). Imagen: Wikicommons (CC).

Tal como podemos ver, tal cantidad de información es difícil de gestionar aunque sea con ayuda de libretas, esquemas o software especializado. Ni con esos soportes podemos asegurar que el resultado sea satisfactorio. ¿Por qué es tan difícil lograr controlar el flujo de la historia? Tal vez la pregunta habría que hacérsela a un meteorólogo.

Quién no se ha mosqueado cuando el hombre del tiempo ha dicho que iba a hacer un sol de justicia durante todo el fin de semana y ha acabado lloviendo. Miles de personas ilusionadas con ir a la playa y el único remojón que han tenido lo han sufrido al salir de la puerta de casa. La meteorología es una ciencia compleja que tiene que lidiar a diario con multitud de datos relacionados entre sí y que no siguen una tendencia única: presiones, temperaturas, humedad… Cantidad de variables que se influyen entre ellas para dar lugar a un día soleado o, por lo contrario, a una tormenta de proporciones bíblicas.

Los meteorólogos han avanzado muchísimo en su ámbito de trabajo pero si algo tienen claro es que un sistema complejo no se puede tomar a la ligera. En la península estaremos acostumbrados a escuchar eso de que vamos a sufrir una ola de calor debida a la llegada de vientos africanos. Si cambiamos «ola de calor» por «tormenta» y «vientos africanos» por «aleteo de mariposa», tal vez comprendamos que predecir el tiempo acaba siendo algo bastante caótico.

Y esto es precisamente lo que sucede en la mente de un escritor durante la gestación de su obra. El universo que está creando es, como el tiempo meteorológico (o una sociedad, o el mercado de valores), un sistema complejo con múltiples variables interdependientes: personajes, acontecimientos, lugares, épocas. Imaginar todas las relaciones posibles entre ellas no es fácil, y menos si hacemos que el tiempo transcurra a lo largo de nuestra historia. Los personajes se conocerán, andarán por el mundo de la narración y llevarán sus vidas en función de lo que dicten sus personalidades, lo que generará multitud de acontecimientos en la sombra que podremos o no contemplar pero que desde luego serán inabarcables en una primera sentada con nuestra obra.

Esta limitación de nuestro cerebro será la que finalmente nos produzca esa sensación de que el personaje hace algo que no estaba previsto. La idea pudo ser buena y estar sustentada por la trama inicial, pero cuando llegamos a ese punto, habiendo escrito todo hasta el momento actual, esa especie d’esprit d’escalier surge y toma las riendas de nuestro personaje para decir «no, esta opción es mucho mejor». En conclusión, el personaje tendrá una mente propia porque se la habremos imaginado, y libre albedrío para cambiar los acontecimientos porque iremos procesando de forma continua toda la información del relato durante su redacción. Oye, pues va a resultar que el trabajo de escritor no es tan solitario como dicen…

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Manuscrito encontrado en Zaragoza: el origen de la extrañeza

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Miniatura del Libro de horas de Aussem. Imagen: Museo Walters (DP).

Ad calculum periculum bonum.
Bueno para predecir los riesgos.

En julio de 1989, Bruce Sterling publicó un artículo en el número 5 de la revista SF Eye donde decía: «[…] es un tipo de literatura que sencillamente te hace sentir muy extraño; la forma en que vivir en el siglo XX te hace sentir, si eres una persona con una cierta sensibilidad». El escritor americano empleaba esa frase para definir un género literario al que llamó slipstream. De alguna manera, el slipstream englobaría todas esas narraciones que no se adscribían de manera precisa a un género, sino que se alimentaban de varios —o de todos—, disolviendo en el camino los límites que pudiesen diferenciarlos. No es fantasía ni ciencia ficción ni novela negra ni ficción convencional, sino que se sitúa en un paisaje construido en el conjunto intersección de todo lo demás. Un paisaje exótico.

En el borroso cajón del slipstream se fueron colocando obras y autores que acabarían conformando el panteón contemporáneo de la denominada «literatura de género»: Michael Chabon, Scarlett Thomas, Neil Gaiman, Octavia Butler, China Miéville o Jeff VanderMeer. Lo cierto es que ninguno de estos escritores se cuelga voluntariamente la etiqueta del slipstream, posiblemente por lo vasto de su interpretación. Es más, VanderMeer está considerado como punta de lanza del New Weird, una suerte de recuperación del tema y los tonos de la weird fiction: la ficción extraña. Sin embargo, si atendemos a la descripción que el crítico  S.T. Joshi hizo en 1990 en su ensayo The Weird Tale, se diría que ambos géneros se solapan si es que no son el mismo: «Los relatos weird mezclan con frecuencia lo sobrenatural, lo mítico e incluso lo científico. Muchos de los autores que abrazaron el género, a menudo publicaron sus obras en revistas literarias convencionales […]».  

Aunque las definiciones tienen apenas veinticinco años, el género no es precisamente reciente. El weird se remonta a los magacines pulp que llenaban los quioscos de la América de los años treinta y cuyos principales estandartes fueron Robert E. Howard, Edgar Rice Burroughs y H. P. Lovecraft. En cuanto al slipstream, el propio Bruce Sterling incluye a autores como Thomas Pynchon, Kurt Vonnegut, Toni Morrison, Isabel Allende, Gabriel García Márquez, David Foster Wallace, Paul Auster o Norman Mailer, generando así una lista que abarcaría la mejor literatura de medio siglo XX.

Pero las cosas empezaron antes. Todo empezó hace más de doscientos años. Porque el weird, el slipstream y, en definitiva, la literatura fantástica contemporánea comenzó con Manuscrito encontrado en Zaragoza.

Advertí de pronto, amontonados en el suelo, en un rincón, varios cuadernos. Se me ocurrió mirarlos: era un manuscrito en español, lengua que conozco poco, pero no tan poco, sin embargo, para no comprender que aquel libro podía divertirme: trataba de bandidos, de aparecidos, de cabalistas, y nada más adecuado que la lectura de una novela extravagante para distraerme de las fatigas de la campaña.

LB00309001_primera_rgb_altaEscrito en los últimos años del siglo XVIII por el conde Jan Potocki, viajero, historiador, dramaturgo y novelista polaco, y publicada entre 1804 y 1815, Manuscrito encontrado en Zaragoza cuenta la historia de un oficial polaco (sosias del propio Potocki) que, batallando a las órdenes de los franceses en pleno sitio de Zaragoza, encuentra un manuscrito. El oficial es tomado prisionero por los españoles pero no desprovisto del manuscrito, pues este narra la historia, acaecida casi un siglo antes, del noble Alfonso van Worden, a la sazón pariente —quizá abuelo— del militar que le ha capturado. La historia de Alfonso van Worden, capitán de la guardia valona a servicio de Felipe V, se desarrolla en el viaje que dicho noble debe hacer desde Andalucía hasta Madrid, atravesando Sierra Morena. En el trayecto, van Worden se topará con las hermanas Emina y Zebedea, que le contarán la historia de su fe islámica secreta y que, además, son primas del mismo van Worden. Lo cual desembocará en la historia del padre de van Worden, pendenciero noble francés, que contrajo un insólito matrimonio con una mujer aparecida de la nada en medio de Sierra Morena. Esta historia la cuenta van Worden a un ermitaño, amo del endemoniado Pacheco, quien a su vez le cuenta la historia de cómo paso de ser un noble español a terminar con los espasmos propios de la posesión diabólica. Lo cual acaba entroncando con la historia de los dos ahorcados, hermanos del bandolero Soto, que cuelgan en medio del páramo como una bandera ominosa. Lo cual a su vez va generando una serie continua de historias dentro de otras historias dentro de cuentos dentro de leyendas.

Porque claro, realmente ningún género literario es verdaderamente nuevo, y esta estructura de relato enmarcado bebe de Las mil y una noches e incluso del Decamerón de Bocaccio, de quien también toma ciertas licencias eróticas como la relación lésbica-incestuosa entre las dos jóvenes hermanas. De igual manera, se suele incluir a Manuscrito encontrado en Zaragoza dentro de la literatura gótica. Sin embargo, lo que diferencia a la novela de Potocki de sus coetáneos relatos de fantasmas es la sensación de extrañeza constante y contemporánea, precisamente por desarrollarse en un territorio bien conocido incluso en la época de su publicación.

Esta elevada cadena que separa Andalucía de la Mancha no estaba entonces habitada sino por contrabandistas, por bandidos, y por algunos gitanos que tenían fama de comer a los viajeros que habían asesinado. De allí el refrán español: devoran a los hombres las gitanas de Sierra Morena.

Lo que provoca más extrañeza de la narración es que no transcurre en el lejano Oriente ni en los oscuros Cárpatos, sino en España. Pues Potocki sentía tal fascinación por los mitos de nuestro país que lo convirtió en un espacio misterioso y extraordinario. Y por eso, Manuscrito encontrado en Zaragoza es una novela inusualmente cercana a la contemporaneidad. ¿No es esa Sierra Morena tan cotidiana y a la vez tan exótica como el Macondo de García Márquez? ¿No son sus riscos y sus pedregales tan intrincados como la Hiperbórea por donde Conan desfacía entuertos a espadazo limpio (y cuya adaptación cinematográfica, por cierto, se rodó también en España)? ¿No es la Venta Quemada, portal de visiones y hechos sobrenaturales, un lugar tan fuera del tiempo como el Muro del Stardust de Gaiman? ¿No se comportan los endemoniados como los enloquecidos lectores del Necronomicón? ¿No son los fantasmas que flotan entre encinas y ahorcados tan incomprensibles como las criaturas que pululan por el Área X de VanderMeer?

Sí. Y mucho más. Porque si decidimos seguir a Alfonso van Worden como Alicia siguió al conejo blanco, acabaremos en un entretejido de cuentos y relatos que se mezclan y se solapan; y nos encontraremos con cultos iniciáticos, conspiraciones, cábalas, jeques y princesas moras, contrabandistas, ladrones, jefes de tribus gitanas, nobles y lacayos. Y cuando giremos la última página y miremos a nuestro alrededor, nos daremos cuenta de que la extrañeza que nos rodea no es exclusiva del siglo XX ni del XXI. Las cosas eran mucho más raras hace doscientos años.

Manuscrito encontrado en Zaragoza está incluido en el pack de nuestro Jot Down 14.

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A que te suelto una hostia

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Duelo a garrotazos o La riña, de Francisco de Goya.

Pocos gestos hay tan honestos, puros y civilizados como soltar una hostia. Sin advertencias ni miramientos. Pertenece a esa clase de actos excepcionales que le proporcionan a uno —el que pega— la satisfacción del deber cumplido. Como salir a correr a las seis de la mañana, cenar una ensaladita de apio o incluso no salir a correr a las seis de la mañana.

A veces no queda otro remedio. Hay disputas irresolubles en las que el guantazo es el único desenlace aceptable. La única posibilidad de dirimir una controversia inagotable de un modo educado y elegante. Hay algo litúrgico en ello. Casi sacramental. Una vez descartados el entendimiento y la rendición, la conclusión de una polémica sin fin pasa necesariamente por propinar a nuestro interlocutor un puñetazo espléndido e irrefutable. Solo así se pueden evitar ofensas innecesarias fruto de la desesperación. Cualquier otra opción sería propia de bárbaros.

Por eso Mario Vargas Llosa atizó con generosidad a Gabriel García Márquez en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México el 12 de febrero de 1976. Para solucionar sus desavenencias como caballeros, sin insultos ni voceríos. Ambos autores asistían ese día al estreno de la película La odisea en los Andes, cuyo guion había escrito Vargas Llosa. En cuanto este accedió al edificio, García Márquez se le acercó con los brazos abiertos y felices y exclamó: «¡Hermanito!». Dos segundos más tarde estaba en el suelo. «¡Esto por lo que le dijiste a Patricia!», aclaró el peruano henchido de superioridad. Como si un derechazo necesitase alguna vez de justificación. Nunca más se volvieron a dirigir la palabra.

Al parecer, a principios de ese mismo año, García Márquez se había ofrecido para llevar al aeropuerto a Patricia, la esposa de Mario, en la mañana posterior a una cena organizada por Carmen Balcells en Barcelona. De camino a El Prat, voluntaria o involuntariamente, el escritor tomó una carretera equivocada, provocando que su pasajera perdiese el vuelo a Lima, donde la esperaba su marido. Cuenta el biógrafo Gerald Martin que Márquez, lejos de desanimarse, propuso entonces a Patricia aprovechar el tiempo montándose ellos dos su propia fiesta privada. Una versión que coincide con las declaraciones del periodista Plinio Apuleyo, amigo del colombiano, quien, sin entrar en detalles, habló de una posible insinuación desafortunada. Escasas semanas después, Vargas Llosa le estaba partiendo la cara a su colega a modo de reproche. Una reacción sensata, gentil, propia de dos futuros ganadores del Premio Nobel que lo último que harían en semejante situación es ponerse a discutir como salvajes. Asunto zanjado.

Salvo en contadas excepciones, soltar una buena hostia es un acto de coherencia. De integridad. A veces constituye una respuesta tan instantánea y elemental, tan hundida en nuestros instintos, que resulta irreprochable. Participa, además, de cierta belleza primitiva e inmaculada, impermeable al paso de los siglos. La contracción furiosa de los músculos del brazo. El latigazo que abre el aire en canal. El impacto contra la carne y los huesos, que se estremecen y devuelven un sonido doloroso y escalofriante. Casi se adivina en todo ello el cincel meticuloso de Miguel Ángel.

Porque una hostia se suelta o no se suelta, pero no admite el medio tiempo. Ya sea para poner fin a un enfrentamiento irreconciliable, ya sea para iniciarlo. Como les sucedió a Jack White, miembro de los hoy extintos The White Stripes, y a Jason Stollsteimer, líder de la también desaparecida banda de garage The Von Bondies. Su relación era fantástica. Ambos grupos se habían formado en 1997, pertenecían a la misma escena musical, la de la ciudad de Detroit, White había producido el primer disco de Stollsteimer, sus bandas tocaban juntas, etcétera. Todo lo que se puede esperar de dos músicos que son buenos amigos. Un día, en el año 2003, durante un concierto del grupo de country rock Blanche en el club Magic Stick del Majestic Theater de Detroit, White localizó a Stollsteimer entre el público y, sin mediar palabra, se acercó a él y le soltó una hostia. Un puñetazo poderoso. De los que duelen en el pómulo pero sobre todo en el orgullo. Curiosamente, desde ese día Stollsteimer no quiere saber nada de él. Pronto corrió el rumor de que Jack White se había acreditado injustamente como único productor del disco de los Von Bondies, que reivindicaban su cuota de participación. Cuando le preguntaron a White por qué había propinado un guantazo semejante a Stollsteimer, contestó que había sido en defensa propia. Se abalanzó de repente sobre Jason y le dejó un ojo morado en legítima defensa. Lo cierto es que no se me ocurre un argumento mejor. Al fin y al cabo, hay muchas formas de hallarse acorralado por un rival. Incluso cuando este ni siquiera te ha visto y tú estás paseando a tus anchas por una sala de conciertos.

Que se lo digan, si no, al pobre Jesús Gil y Gil, que en marzo del año 1996 se sintió tan acosado por José María Caneda, presidente del Compostela, que tuvo que soltarle una hostia desinteresada al gerente de su club, José González Fidalgo, que pasaba por allí. Todo sucedió a las puertas del edificio de la Liga de Fútbol Profesional, en el marco de una conversación que, a base de un solo golpe, ha pasado a la historia. «Eres un chorizo», observó amablemente Jesús Gil, comentando la similitud del presidente con un embutido o quizá insinuando su presunto amor por lo ajeno. Ambas opciones, en cualquier caso, eran posibles. Fidalgo, a quien por alguna razón molestó el análisis de Gil y Gil, aportó entonces un dato inesperado: «Y tú un hijo de puta», aclaró como si aquello resolviese de algún modo el asunto del chorizo. El presidente del Atlético de Madrid cerró entonces su puño y, exclamando que su contendiente había faltado a los votantes de Marbella, un hecho que justificaba cualquier represalia, le pegó con todo el populismo en la cara. Caneda, que caminaba unos metros por delante, se revolvió en el acto para defender a su gerente, pero este, todavía con las gafas y la honra torcidas, se levantó, sujetó a su jefe y, abundando en el dato que había aportado a la conversación, en el que parecía especialmente interesado, le dijo: «Quieto, presi, joder, que es un hijo de puta el que está aquí, hostia». El debate se perdió entre el gentío mientras los protagonistas accedían por las escaleras al piso superior del edificio, describiéndose los unos a los otros como «calamidad» y «montón de mierda». Un espectáculo cerril que no se habría producido si Jesús Gil hubiese sido un caballero y hubiese cerrado la cuestión con un mamporro definitivo.

Llaman la atención las diferentes formas que puede adoptar el hostiazo, todas ellas válidas y legítimas. La de Gil estuvo a escasos centímetros de ser más un coscorrón que un puñetazo, comparable al que José María Ruiz-Mateos le propinó a Miguel Boyer en el vestíbulo de los juzgados de Madrid en 1989 a la voz de «que te pego, leche». Sin embargo, reducidas a lo esencial, las distintas formas de soltar una hostia se resumen en dos: a mano abierta o con el puño cerrado. La primera consiste en la célebre bofetada o, si el brazo ha sido bien armado, el célebre bofetón. La segunda es el conocido puñetazo que, aun siendo menos teatral que la bofetada, acostumbra a ser más directo y eficaz.

Quizá la bofetada más famosa de la historia es la que Glenn Ford le sacudió a Rita Hayworth en Gilda, justo después de que esta sedujese al mundo entero con un acto tan sencillo y cotidiano como quitarse un guante. Al pedir algún voluntario para subir al escenario y terminar de desvestirla, Johnny Farrell, el personaje de Ford, se enfada con Gilda y le pega un bofetón. Una reacción deleznable que, tratándose de alguien llamado Johnny Farrell, cualquiera podría haber previsto. Con ese nombre, qué otra cosa se puede hacer en la vida que ser un triste matón.

El puñetazo, sin embargo, es para toda clase de nombres. Se llame uno como se llame. Incluso si se llama Charlie Watts y su puño aterriza en la cara de Mick Jagger. Si la de García Márquez y Vargas Llosa es la hostia más famosa de la literatura, la de Watts y Jagger es la hostia más famosa del rock and roll. Asumiendo que ambas cosas, literatura y rock and roll, sean distintas. La historia recuerda dos versiones diferentes. En una de ellas, la que Keith Richards cuenta en su biografía Life, los Rolling Stones acababan de dar un concierto y, por no faltar a la tradición, se encontraban en la suite de un hotel participando en una orgía. Una orgía normal y corriente. Una orgía de diario. Casi de trámite. Nada especial. Llegada la madrugada, Watts se aburrió de tanta fornicación rutinaria y se marchó a su habitación a dormir, pero, al cabo de un rato, Jagger levantó el teléfono y lo despertó, molesto por su ausencia. «¿Dónde está mi pequeño batería?», le preguntó con socarronería. Minutos después, Charlie entró en la suite y le soltó una hostia en do menor que lo mandó directo a la alfombra. «Yo no soy tu pequeño batería —aclaró el músico—. Tú eres mi maldito cantante». Ni rastro de egos.

Más verosímil parece la crónica de lo sucedido que narra en Under Their Thumb Bill German, editor del boletín oficial de noticias de la banda y compañero de gira durante casi veinte años. Según su versión, durante una reunión en Ámsterdam en la que los Stones decidían si el grupo ponía o no fin a su andadura, Jagger interrumpió a Watts en el momento en el que este daba su opinión y dijo: «Nada de esto debería importarte, tú eres solo mi batería». Esa misma noche, ya en el hotel, Charlie bajó a la habitación de Jagger y llamó a la puerta. Cuando el cantante abrió, el batería le pegó un soberbio puñetazo en la mandíbula. De regreso a su habitación se cruzó con Richards, que le preguntó de dónde venía. «De golpear a Mick Jagger en la cara», contestó. Y continuó su camino hacia la leyenda. Y hacia su habitación.

Las hostias que han abierto y cerrado polémicas en el mundo de la música, el cine, la literatura, el fútbol o la política son innumerables. En la editorial Alfred A. Knopf, Inc., fundada en 1915 por Alfred A. Knopf y actualmente conocida como Knopf Doubleday, todavía recuerdan los torpes puñetazos que intercambiaron Dashiell Hammet y William Faulkner en sus oficinas a propósito de una discusión bañada en alcohol que se inició allí mismo y terminó en trifulca. Famosas son también las hostias entre los hermanos Gallagher, capaces de levantar el imperio de Oasis sobre el mismo montón de recriminaciones adolescentes en el que años después se desmoronaría. O los tortazos entre Leonardo DiCaprio y Quentin Tarantino en el rodaje de Django desencadenado, que contribuyeron a aumentar la fama de caprichoso e insubordinado del actor. La hostia inminente que Francisco de Goya interrumpe y detiene en el cuadro La riña o Duelo a garrotazos es todo un ejemplo de cómo el arte ha sabido reflejar el valor de un buen porrazo. Un instante que Roy Lichtenstein parece querer liberar en el cuadro Sweet Dreams Baby en el año 1965, permitiendo que el puño vencedor llegue a su destino y golpee al fin la cara del vencido.

Habrá quien opine de otro modo. Quien no sepa apreciar la belleza que se captura en un hostiazo. Habrá quien les diga que es una barbaridad golpear a alguien para finalizar una discusión. Gente que cree que prolongar eternamente la discordia y acabar amenazándose, saboteándose o faltándose al respeto son opciones más civilizadas. No les hagan caso. Esos necios no se percatan de que la nuestra es una sociedad lo bastante evolucionada como para que dos individuos solventen sus problemas de un bofetón sin ser sospechosos de perpetuar conductas primitivas. ¿En qué siglo estamos que todavía no podemos arreglar las cosas a tortas sin que a algún troglodita le parezca inadecuado? ¿En el XX?

La hostia es sincera, natural y considerada. No hay en ella hipocresía ni dobles intenciones. Si te sueltan una hostia, te la han soltado. Y punto. No hay margen para la interpretación. Nadie piensa: «Me han pegado una hostia, ¿qué me habrán querido decir?». Al contrario. Incluso en el caso de Jack White había una buena razón. No te han pegado un tortazo; has ganado un amigo. O un enemigo, pero con todas las de la ley. Nada de medias tintas.

Y si alguna vez le explican ustedes a alguien las bondades del guantazo y su interlocutor es tan obtuso como para no reconocer que están en lo cierto, pónganse de pie y díganle en voz bien alta: «A que te suelto una hostia». Verán qué rápido entra en razón. Mano de santo. Y bien abierta, además. Hagan la prueba.

Sweet Dreams Baby, de Roy Lichtenstein.

Ocho días encerrado en Venezuela

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Carretera que lleva a Caracas desde el aeropuerto Simón Bolívar. Foto:Jorge Silva / Cordon.

17 de octubre, lunes

El vuelo UX071 a Caracas va casi lleno. A mi lado, en la fila 15, se sienta Beto. Es portugués y vive en Euskadi. Nos presentamos. Le pregunto si ha ido muchas veces a Venezuela. Hace un gesto con los dedos de la mano derecha, uniendo y separando las puntas, y dice que «un montón». Cuando admito que en mi caso es la primera, considera que me será de provecho saber que la corrupción empieza en el aeropuerto, con la policía. «En mi primer viaje, me pusieron la maleta patas arriba. Tomaban la ropa, o los enseres, y meneaban la cabeza, o chasqueaban la lengua, como si aquí las camisas a cuadros o el desodorante estuviesen prohibidos. Me dejé treinta dólares en mordidas». Se quedó un rato pensando, colgado de la última frase, hasta que me tocó un brazo y añadió con gravedad: «No salgas mucho del hotel».

Me pregunta qué voy «a pintar» yo a Venezuela. «A trabajar», digo, por decir algo. «¿A qué te dedicas?». Lo pienso un poco, y al final confieso que soy escritor, y que me han invitado a la Feria del Libro de la Universidad de Carabobo (FILUC). «¿Escritor? ¿Escribes libros?». Asiento con escasa convicción. «¿Y qué clase de libros?». No lo sé. No escribo una clase de libros. Explicarlo me llevaría tiempo, así que prefiero mentir y suelto que escribo novela de terror; qué más da. Cuando estoy a punto de precisar —lanzando otra mentira— que también cultivo la poesía, se vuelve hacia mí, no muy serio, pero tampoco muy en broma, y afirma: «Yo no soy mucho de leer, ¿sabes?». Asiento otra vez.

Para no enredar la conversación, después le pregunto a qué se dedica él. «Al petróleo», dice engordando la voz. Me quedo en silencio, adivinando si será un magnate, un químico, un geólogo, un sismólogo, un ingeniero, un economista o tal vez uno de esos trabajadores de las plataformas petrolíferas, destinados al área de servicios, como un panadero o un lavandero. Lo miro de reojo, por si pudiese obtener alguna pista a partir de su aspecto.

***

Después de una hora de vuelo, se queja amargamente de que no haya pantallas en el avión para ver alguna película. «Si las quitan, se ahorran muchos kilos de cable, y al ahorrar peso, en aviación se ahorra mucho combustible. Esto es un negocio», explica. Su razonamiento recibe un espaldarazo cuando la tripulación empieza a ofrecer iPad a diez euros, cargados con una amplia videoteca. «¿Ves lo que te decía? Un asqueroso negocio». A los dos minutos, cuando el carrito con la tablet pasa a nuestro lado, Beto le toca un codo a una azafata: «¿Me da una, por favor?». Se pone los auriculares y se aísla. Yo aprovecho para empezar a leer Las chicas, de Emma Cline.

***

Un par de filas más adelante se sienta un joven con un ordenador encima de las piernas. Trabaja con un programa musical. De regreso del baño, un señor gordo, de bigote, con la cremallera del pantalón abierta, siente curiosidad, y se detiene ante él. Le pregunta qué hace. «Edito música». «Oh, excelente. Yo soy trompetista en una pequeña orquesta. En mis tiempos no existía nada de esto», asegura, como si estos ya no fuesen sus tiempos. El joven le explica que el programa que emplea dispone de herramientas para editar trabajos ya terminados y mezclados en una sola pista de audio, así como también recortar sonidos, limpiar grabaciones, hacer la masterización final de las producciones… El trompetista lo mira con cara de pena. Me fijo en que tiene algo de caspa, y me cae simpático. La caspa es uno de esos vagos defectos en franca decadencia, lo que los vuelve casi una virtud.

***

Aterrizamos en Caracas sin apenas retraso. Tardo una hora y cuarto en recuperar mi maleta. Ya intuyo que los acontecimientos en Venezuela están empujados por la parsimonia. Al traspasar la aduana me abordan varios hombres, que me ofrecen taxis, teléfonos, bolívares… Cuando localizo al conductor de la Embajada de España, que sostiene un cartel con el escudo nacional, nos dirigimos al aparcamiento. Son las ocho de la tarde y el calor desprende un olor salvaje. Apenas hay alumbrado. Me acomodo en el asiento trasero. La noche es hostil y, desde el interior del coche, gélida. Me sorprende la cantidad de coches que circulan sin luces, y cómo los motoristas hablan entre sí, de moto a moto. En los arcenes de la autopista se acumulan los vehículos averiados, que aparecen de repente, de la nada, sin señalización.

***

Al llegar al hotel pregunto por Manuel Vilas, que también está alojado en el Pestana. Quedamos para cenar. Él regresa a Estados Unidos a la mañana siguiente, temprano; no podrá trasnochar. Manuel, Gabi Martínez y yo somos los tres autores españoles invitados a la FILUC. Me parece entender que Gabi se fue ya hace un par de días. Después de participar en la feria, se adentró en el corazón del país en busca de un mamífero llamado danta. Dice Vilas que no lo avistó. Es la primera vez que oigo hablar de una danta. Cuando la busco en Google, su aspecto me recuerda al jabalí, pero también al oso hormiguero. Leo que la danta andina, propia de Venezuela, es un mamífero «posiblemente extinto», lo que convierte el empeño de Gabi en más titánico todavía.

Vilas siempre transmite calma y felicidad, y es afilado en sus juicios. Me da tres consejos: báñate en la piscina que hay en la azotea, prueba el postre Tres leches, bebe zumos, son buenísimos. Hablamos de Venezuela, de su inseguridad, de los problemas de abastecimiento, de la inflación, pero también de su poesía. Este es un país de poetas, fundamentalmente. Primero los poetas, después los cuentistas y a continuación los novelistas. Comentamos la decisión de la Academia sueca de premiar con el Nobel de Literatura a Bob Dylan. Está encantado. Aunque es sabido que Vilas es de Lou Reed. Su nuevo libro tratará su figura. Recién llegado a Venezuela, se subió a un taxi que puso la radio y escuchó que Dylan era el nuevo premio Nobel. «Me alegra todo lo que sea quitar solemnidad a la literatura». Cree que, en el fondo, «Dylan es el autor de la gran novela americana», pero sin necesidad de llenar mil páginas.

Después de cenar nos despedimos. No tomamos ni una copa. Estamos fuera de forma. Al día siguiente, él se levanta a las cuatro de la mañana, rumbo a Iowa (EE. UU.), donde pasa varias temporadas al año, y la vida es tan tranquila que casi se pueden escuchar las palpitaciones del tiempo.

18 de octubre, martes

Me despierto a las dos de la madrugada y no vuelvo a pegar ojo. Al principio, cuando consulto el teléfono, creo que he dormido hasta las ocho de la mañana, y me siento feliz. Pero simplemente me olvidé de atrasarlo seis horas, según el huso horario de Venezuela. Mi felicidad y la mañana se esfuman de golpe, sin un chasquido. El jet lag me va a durar varios días. Hago tiempo escuchando podcasts, leyendo, e imitando a alguien que intenta dormir, aunque sabe que es imposible. A las siete bajo a desayunar. Lo hago a lo bestia, por si acaso. No sé cuál es el «acaso». Digamos que por si acaso el acaso. Subo a la azotea, en el piso 18, a cumplir con el consejo de Vilas. Las vistas son espectaculares. Se ve el cerro Ávila. Días atrás busqué información sobre el Pestana, y leí que en mayo los trabajadores del hotel localizaron el cadáver de un hombre de cuarenta y tres años que trabajaba para la filial gasística de Petróleos de Venezuela S. A. «Estaba amordazado y tenía una herida punzocortante», decía el diario El Nacional. Al leerlo, pensé que las recomendaciones de no salir del hotel que me hacía todo el mundo se quedaban cortas.

***

Permanezco toda la mañana en la habitación, escribiendo una columna con un ladrillo en la cabeza, y espiando cada poco por la ventana. Justo enfrente hay un centro comercial. A primera hora se forman largas colas para entrar.  

***

A media tarde me recogen para conducirme al Centro Cultural Chacao. Llama la atención que haya tantos coches con los cristales oscuros. Cada moto pasando a toda velocidad entre los coches es un grito en la oscuridad que solo oigo yo. El tráfico de Caracas es lento y anárquico. No entiendo por qué no se registran colisiones a todas horas, con decenas de heridos. «Aquí vamos temiéndonos todo el tiempo lo peor de los otros conductores, por eso hay pocos accidentes; estamos siempre alerta», dice mi conductor, que me mira con una gran sonrisa a través del retrovisor, mientras se salta un semáforo en rojo y, en efecto, no sucede absolutamente nada.

Me presentan a Óscar Marcano. Vamos a dialogar sobre las dificultades de un escritor para ser simplemente un escritor, y de cómo a veces su trabajo consiste en no escribir en absoluto, y observar el mundo con las manos en los bolsillos. Marcano es autor de dos libros que en Venezuela son dos instituciones. Uno es Solo quiero que amanezca, conjunto de relatos que recibieron en su día el Premio Jorge Luis Borges, y otro la novela Puntos de sutura. De ambos me regala un ejemplar dedicado.

En un momento de su intervención confiesa que de niño, y sin referentes, «mi verdadera vocación era ser un homeless». Algo inexplicable lo atraía a esa vida. «Quería convertirme, de mayor, en uno de esos menesterosos, sin nada a cuestas, que veía deambular por las calles. Cuando nos reuníamos de chicos y alguno decía que quería ser astronauta, médico, aviador o lo que fuese, pocas veces tuve la valentía de revelar mi verdadera vocación». El fin de esta historia se lo dio Borges en El libro de los seres imaginarios (1967): «Hay en la tierra, y hubo siempre, treinta y seis hombres rectos cuya misión es justificar el mundo ante Dios. Son los Lamed Wufniks. No se conocen entre sí y son muy pobres. Si un hombre llega al conocimiento de que es un Lamed Wufnik muere inmediatamente y hay otro, acaso en otra región del planeta, que toma su lugar. Constituyen, sin sospecharlo, los secretos pilares del universo. Si no fuera por ellos, Dios aniquilaría al género humano. Son nuestros salvadores y no lo saben».

Marcano es también un destacado periodista. Nos cuenta que en una de las últimas reuniones de la Fundación Gabriel García Márquez para el Nuevo Periodismo a la que acudió, en Colombia, Jon Lee Anderson le relató que en uno de sus viajes por África, para documentar un reportaje para The New Yorker, había sido testigo de algunas experiencias que finalmente no pudo incluir en el texto. Eran experiencias muy ilustrativas, que hacían el reportaje más revelador y terrible. Pero no pasaban el fact checking de la revista. «No era posible contrastarlas por alguien ajeno al propio Lee Anderson». 

***

Esta noche ceno con el consejero cultural de la embajada española, Bernabé Aguilar, y dos de sus colaboradoras, Melba y Patricia. Me hablan de la carestía que sufre Venezuela. Hay escasez de ciertos alimentos, que el país tiene que importar, y que resultan demasiado caros. En su caso, hacen grandes pedidos a El Corte Inglés que llegan por barco cada dos o tres meses.

Los relatos sobre la vida en Caracas remiten siempre a una modalidad de violencia, física o moral. Los tres han pasado por la experiencia de ser atracados en la calle. En un momento de la cena me refieren una historia estremecedora. Se trata de una leyenda urbana referida en varias crónicas, cuentos y alguna novela. Lo cual no quiere decir que no tenga un sustrato verídico o altamente verosímil. Arranca con una mujer de mediana edad subiéndose a un mototaxi. En una ciudad con tantos atascos la moto es una buena alternativa para sortearlos. A mitad de trayecto, se detienen ante un semáforo, y el taxista saca una pistola de la cintura, y con la punta golpea en la ventanilla del coche que tienen a su derecha. El conductor, que tal vez ya ha pasado por esto en otras ocasiones, baja el cristal y le entrega el teléfono móvil. Entonces, el semáforo se pone verde y el mototaxi reanuda la marcha. La pasajera saltaría de la moto, pero el miedo la paraliza. Está completamente aterrada. Se pregunta en qué momento el taxista la desvalijará a ella. Tal vez la mate. Y sin embargo la lleva a su destino. Cuando llega, y se baja, le tiemblan las piernas. El taxista se da cuenta, y la tranquiliza. «No se preocupe, señora. Son negocios diferentes».

Hace algunas semanas, el propio consejero cultural iba en un taxi, en el asiento trasero, cuando dos malandros detuvieron su moto a la par que el coche. «A uno de ellos le asomaba una tremenda pistola de la cintura del pantalón. Creo que quería que la viésemos». Le tocaron la ventanilla. Mantuvo la calma y bajó lentamente el cristal. Por dentro, se moría de miedo. Iba a entregarle su teléfono, y la cartera si era necesario, cuando el conductor de la moto le advirtió: «Señor, lleva la puerta mal cerrada».

Foto: Jorge Silva / Cordon.

19 de octubre, miércoles 

A las cuatro de la madrugada estoy en pie. La simple idea de intentar dormir me desespera. Leo Solo quiero que amanezca, de Óscar Marcano, de una sentada. Hay que tener cuidado por dónde sostienes los relatos porque cortan: sus personajes habitan en el fondo, y el lenguaje carece del mínimo aderezo, comparece desnudo. Por debajo, se adivinan Venezuela y sus males periódicos, cuando no hay nada en lo que creer. A las seis de la mañana, amanece.

Bajo a desayunar fuerte, otra vez por si acaso. El ascensor se detiene en todas las plantas, y se van incorporando más y más huéspedes. Algunos portan una acreditación al cuello. Hablan entre ellos, con camaradería. Uno joven calvo, con traje azul brillante, presume de que se acostó a las cinco y media de la mañana. Estas conversaciones siempre resultan familiares. Deduzco que hay un congreso en el hotel. Al salir al lobby, se confirma: hay un gran bullicio. Los participantes están recogiendo la documentación. Me fijo en un gran cartel, en el que se lee «I Congreso de Ventilación, Aire Acondicionado y Refrigeración». Husmeo en el dosier a disposición de los congresistas. El programa incluye dos días de trabajo con dieciséis ponencias técnicas, del tipo Análisis de Sistema Primario-Secundario para Aire Acondicionado por Agua Helada. Nuevas Tendencias; Eficiencia Energética en Supermercados con Controles Inteligentes; Situación Actual y Tendencias en Refrigerantes de Uso Habitual en Refrigeración Industrial y Comercial. Enfoque global; Fabricación de Hielo: Tipos de Equipos, Máquinas Industriales, Máquinas Autónomas, Tipos de Hielo, Refrigerantes; Presente y Futuro de los Refrigerantes. Momento para la Toma de Decisiones. Me abruma el uso de las mayúsculas. Es como mirar al sol directamente. Tienes que retirar la vista, o te quedas ciego.

***

A las diez de la mañana me recoge un conductor de la Universidad de Carabobo que debe llevarme a Valencia, a la Feria del Libro. En el asiento del acompañante viaja un misterioso anciano de pelo blanco, con un largo mechón recogido en una trenza. Parece un sabio con chaqueta y bigote que ha tenido la suerte de no quedarse calvo. Intuyo que le gusta viajar a lo grande porque lleva el asiento atrás del todo. Apenas tengo espacio para mis piernas. No abre la boca en todo el trayecto. Mejor, me digo. «¿No funcionan los cinturones de seguridad?», pregunto algo nervioso, después de probar el de un lado y el de otro. El conductor se vuelve fugazmente. «Ah, no», responde con indolencia, y antes de que yo tenga tiempo a preocuparme, añade: «Pero no creo que sean necesarios». El trayecto dura dos horas y media.

La experiencia de una autopista venezolana no se olvida. Resulta altamente recomendable si eres intrépido y crees que después de la muerte hay más vidas. Entre carriles, sobre la pintura, se sitúan los buhoneros, esperando a que se produzca un atasco y poder venderte algunos de sus dulces típicos. «¿Pero esta gente no muere atropellada de vez en cuando?», pregunto. El conductor hace un gesto con la mano, como indicando que son fantasmas, y que en realidad ya están muertos. No tardamos en caer en el primer atasco, y en el segundo, y así sucesivamente. Mi conductor saca un viejo Nokia y se entretiene jugando al Snake. Cuando reemprendemos la marcha, aprovecha para escribir un SMS. De vez en cuando, mira a la carretera. Yo espío el cuentakilómetros cada poco. Por si no estuviese ya bastante torturado, pone una música horrible. «Mejor así, ¿verdad?». Asiento. No hay color.

***

Parte de la autopista transcurre paralela a la línea de ferrocarril que iba a cruzar el país, y que nunca se terminó de construir. Se levantaron viaductos y gruesos pilares para los puentes, pero todo está abandonado. No hay vías, solo hormigón, y en las grietas del hormigón crecen los hierbajos.

***

Al llegar a Valencia me dejan directamente en las instalaciones de la feria con maleta y todo. Como es hora del almuerzo, me acompañan al comedor de invitados, y me sientan junto a Carlos Sandoval y Jonathan Bustamante. Sandoval es cronista, ensayista, profesor de Literatura en la Universidad Central de Venezuela, crítico literario, editor y onettiano. Bustamante es administrador en la editorial Madera Fina, en la que publican a Gonçalo M. Tavares, Santiago Gamboa o Rodrigo Blanco Calderón, entre otros autores.

«¿Qué tal el viaje?», pregunta Sandoval. «Emocionante». Deduce que eso equivale a «bien», y para que me haga una idea de qué sería mal, me cuenta que hace unos días se estrelló un camión en la autopista Francisco Fajardo, la arteria principal de Caracas. «Iba cargado con carne, y los conductores y pasajeros empezaron a pararse y a cargar la mercancía en sus carros, para aprovisionar sus neveras. Nadie se asomó a ver cómo se encontraba el camionero. Murió a las pocas horas dentro de la cabina. Este hecho sirve para hacerse una idea de cómo está hoy Venezuela».

La comida es frugal. Hablamos de literatura, de política, e incluso de un asunto absolutamente mundano, que mantiene a la organización de la feria en vilo, preocupada por uno de los poetas invitados, que desde que llegó el sábado todavía no ha visitado al cuarto de baño. «Son muchos días». Los cuento con los dedos de la mano, para asegurar, y coincido. «Muchos, sí». Se entiende la preocupación. Hacemos algunas bromas, no obstante.

Me presentan a Rosa María Tovar, la directora de la feria. Su afabilidad es proverbial. Casi la totalidad de los responsables de la feria son mujeres. Se desviven por los autores, que a su vez nos desvivimos por nosotros mismos.

***

Hago mi primer recorrido por el recinto de la feria, donde puedes ojear libros, pero también asistir a un programa de radio en directo, o comer algún plato típico de la zona. La gente es afable, muy cariñosa. No paramos de darnos besos. Es una buena pedagogía contra la violencia que se agolpa en el exterior, en las calles, fuera de la burbuja en la que vivo.

Apenas hay títulos extranjeros, salvo algunos enviados por Planeta o Alfaguara, y aquellos que consigas encontrar en los stands de libros usados. Un editor me explica que hace tiempo que la situación económica de Venezuela, y la debilidad de la moneda nacional, hacen casi imposible la entrada de literatura española. «El año pasado acudió Javier Cercas, que promocionaba El impostor, y el libro se vendía aquí a veinte mil bolívares, que es más del sueldo medio de los venezolanos. Naturalmente, el propio Cercas, con mucha sensatez, recomendaba que no comprásemos su libro».

***

Puesto que hoy no participo en ningún acto, pregunto si hay alguien que me lleve al hotel. Me instalan en la habitación 326. La wifi funciona estupendamente. Fuera de eso, en la habitación se registra toda una sinfonía de ruidos desesperantes, como el de la cisterna, que pierde agua continuamente, o el de la nevera, que ronronea sin fin. Cierro la llave de paso y desconecto el electrodoméstico, que solo contiene dos botellas de agua. Un escritor no necesita más. En parte, me alegro. Me acuerdo de Los autonautas de la cosmopista, de Julio Cortázar, donde cuenta que él y Carol Dunlop se detienen en uno de los hoteles de la autopista entre París y Marsella, y deciden darse un homenaje sacando dos botellitas de whisky del minibar. Cuando Julio bebe la suya, sabe que ha caído en una vieja trampa: un huésped anterior bebió el alcohol y rellenó la botella con orina.

***

A la hora de la cena me reencuentro con Sandoval y Bustamante. Me presentan a un veterano profesor de literatura francesa y a su mujer, poeta, que poco después sabré que es una antigua alumna. Cuando se van, Sandoval me explica que el profesor, especialista en Proust, después de jubilarse, escribió una novela titulada El viaje inefable. «Lo inefable es la propia novela». Sandoval es probablemente la persona que más sabe de literatura venezolana, y un crítico que no compadrea con nadie. Él también fue alumno del viejo profesor. Después de negarle su voto en el Premio de la Crítica a la mejor novela por Memorias de la esperanza, el autor estuvo dos años sin dirigirle la palabra. «Era una novela, claro, también inefable».

Sandoval y Bustamante cultivan el deprimente hábito de tomarse un café con leche después de cenar, muy despacio. Yo no puedo. Por la noche el café con leche me pone triste. Coincidimos en lo mal iluminado que está el hotel. No hay apenas luces que cuelguen del techo. En las habitaciones solo hay lámparas de pie o de mesa.

Hablamos de libros. No hay nada que se me ocurra mencionar que no haya leído Sandoval. Conversar con él es una delicia. Su sentido del humor —y esto es todavía más placentero— se encuentra a la altura de su cultura.

20 de octubre, jueves

Foto: Cordon.

Venezuela tiene la inflación más alta del mundo, la violencia campa por todas partes, y se registran grandes dificultades para adquirir bienes esenciales para la dieta. ¿Cómo lo sé, si vivo encerrado en una burbuja, y mis horas transcurren lentamente en el hotel, o en el recinto de la feria, o en el coche con los cristales tintados que me traslada? Lo sé porque todos los venezolanos con los que trato me cuentan lo mismo, y porque en el Guaparo Inn, en el que me alojo, el buffet del desayuno no oferta leche ni azúcar: hay que reclamárselos al personal, que tarda lo suficiente en traerlos como para quitarte las ganas de repetir. La mermelada está caducada desde hace dos meses. Me alerta un huésped cuando ve que la extiendo con entusiasmo en una tostada. «Señor, está vencida». Maldición. Me había hecho a la idea de darme otro homenaje. Por si acaso solo estuviese caducada la suya, espío el anverso. Sí, está caducada. Si el huésped no me estuviese observando, creo que la comería, pese a todo. ¿Quién se muere por tomar una mermelada caducada? Pero no me quita ojo. Me da vergüenza despreciar su advertencia. 

Enseguida aparecen Sanvodal y Bustamante, que comparten habitación para reducir gastos. Lo primero que hago es interesarme por el poeta. «¿Sabemos si ha ido ya al baño?». El profesor niega con la cabeza. Todo sigue igual. Lo peor es que su situación es vox populi. En la feria se habla de poesía, de cuentos, y de las dificultades del poeta. Para quitar dramatismo al caso, bromeo con un episodio de Los Soprano en el que uno de los capitanes fallece en el váter del Satriale’s, mientras hace esfuerzos ímprobos por cagar, después de una semana en el dique seco. S y J coinciden en que la anécdota es vagamente tranquilizadora.

***

Después del desayuno me siento a leer cerca de la piscina, pero no demasiado cerca. Cuando me doy cuenta me están devorando los mosquitos. Regreso precipitadamente a la habitación, donde dedico dos horas a reescribir la novela. A continuación, resumo en algunas notas lo que pretendo exponer en mi primera charla, dedicada a los lectores como protagonistas de las bibliotecas. Hablaré de un usuario de la biblioteca pública de Ourense que todos los días llega a la misma hora, atraviesa la sala de lectura, y extrae de una estantería el primer volumen de La riqueza de las naciones, de Adam Smith, en edición facsimilar. Toma asiento donde haya un hueco libre, y lee como un pervertido, oscuramente, durante tres minutos. Tres minutos. Solo tres minutos. Ni uno más ni uno menos. Tres minutos, digamos, de los breves. Y después se va. Así todos los días, las semanas, los meses.

El foro empieza a las tres. Son las tres y veinte y no hay nadie en el salón Yves Bonnefoy. Ni siquiera los ponentes. Gustavo Fernández, dicen, está tirado en la autopista, con el coche averiado. Hasta cierto punto, me parece normal: el parque móvil de Venezuela es una ruina. Hablaremos Virginia Riquelme, editora y profesora de la Universidad Central, donde en su día fue alumna de Sandoval, y yo. Antes de empezar, hablamos de literatura, pero enseguida de luz eléctrica y de cortes de agua. Virginia vive en una zona de Caracas especialmente antichavista, donde se suceden las interrupciones de la corriente eléctrica y los cortes en el suministro agua. Casi no sabe qué es ducharse bajo una alcachofa. La escasez la obliga a almacenar el agua en barriles. «El almacenamiento de agua, durante días o semanas, está detrás de enfermedades que ya creíamos erradicadas en Venezuela», cuenta Jonathan, que recuerda que también hay problemas serios para acceder a los medicamentos, por escasos y caros. «Yo tengo un niño de tres años y a veces no consigo pañales».

Al final se reúnen quince asistentes y damos comienzo a la charla. Riquelme relata que en 2008 visitó la casa del poeta José Emilio Pacheco en Ciudad de México. «Conocer su departamento cuenta como conocer su biblioteca, pues esta se desplegaba a lo alto y ancho de todas sus paredes; cada uno de los rincones de aquella morada amplia había sido adecuado para los libros de la biblioteca personal más imponente que he visto. A los lados de las escaleras y en cada pasillo había libros; el salón de estar era una gran biblioteca, una de sus habitaciones también (con libros en estanterías que cubrían sus paredes que atravesaban el espacio de punta a punta como si de una sala de biblioteca pública se tratara) y la promesa creíble y confesa de que en el propio cuarto donde dormían el poeta y su esposa había mucho más».

Revela que la biblioteca de su padre la componen dos estanterías que hacen esquina y forman una fortaleza. Con el tiempo aprendió que su padre tenía los libros organizados por países, es decir, según el origen del autor de cada volumen. «Entonces la fortaleza era también un mapamundi, coordenadas explícitas para saltar de una frontera a la otra con tan solo deslizar mi dedo por los lomos». La biblioteca dejó de ser, desde ese momento y para siempre, un lugar donde colocar libros. «La biblioteca es lugar de afectos, de memoria, pero sobre todo de orden, un orden arbitrario pero personal, sobre todo personal».

En el turno de preguntas y reflexiones ocurre algo verdaderamente pintoresco, cuando se levanta una señora de edad avanzada, cargada de collares, y dice que después de escucharme —justo acaba de decidirlo, anuncia— va a empezar a escribir un libro. Le aplaudo. Sandoval, que está presente, y la oye, me comenta al salir que la gente, por lo que se ve, ya no necesita leer libros para escribirlos. Eso exige mucho tiempo. «Tal vez un día, cuando sea una escritora de éxito, o una escritora a secas, le pregunten “¿Y usted qué ha leído, cuáles son sus referencias?”, y esa sonreirá y responderá: “Yo no leo. Yo escuché una vez una conferencia de Tallón y me bastó”».

Como empezamos con retraso, acabamos tarde, lo que me hace llegar impuntual a mi siguiente acto, una mesa redonda, en el salón Teresa de la Parra, sobre autores españoles. Formamos parte de ella José Napoleón Oropeza, Orlando Chirinos y yo. Cuando entro, advierto con alegría y preocupación, porque no he preparado nada, que la sala está llena. También advierto que Orlando Chirinos no se ha presentado. Nadie precisa la razón, así que adivino que su coche está destartalado y también se ha averiado. «¿Quién empieza?», pregunto. La moderadora, Jenifer Monsalvo, señala con el dedo hacia mí. «El señor Napoleón desea cerrar el acto», explica. Me parece bien, pues como no tengo gran cosa que decir, da igual en qué momento la diga.

Estudio a Napoleón, que acaricia un montón de folios grapados que bien podrían ser su intervención. Me pregunto si su apellido lo ha ayudado o lo ha perjudicado a lo largo de su vida. En las antípodas de su exhaustividad, saco una hojita que había rellenado con nombres de algunos escritores españoles, y me pongo a hablar de ellos. Son Josep Pla, Juan Marsé, Quim Monzó, Vila-Matas, Belén Gopegui, Lolita Bosch, Gabriel Tizón, Manuel Longares y Martín Gaite. Cuando me doy cuenta, han pasado veinte minutos y se me caen los mocos de lo alto que está el aire acondicionado.

Me muero de ganas por escuchar a Napoleón Oropesa, que además de poeta, novelista, ensayista, gestor cultural y profesor universitario, es «individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia de la Lengua Española», según el programa de mano de la FILUC. Lamentablemente, mi temor a que aquellos folios (¿quince, veinte?) fuesen su intervención, se confirman. Los recita con gran pasión. Su discurso, alrededor de san Juan de la Cruz y Federico García Lorca, se nos hace corto, y la vida larguísima. Habla de sí mismo en tercera persona. «José Napoleón Oropesa», dice cada poco, en referencia a alguien que conoce de saludarlo. No me da pena que acabe, sin embargo. Al finalizar, me reclama algún ejemplar de mis libros, pero no he traído. «¿Sabe dónde puedo comprar yo algún libro de José Napoleón Oropesa?», estoy a punto de preguntar, dejándome llevar también por la tercera persona.

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Nadie me pregunta por España. Supongo que carecer de Gobierno no es preocupante al lado de carecer de democracia.

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Las dificultades por las que atraviesa el país no impiden que en los recintos cerrados, como el de la feria, o en los hoteles, hagan ostentación de aire acondicionado. En las salas donde se celebran los coloquios es habitual ver a la gente con chaqueta. Fuera, la temperatura ronda los treinta grados, según el momento del día. A la que puedo, busco quien me lleve al hotel. De camino, Lorena me confiesa que unos meses se irá de Venezuela. Aquí da clases de educación en la Universidad de Carabobo, y en Denver (Estados Unidos), donde ya residen su madre y sus dos hermanos, tiene una oferta de trabajo en una escuela pública. Pasará de ganar cuarenta euros al mes, a ganar unos sesenta y siete mil al año. «No quiero irme; me gusta mi país, aquí están mis dos hijos, que estudian Medicina, mi marido, mis amigos. Pero tengo que irme. Podré enviarles dinero todos los meses, que les permitirá vivir con desahogo, y más tarde también ellos podrán venir conmigo», me cuenta. «La vida aquí es terrible». Hace algunos meses secuestraron a su hijo mayor, de veinte años. «Estaba acompañado por un amigo, sacando una bebida de una máquina. No era en una zona peligrosa, aunque aquí ya todas la son, y tampoco era de noche. Pero apareció un carro con tres hombres y los metieron dentro a punta de pistola. Les preguntaron dónde vivían, y qué medidas de seguridad había en su comunidad. Les pareció más fácil asaltar la casa del amigo de mi hijo, y allí se presentaron, amordazaron a su mamá y a sus hermanos, y saquearon todo lo que tenían de valor». A su hijo y a su amigo también se los llevaron, y los dejaron abandonados en un suburbio.

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En el hotel leo, reescribo y tengo un poco de hambre. Descubro que el servicio de limpieza ha conectado de nuevo la nevera. La desenchufo, y el silencio se pone en vertical, qué placer.

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A la hora de la cena, me reencuentro con Sandoval y Jonathan, y algunos autores. Ya se sabe que esta tarde el poder judicial ha paralizado el revocatorio contra Maduro. «Esto empieza a parecerse demasiado a una dictadura». El país está roto en dos partes, que ahora mismo parecen irreconciliables. Se odian. La grieta ha provocado enemistades entre familiares, amigos de toda la vida, compañeros de trabajo… El chavismo, minoría ya según todas las encuestas, abusa del control de las instituciones para atrasar la consulta que podría echar a Maduro del poder. Si consiguen frenarla varias semanas más, ya no tendrá como consecuencia, si triunfa, la convocatoria inmediata de nuevas elecciones.

Hablamos de libros y escritores.

21 de octubre, viernes

He soñado que morían todos los poetas y narradores hospedados en el hotel menos yo, que el día anterior tuve la precaución de no comer la mermelada caducada. Esta mañana, sin embargo, no sé privarme de ella. Estoy despierto desde las cinco, leyendo y reescribiendo, y bajo hambriento a desayunar.

En lo que es ya una enraizada tradición de varios días, me beso con autoras y organizadoras y estrecho manos con profesores, editores y poetas. Alguien dice que el día anterior el recital de Gabriela Rosas, que se sabe toda su poesía de memoria, dejó boquiabierto a todo el mundo. Yo la conocí en el ascensor del hotel, cuando nos retirábamos a dormir, o a jugar a dormir.

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El wifi no funciona desde la noche anterior. En recepción lo atribuyen a un fallo del servidor. Un poeta proporciona una interpretación más sutil. «El Gobierno no quiere que las redes sociales se incendien después de que los jueces afines al régimen suspendiesen el revocatorio a Maduro», dice.

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Sandoval me cuenta que hace algunos años vivió en Madrid, en la calle Doctor Esquerdo 71, mientras desarrollaba una investigación becado por la Universidad Central de Venezuela. En realidad, se mantenían con el sueldo de su mujer. La beca no daba para nada. «Me encantaba bajar al metro de Madrid a leer. Ahora lo hago en el de Caracas los días que viene la chica a limpiar el apartamento». Elige un libro de relatos que pueda leer durante dos horas, el tiempo que a ella le lleva arreglar la casa, y se va en dirección al metro. Toma una línea y la sigue hasta el final. Cuando regresa han transcurrido dos horas. Después vuelve a casa, y como la asistenta ya se ha ido, sigue leyendo. No tiene hijos y su mujer también es profesora en la universidad, lo que favorece mucho la lectura.

Todos los poetas y narradores de Venezuela conocen a Sandoval. En su faceta de crítico los ha reseñado a todos. Algunos dejan de hablarle durante un par de años, cuando la crítica es negativa, pero después vuelven a ser amigos. «Un novelista me ofreció una vez unos golpes. Fue una situación muy incómoda. Durante una época me tenía que esconder de él. Sin embargo, un día que yo iba caminando por Caracas, él detuvo su coche a mi altura, bajó la ventanilla, y me gritó: Sandoval. Y nos pusimos a hablar de libros, como si nada».

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Ana Teresa Torres diserta sobre su biblioteca personal. Proyecta y comenta fotos de sus rincones. Aquí, va diciendo, están los escritores norteamericanos, aquí los venezolanos, aquí la poesía, en aquella otra estantería los libros de lenguas extranjeras, en el otro lado los diccionarios… La casa es preciosa. En el turno de intervenciones levanto la mano y pregunto si hay un lugar específico para los libros que todavía no ha leído, y que tal vez nunca lea, y de los que no se deshace, por si acaso. «Por supuesto. Están en el pasillo de la muerte».

Al finalizar su charla, comienza la mía. Hoy me toca hablar de Libros peligrosos. Se supone que presenta el acto la periodista Aymara Lorenzo, pero no aparece. La organización elige a Sandoval para sustituirla. Al acabar me doy otra vuelta por la feria. En conversación con algunos editores, me entero de que en Caracas hay una cadena de farmacias que vende libros. Se llama Locatel. «Es la única que lo hace, vender libros en medio de pomadas, aparatos ortopédicos, botiquines de emergencia…». Este es un país fascinante. Por muchas razones. Esta es una.

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Me acerco al stand de Madera Fina y le pregunto a Jonathan si nuestro poeta ha ido al váter. Se ríe, y afirma con la cabeza. Todo el mundo en la feria está muy contento por él. «En realidad, ha sido toda una aventura». Después de siete días de espera, a media mañana lo atacaron unos horribles retortijones. Era una buena señal, y a la vez alarmante. Pero estaba en la feria, y con solo imaginar el estado lamentable en el que se encontraría los baños, usados por centenares de personas, sintió escalofríos. Decidió tomar un taxi y acercarse al hotel, a solo cinco minutos. «Al Guaparo, por favor», le indicó al taxista. Pasados quince minutos, el poeta sospechó que tardaban demasiado en llegar. Y necesitaba ir al lavabo urgentemente. Ur-gen-te-men-te. «¿Acaso vamos por el camino largo?», preguntó, irritado. No conocía muy bien la ciudad de Valencia, pero… «No, señor, aquí está el Guaparo», y señaló el hotel. El poeta miró por la ventanilla. No sabía cuánto más podría aguantar antes de cagarse. «Pero este no es el Guaparo», dijo contrariado. «Sí lo es, señor. Fíjese: Guaparo Suites», y señaló al cartel. «¡Yo estoy alojado en el Guaparo Inn!». Aquello era el fin. «Ah, ¿al Guaparo Inn quería ir usted? No me especificó», le reprochó el conductor, mientras arrancaba de nuevo. Sería un milagro si el poeta llegaba entero al hotel. Transcurrieron otros quince minutos. Cuando al fin el poeta se bajó del coche, y corrió a su habitación, comprobó con horror que la puerta no abría. La tarjeta se había desconfigurado, y tuvo que bajar a recepción. En esos minutos agónicos, experimentó la sensación de estar bordeando las fronteras del ser humano.

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Me presentan a la rectora de la Universidad de Carabobo y al embajador de Líbano, que será el país invitado de la FILUC el año próximo. 

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Un profesor de literatura invitado a la feria me cuenta que hace años, mientras documentaba El general en su laberinto, Gabriel García Márquez visitó Venezuela de incógnito en varias ocasiones. Quería pasar desapercibido y se alojaba con un nombre falso en un hotel de Caracas. La primera vez telefoneó al historiador Vinicio Romero, gran especialista en Simón Bolívar. Gabo necesitaba conocer algunos pormenores de la vida del libertador, expresiones de la época, personas a las que conoció, incluso qué frutas se comían en aquellos tiempos, y si entonces había mangos en Venezuela. El autor colombiano era escrupuloso hasta esos extremos. «Cuando Vinicio descolgó el teléfono, y su interlocutor se presentó como García Márquez, supuso que se trataba de una broma y colgó». A partir de ese día hablaron a menudo. Romero era una autoridad sobre el personaje que protagonizaba la novela de Gabo. Finalizada la novela, este le preguntó cuáles eran sus honorarios. Había hecho contribuciones fundamentales a su libro, y eso debía pagarse. «Dime qué necesitas». Pero el historiador no quiso oírlo; haberle ayudado a documentar El general en su laberinto era bastante recompensa. García Márquez insistió durante meses hasta que se salió con la suya. «Cuando supo que Vinicio y su mujer se hallaban en medio de una negociación para adquirir la quinta Sinfonía, en el barrio La California, de Caracas, y que les faltaba plata, mucha plata (algo así como diez mil dólares de la época), Gabo terminó comprándoles la vivienda».

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En Venezuela dicen «visión de conjunto» continuamente. En su amabilidad extrema, también responden a menudo con un «a la orden». 

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Hablamos de libros y autores y editores.

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Veo las primeras imágenes de las hordas chavistas asaltando la Asamblea Nacional. Empiezan a convocarse manifestaciones contra el Gobierno después de que se haya suspendido el revocatorio. En seis días, no he tenido contacto con ningún chavista. No cayeron del lado de la cultura, supongo.

22 de octubre, sábado

Foto: Henry Romero / Cordon.

Me paso toda la mañana y parte de la tarde encerrado en la habitación del hotel. A veces enciendo la tele y conecto el Canal 8, que resulta delirante. La propaganda chavista es tan grosera que te hace reír. El canal está fuera de la realidad, va a la deriva, como esa chatarra cósmica que vaga por el sistema solar. Entro en internet y leo que el viernes, la tripulación de un Boeing 787 de Avianca que cubría la ruta Madrid-Bogotá alertó a la torre de control en la capital colombiana de la presencia de un avión militar venezolano que se interponía en su ruta cuando sobrevolaba el espacio aéreo de ese país.

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En el hotel se inaugura una exposición sobre artículos para bodas, que incluye una exhibición de coches de época, en el exterior. Me llama la atención —otra vez— el lindo abuso de las mayúsculas en el cartel que han puesto junto a los vehículos: «Alquiler de Automóviles Clásicos Para Eventos Especiales». Justo encima, aparece el nombre del propietario del negocio: «Carlos Sandoval». Le hago una foto para después enseñársela al otro Carlos Sandoval.

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A media tarde participo en un diálogo sobre columnismo con Alonso Moleiro, un joven periodista venezolano. La conversación es divertida, casi aburrida, hasta que entran dos operarios en la sala empujando una mesa con ruedas, sobre la que transportan un ordenador y un proyector, que se ponen a conectar. Supongo que no nos ven. Moleiro y yo nos miramos y nos encogemos de hombros. Yo empiezo a hablar bajito para no molestarlos con lo que sea que estén haciendo.

Veinte minutos después, cuando todo acaba, y abandonamos la sala, se me acerca un señor de unos sesenta años. Lo reconozco, pues se encontraba entre los asistentes al diálogo. Se presenta como César Peña, ingeniero y experto en programación de sistemas. Al principio hablamos de columnismo, pero enseguida saltamos a un tema mucho más apasionante, como son los «insuficientes incompletos». Me cuesta seguirlo. Se refiere a la importancia «de tener siempre presente que nunca podremos completar un modelo, pero sí nos veremos obligados a usar dicho modelo como suficiente ante la realidad siempre definitoria». Al parecer, según él, no hemos dejado de hablar en ningún momento de columnismo. Los «insuficientes incompletos son muy útiles para escribir columnas», asegura. Me recomienda que lea Antifrágil, de Nassim Nicholas Taleb. Tomo nota y esa tarde le escribo un e-mail a mi librero para que me lo consiga.

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Sigo sin saber quién es el pasajero de pelo blanco que no abrió la boca en todo el viaje entre Caracas y Valencia. Empiezo a dudar que ese señor exista. «A ver si te lo inventaste», me dice un novelista.

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Camino del hotel, un crítico literario cuenta que en Maracaibo les gusta poner nombres estrafalarios a los niños recién nacidos. Lorena, que conduce, asiente: «Ah, es verdad». «Nombres estrafalarios de qué tipo, para que me haga una idea», pregunto. Y el crítico me dicta de carrerilla: «Hermócrates, Esdras, Pragedes, Betulio, Radegunda; ¿te llegan?». 

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Me entero, después de cuatro días, que no estamos en Valencia, sino en un sitio llamado Naguanagua. Me quedo de piedra. Estoy completamente fuera de la realidad, demasiado encerrado.

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En la cena, vuelve a salir el tema de la mala iluminación del hotel. Al poco, alguien menciona el «Caracazo» de 1989, que la narrativa venezolana recoge ampliamente. Para ponerme en antecedentes, me cuentan que, después de ganar las elecciones, el Gobierno de Carlos Andrés Pérez subió el precio de los combustibles, y como consecuencia inmediata se incrementó en un 50 % el billete del autobús. Las protestas empezaron en las afueras de Caracas, en Guarenas, una ciudad dormitorio a veinte minutos en coche de la capital. De pronto, alguien propuso quemar un autobús. Enseguida ardió otro, y otro y otro, y al instante comenzaron los saqueos de tiendas. Al día siguiente el caos saltó al centro de la ciudad. Salió el ejército a la calle. Se saqueó sin descanso, se disparó contra la población. «Yo vi como un militar mataba a un niño de siete años que cruzaba la calle», dice Sandoval. En las semanas siguientes, con centenares de muertos, «ningún negocio quedó indemne. Todos sin excepción fueron saqueados, salvo uno. ¿Sabes cuál?». Me encojo de hombros. «Las librerías; ni las tocaron». 

En la habitación, mientras tomo notas para el diario, me acuerdo del «Bogotazo» del 9 de abril de 1948, cuando unos jóvenes Álvaro Mutis y Carlos Patiño escribieron el poemario La balanza, y la edición, de doscientos ejemplares, se agotó en veinticinco minutos. Fueron a recoger la tirada a la imprenta y la repartieron por todas las librerías de Bogotá. Entonces, estalló el «Bogotazo», revuelta popular en contra del asesinato del líder político Jorge Eliécer Gaitán. Los disturbios se extendieron a lo largo de toda la ciudad, en la que se prendieron multitud de hogueras. Casi todas las librerías ardieron, y con ellas La balanza.

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Ya en la madrugada escribo una columna sobre fútbol, que cuando acabo, y la envío al periódico, descubro que no trata demasiado de fútbol.

23 de octubre, domingo 

Foto: Kathleen (CC).

Me despierto a las cinco de la mañana, como siempre. Acabo de leer Rey de picas, de Joyce Carol Oates. La luz se va y se viene todos los días. Algunos no estoy en el hotel para ser testigo, pero cuando regreso el reloj de la radio-despertador parpadea.  

Bajo a desayunar como un animal desbocado, pensando en la mermelada. Le regalo a Sandoval Las chicas, de Emma Cline, y Rey de picas, de Carol Oates. Me intereso por cómo es posible que haya leído tanta literatura extranjera, si esta no llega a Venezuela. Confiesa que el único modo de hacerlo es acudir a internet y leerla en formato electrónico, en ediciones pirateadas. «Ni hay donde comprar esos libros, ni tenemos dinero para hacerlo, ¿qué vamos hacer? ¿Resignarnos a la ignorancia y no leer?». Me convence.

Le enseño la fotografía con el cartel de los Autos Clásicos, en el que aparece su nombre. Nos reímos, pero ni la mitad de lo que lo hacemos con la revista mexicana Merca 2.0. Al parecer, el mundo está lleno de personas con ese nombre, Carlos Sandoval, y hace algún tiempo Merca 2.0 hizo una entrevista a una de ellas. En esa ocasión se trató del director ejecutivo de Blim, una plataforma de vídeo bajo demanda por suscripción, impulsada por Televisa para competir contra Netflix. Algún genio, necesitado de una fotografía de Sandoval, buscó en internet y robó la primera que encontró. Pero robó mal, y Merca 2.0 salió a los quioscos con una entrevista al director ejecutivo de Blim, ilustrada con una fotografía de un profesor de literatura de la Universidad Central de Venezuela.

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Finalizada mi participación en la feria, me acerco con ánimo aventurero, dispuesto a comprar libros de escritores venezolanos que llevarme a España. Pero enseguida me sale al paso César Peña. Ha estado preguntando por mí, dice. Hablamos de su oficio, que no consigo comprender en su totalidad, y desaparece. A los cinco minutos regresa. «Esto es para ti», y me regala un libro de Isabel Allende titulado La isla bajo el mar. «Es magnífico», asevera. En ese instante yo sé que posiblemente no lo voy a leer nunca. Lo colocaré en el pasillo de la muerte. Me mortifica un poco cargar con él sabiendo eso, hacerle cruzar el océano, vivir en una casa nueva, con otros libros…

Cuando Peña se va a dar una vuelta por los stands, Sandoval acude a mi rescate. «¿Quieres que me haga cargo del libro?». Se lo entrego sin dilaciones. Sabrá qué hacer con él mejor que yo. En su pregón, el día inaugural, había contado que a dos cuadras de su apartamento, en Caracas, un indigente sobrevivía con las limosnas que los conductores ponían en su mano luego de que el hombre limpiase los parabrisas de sus coches con agua turbia. Combinaba el servicio de limpieza con el de dalero, que consiste «en dirigir las maniobras de los choferes que se arriman al lugar diciendo “dale, dale, dale”». El caso era que cuando no estaba haciendo una cosa o la otra, el indigente se pasaba el tiempo leyendo. «La otra tarde utilizaba una lupa para recorrer los mínimos párrafos de la Odisea en la legendaria colección crisol de Aguilar». Sandoval me propone que regalemos la novela de Allende al indigente. En una página de cortesía del ejemplar escribimos: «Este libro se lo regaló César Peña a Juan Tallón en la FILUC 2016. Tallón se lo pasó a Sandoval para que lo dejara al hombre de la calle, lector compulsivo del barrio La Candelaria en Caracas».

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En el salón Yves Bonnefoy, Rafael Arráiz Lucca presenta El petróleo en Venezuela. Una historia global. No sé por qué, acabo en ese preciso salón, escuchando al autor, que dice que a Venezuela le estaba faltando un libro así, que ofrezca «una visión de conjunto» sobre el impacto del petróleo en su sociedad. «Lo escribí porque me gusta prestar servicios a mi país», afirma. «Los franceses tienen que saber de quesos y vinos; los escoceses tienen que saber de whisky. Nosotros tenemos que saber de petróleo», añade, y el público, que abarrota la sala, deja escapar los primeros aplausos. Arráiz defiende que a medida que el petróleo pierda peso frente a otras energías, y Venezuela dependa menos de él, ese cambio de paradigma beneficiará a los venezolanos porque significará que sin petróleo el Estado tendrá menos recursos de los que aprovecharse, y deberá contar más con la gente para desarrollar la economía.

El petróleo, me explica un editor presente en la sala, ha forjado uno de los grandes mitos contemporáneos de Venezuela. «¿Cuál?», pregunto. «El de que gracias a él somos un país rico. Nos lo creímos. Todo mentira».

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Me llevo libros de poesía, relatos y novelas de Cecilia Ortiz, Harry Almela, Elisa Lerner, Eugenio Montejo, Rodrigo Blanco, Rubi Guerra, Fedosy Santaella, Juan Carlos Méndez Guédez, Daniel Centeno, Lucas García y Camilo Pino.

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A las cinco de la tarde, concluye la FILUC.

24 de octubre, lunes

Al dejar la habitación, para hacer el check out, coincido con Bustamante, que sale de la suya arrastrando la maleta y un pesado extintor. «¿Y eso?», digo señalando el utensilio. Me explica que la organización de la feria obligaba a cada stand a disponer de uno, para caso de incendio. Pero como comprarlo no estaba a su alcance, Sandoval se ofreció a sacar uno de la universidad en la que trabaja por la puerta de atrás, y que ahora devolverán.  

La organización nos citó a las nueve de la mañana para trasladarnos a Caracas. Pero no aparece nadie. A las diez nos anuncian que el conductor de la camioneta ha ido a lavarla, con tan mala suerte que ha mojado el motor y ahora no arranca. «Pero ya viene otro carro en camino», avisan. Viene, pero todavía no. Hay un atasco monumental en Naguanagua. A las once, marcha por delante del hotel una gran manifestación de estudiantes universitarios, que reclaman al Gobierno comida y medicamentos, y puestos a pedir, un poco de democracia. Me acuerdo de que en mi maleta guardo un arsenal de medicinas, que saco y reparto entre Sandoval y Bustamante.

Volvemos a hablar de libros y de violencia, para matar el tiempo en el hall del hotel, mientras no aparece un conductor. Un editor cuenta que hace unos meses su mujer iba por la calle con un bolso del que sobresalía una novela. De la nada, aparecieron dos malandros armados que gritaban: «Dame la tablet, dame la tablet». La mujer no entendía nada. «Pero ¿qué tablet?», preguntó. «Esta», dijo un asaltante, que echó mano al bolso y tiró de la novela. Al advertir que solo era un libro, y no una tablet, lo arrojó al suelo y se fueron.

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Al fin averiguo que el pasajero misterioso, que casi me había inventado, es el poeta, pintor y crítico de arte Juan Calzadilla. «Está afiliado al Gobierno, pero se trata de un buen poeta, sea el caso decirlo. Y agudo en muchas notas de arte. Parece que, además, está sordo. Acaso por eso no te habló durante el viaje», me dice un narrador.

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Nos presentamos en el aeropuerto de Maiquetía con seis horas de antelación. Las compañías aéreas recomiendan hacerlo con cuatro, por lo menos. Y sin embargo ya hay cola. Cuento nueve perros en nuestro vuelo. Sandoval se ofrece a acompañarme hasta que pase la aduana. Nos despedimos. Cruzo la aduana. Escucho a un alemán decir «policía corrupta». Me reconcilia con Venezuela que en este aeropuerto los pasajeros no corran a formar cola en la puerta de embarque una hora antes de que llamen a embarcar. La civilización también se revela en estos detalles.

El Chivi: «Creo que mis canciones son un canto a la libertad»

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Fotografía: Ángel L. Fernández Recuero

José Córdoba, el Chivi. El Chivi, José Córdoba. Estas son las dos caras de nuestro entrevistado. Un cantautor que ha tenido que pasear por lo extremo, lo sórdido y lo sexual para hacerse un hueco en ese mundo que llaman de la canción. En su haber está el título honorífico de haber sido un fenómeno viral casi antes de que los fenómenos virales existieran tal y como los conocemos. Con sus canciones, los adolescentes de finales de los noventa y principios de la década del 2000 crecimos descubriendo pinceladas de poesía entre los escombros de la moralidad más laxa. Una pluma ágil, unas canciones que dicen cosas que te excitan o te incomodan, tal vez al mismo tiempo. Un artista luchando por colocar su nombre entre nuestras listas musicales mientras convive con un pornoautor que se le esconde por dentro.

En los escolapios te conocían.

No es que me conocieran, es que me imagino que el psicólogo que había cuando yo era pequeño se jubilaría, y pusieron a otro psicólogo que fue a verme a un concierto, y al final de la actuación se acercó y me pidió una firma para sus compañeros de los escolapios. Y yo le dije: «Pues yo estudié en los escolapios». Y me dijo: «Pues que sepas, como hay varios colegios en Madrid, que en este colegio, en la calle tal, tienes muchos seguidores». Dije: «Ha sido mi colegio, estudié allí toda la vida. EGB, BUP y COU».

Llegaste hasta a ser delegado de la clase y todo.

Era delegado pero cuando era más niño. He sido buen estudiante, y buen niño, pero luego fui un cabrón, era el que imitaba a los profesores y les traía por el camino de la amargura. Pero era muy formal y muy buen niño. Me decían: «De cualquier otra persona podríamos haber pensado que hiciera estas canciones, pero de ti nunca nos lo hubiéramos podido imaginar».

¿Y alguno de tus profesores se llevó alguna desilusión?

Cuando yo estudiaba eran casi todos laicos ya. Había pocos curas. Pero de los curas que había y me habían dado clase… Mientras yo repartía discos de regalo en la sala de profesores hubo algunas caras un tanto extrañas.

Además cantaría todo el mundo «Radikal».

Claro, era la época justo del primer disco. «Radikal», «El abuelo es gay»… todas estas canciones. Pero luego he tenido la suerte de que han querido ir a verme. Mi profesor de Historia me llevó a la clase que iba a dar en ese momento él, y dijo: «Hoy os va a dar una clase magistral un antiguo alumno, que tenéis que aprender mucho de él». Y dijo: «No sé si del tema musical tenéis que aprender demasiado, pero como estudiante, sí, porque fue un gran estudiante». Y a partir de entonces todos los chicos se daban la voz: «Este es el Chivi». Y estoy muy orgulloso de haber sido escolapio, yo aprendí mucho y bien en ese colegio.

Y a tus vecinos les gustan mucho tus canciones, ¿no?

Eso lo vamos a obviar [risas].

Siguen siendo vecinos.

Claro, siguen siendo vecinos. Vivo con mi novia ya, pero siguen viviendo en el bloque de mi madre. Pared con pared.

¿Quién es José Córdoba?

José Córdoba es una persona de lo más normal. Una persona a la que le gusta lo que le gusta a la gente normal: el fútbol, el cine, el teatro, salir con los amigos… de lo más normal. Que no destaca por nada especialmente.

Eso es ya una manera de destacar, porque hay muy poca gente que lo reconozca. ¿Quién es, entonces, el Chivi?

El Chivi es un personaje que ha creado José Córdoba para cantar un tipo de canciones que le daría cierto reparo que se cantasen con su nombre normal, como José Córdoba. Cuando yo empecé a hacer ese tipo de canciones, de cachondeo, bizarras, mis amigos, que me llamaban Chivi por esa época, porque llevaba perilla, empezaron a decirme que me pusiera un nombre artístico para cantar, y qué mejor nombre que con el que me apelan mis amigos: Chivi. Y me pareció un nombre divertido, así que… Chivi es esto: un personaje que yo he creado para subirme en el escenario y cantar estas canciones.

¿Cómo ve José Córdoba a Chivi?

Ahora, con la perspectiva que da el paso del tiempo, que siempre se dice esa frase, hay algunas canciones del Chivi que me parecen aberrantes. Sobre todo las primeras, que eran canciones que yo escribía para mis amigos sin pensar que las iba a grabar en un disco, y que iba a escucharlas un público que no solamente eran mis amigos, que iba a dar conciertos con ellas y a hacer giras, cantando en directo. Hay canciones que obviamente yo hacía para ellos y ahora me parecen superfuertes y con frases, además, que me hacen preguntarme cómo he podido escribir eso.

¿Han podido hacerte daño en algún sentido?

No, daño no, pero me producen incluso cierto pudor. Eran canciones que no tenían ningún tipo de censura, porque yo con mis amigos el lenguaje que usaba era así. Tenemos confianza unos con otros como para decir todo tipo de bestialidades cuando estamos juntos. Yo creo que son también parte del éxito de cómo empezó el Chivi. Eran canciones frescas, que el tío no se corta ni un pelo, dice lo que piensa y lo que se le viene a la cabeza.

Lo que le sale de la punta del boli.

Eso es.

¿Alguna vez te has mirado en el espejo y has pensado: estoy hasta los cojones de este disfraz? Acabas de decir que el Chivi es un personaje.

No. Chivi… me ha dado muchísimas cosas buenas, casi todas buenas, he podido conocer España haciendo conciertos, he podido conocer a mi público, al que le gustan las canciones, del cual he hecho amigos a lo largo de estos años, y sobre todo he tenido la satisfacción de hacer lo que me gusta, de hacer canciones de humor, que creo que es algo bastante complicado. Escribir canciones de humor y hacer reír a la gente es una satisfacción: ver que hay gente que se lo pasa bien, que se olvida de sus problemas durante el tiempo que dure el concierto, y se está riendo y está con la sonrisa en la boca, es una de las cosas por las que sigue valiendo la pena hacer canciones del Chivi. Estar hasta los cojones… no. Sí me ha dado cosas malas, pero no como Chivi en sí, sino por causas ajenas a lo que es el personaje. Yo creo que lo único negativo que he tenido en estos años ha sido que se colocaron una serie de canciones a mi nombre en internet, que tenían tintes racistas, y yo estaba en una discográfica pequeña y no tenía medios para llegar a las televisiones, a los grandes medios, para desmentirlo y para decir: «Oiga, estas canciones las han colgado a mi nombre pero no tienen nada que ver conmigo ni con mis ideas», porque mis canciones hablan de sexo, de cosas surrealistas, de burradas, son canciones que critican sobre todo el Gobierno del PP, critican a los pijos… siempre desde una postura del cachondeo. Ni yo soy una persona homófoba ni racista, y que te tachen de eso es bastante duro, sobre todo cuando no lo eres y cuando eres todo lo contrario. El que se diga: «Es que eres un racista al hacer canciones de estas», y caérseme conciertos por eso. Llamarme el dueño de la sala: «Esto no lo podemos hacer porque ha venido gente y nos han dicho que eres un racista». Si yo fuera así, pues no me importaría, pero como soy todo lo contrario… Creo que mis canciones son un canto a la libertad, y que desde luego con esas ideas en otra época me hubieran fusilado. Es lo único negativo que me ha dado Chivi, todo lo demás ha sido positivo.

¿Por lo que podemos asegurar que José Córdoba no es racista?

Todo lo contrario. Soy una persona a la que le gusta la multiculturalidad, vivo en Lavapiés, que es el barrio multicultural de Madrid, el más étnico… he tenido una novia colombiana durante años. Ni mis ideas ni mi persona tienen nada que ver con esas canciones que colgaron a mi nombre. Es jodido sobre todo por eso, porque no tengo los medios para defenderme y poder decir que yo no soy así. Y luego que vaya gente a los conciertos a escuchar esas canciones y me digan: «Oye, no has cantado esa canción». Y tener que decir que no es mía, y que me digan: «Pero por qué, pero si mola un montón». Y tener que decir: «Pues a mí me repugnan esas ideas, y me parece detestable lo que dice esa canción». Igual a algunos les parece muy gracioso, pero a mí me parece algo detestable. Pero es lo único, y pesan más las cosas positivas que me han pasado.

¿Y sabes por qué te dieron la autoría de esas canciones?

Las colgaron a mi nombre porque yo fui uno de los primeros cantantes en internet que colgó sus canciones. Entonces colgar una canción con el nombre de Chivi era sinónimo de que la gente se la iba a descargar y la iba a escuchar. Y no sé cómo surgió que colgaron un par de canciones racistas. Además de eso… la del negro ni siquiera es una canción racista, uno hasta se tiene que informar de lo que han colgado. Efectivamente, esta es de un tío argentino que a lo que se refiere, igual que aquí a los del Atlético de Madrid se les llama vikingos y a los del Madrid, indios, y a los del Barça culés, pues no sé si los del River, o el Boca, se les llama negros de la cabeza grande. Y el argentino les llama negros a unos que no son negros ni nada… a un tipo de gente de allí, de hinchas. Y ni siquiera es una canción racista, pero aquí la gente la cogió como si fuera racista. A mí lo que me sorprende es que «no, no somos un país racista», y joder, esa canción es de las más escuchadas que hay. Es acojonante.

¿Cómo ves el panorama musical en España?

Lo veo con tristeza porque sobre todo soy una persona a la que le gusta la música, y la gente que quiere dedicarse a la música lo tiene complicado, por no decir imposible ahora mismo. Es tristísimo que ahora mismo unos amigos que forman un grupo en su barrio para tocar y quedan para ensayar no puedan salir de su barrio o de su ciudad a hacer conciertos porque no hay apoyo de pequeñas discográficas. Han cerrado prácticamente todas las pequeñas y las medianas. Las grandes no quieren a nadie que no sea un producto.

Un muñeco.

Un muñeco, sí. Un grupo que les funcione dos años, tres años a lo máximo, y a los tres años sacar a otros y que no les funcionen exactamente por la música que hacen, sino por la cara bonita que tienen. Es así de crudo. Es que si Pablo Alborán fuera un tío como yo y cantase esas canciones, a lo mejor no se comía un colín.

«Tú, y tú, y tú, y solamente tú…», eso igual te llega al alma aunque no fuera guapo.

Y creo que Pablo tiene muy buena voz y canta muy bien. A mí no me gustan precisamente sus canciones, pero es un tío que tiene voz y tendrá talento, seguramente. Pero creo que si tuviera otro tipo de físico, le hubiera sido mucho más difícil. A lo mejor también habría llegado, pero habría sido mucho más difícil. Porque últimamente lo que sale es eso, productos para chavalas jovencitas. Que está muy bien que haya estos productos, pero lo triste es que solo hay eso y nada más. En los años ochenta y en los noventa había eso, pero también había otros grupos detrás que estaban empezando.

Yo escuchaba a Pedro Guerra, que no es de los guapos oficiales. A lo mejor hoy lo tendría más difícil, ¿no?

Puede ser. Es mi opinión, que seguramente no tendré razón, pero creo que la música se ha vuelto un producto. Las discográficas han dejado de creer en la música porque su negocio era vender discos y no se venden, y cuando eso pasa, dejas de creer y de apostar por lo que es tu negocio, y se han pasado a los artistas que están consagrados ya, a mantenerlos y dedicarse al negocio de los conciertos, que es lo que realmente da de comer a los cantantes. Te hablo de cantantes como Alejandro Sanz, Sabina o gente consagrada ya. Mantenerlos y que den conciertos que sean negocios.

Como José Córdoba, que me conste, has sacado un disco, Estado natural, con unas letras muy trabajadas. ¿A quién se parece José Córdoba componiendo?

Hombre, tengo muchas influencias de Joaquín Sabina, que como letrista es el que más me gusta. Pero escucho todo tipo de música. Me gustan mucho los clásicos como pueden ser Serrat o Aute, que son ya gente que se pueden considerar clásicos. Y me gustan mucho los nuevos, Pedro Guerra, Ismael Serrano. Como Chivi, a la hora de hacer canciones, Javier Krahe, que falleció va a hacer un año. Me parece uno de los genios y pioneros haciendo canción de humor en España, trayendo lo que llevó Brassens a Francia. Y siguiendo esa estela de hacer canciones era un maestro escribiendo. Ya te digo, me gusta todo tipo de música. Sobre todo me gusta la música clásica y la ópera, que es lo que más escucho, pero vamos, escucho desde AC/DC, Springsteen, U2. Música en general.

Música clásica y ópera.

Nunca ha habido en mi casa afición a la música, a ningún tipo de música, y cuando tenía catorce años, empecé a hacer una colección de esas de los kioscos. Me compraron mi primer equipo de música, con el compact-disc, que entonces era algo muy novedoso, el no va más, pero decían: «Esto es sobre todo para escuchar música clásica». Y empecé a hacer una colección, iba todas las semanas al kiosco a comprarlo y me empecé a aficionar poco a poco, es algo que me ha llegado y que me emociona siempre que lo escucho. Me gusta todo tipo de música clásica, desde la barroca hasta la contemporánea, y la ópera, que llegué a ella más tarde y me costó más entenderla.

Dime una ópera y una obra clásica.

En música clásica y ópera es de lo poco en que me puedo considerar un pequeño experto. No un grandísimo experto, pero de lo poco que puedo decir, porque he leído mucho sobre ello, además de escuchar. En ópera sobre todo mis dos autores preferidos son Puccini y Richard Strauss. La ópera de Richard Strauss que me encanta es El caballero de la rosa, y la escena de la entrega de la rosa es de mis preferidas. Y el conjunto que hay al final de voces femeninas me gusta especialmente. En música clásica, si tuviera que quedarme con dos o tres compositores, serían Chaikovski, me gustan también las sinfonías de Shostakóvich, y los de siempre, Mozart y Beethoven me encantan… Bach me parece un genio.

¿En ópera eres wagneriano o de Mozart?

Me gusta todo tipo de ópera. Pero soy más wagneriano. Mozart me parece que tiene unas óperas muy pesadas, porque es muy repetitivo. Claro que tiene melodías buenísimas, pero Wagner son palabras mayores. Fue el que innovó todo. Fue quien inventó la ópera moderna. Hacía el libreto y la música: todo. El concepto de obra total. Wagner era el rey de Baviera. Se montó el teatro solo para él, para que se estrenaran sus obras. Y me gusta mucho la ópera francesa: Massenet, GounodBizet, etc.

¿Y la zarzuela?

La zarzuela me encanta. Es la gran olvidada. Creo que hay zarzuelas que musicalmente superan a muchas óperas y la gente no las conoce. Doña Francisquita, o La Dolores de Bretón. El gato montés de Penella, que es una maravilla. Es una de mis grandes aficiones, la música clásica y la ópera.

Estás preparando un disco nuevo a nombre de José Córdoba.

Lo he terminado de grabar, estamos empezando las mezclas, y la masterización, que es lo que queda, y he tenido la suerte de poderlo grabar con uno de los grandes productores, además de ser un regalo trabajar con él, porque es una persona a la que admiraba. Admiraba su trabajo, sus producciones: José Antonio Romero. He podido grabar con músicos de Sabina, como Jaime Asúa y Mara Barros que han hecho los coros, Antonio García de Diego, que ha venido con la guitarra en una de las canciones… José, que ha grabado las guitarras en todo el disco, Anye Bao, que es el batería de Estopa. Ha sido un lujo y un regalo, de esos que te da la vida, poder grabar el disco con ellos. Y que a José le gustase el proyecto y dijera que sí… ha sido un regalo. Sale en octubre, se va a llamar Polos opuestos, que es el título de una de las canciones. Y estoy como loco con él, como un niño con un juguete que acaba de abrir. Es ahora mismo lo único que escucho, mi disco, las mezclas… una y otra vez, y esperando a que llegue la mezcla definitiva.

¿Te ves comiendo de la música?

No. Nunca he hecho música pensando en ganar dinero. En principio porque soy una persona que no da valor al dinero, creo que el dinero es para divertirse y gastárselo con la gente que quieres. Y no seré el más rico del cementerio, creo que eso es una gilipollez. Como nunca he hecho música para dedicarme a esto, siempre me lo he tomado como un hobby, pues nunca he pensado en hacerme rico con la música. Que si llega, pues mira qué bien. Sobre todo me serviría para viajar, que es lo que más me gusta… viajar con mi novia, y con mis amigos, con la gente que quiero. No sé si me veo viviendo de la música o no, pero es algo que tampoco me importa. Me importa en el sentido de cómo está ahora de mal el trabajo, y que dedicarme a lo que yo he estudiado, al derecho, es complicado ahora mismo, pero, bueno, solo por eso, no por ganar más o menos dinero con la música.

Las letras de tus canciones están llenas de pollas, de coños, de enanos sodomitas, de embarazadas en celo, de lumis, de carcas que van a misa, etc., pero de vez en cuando hay algunos destellos de historia, de filosofía, de pensamiento profundo… ¿es porque te sale, o porque lo quieres meter para que se vea que además de pollas y coños hay más?

Eso es porque lo quiero meter ahí. Yo quiero que en todos los discos haya algunas canciones que en el fondo están protestando por algo que no me gusta de la sociedad. Ya en las primeras maquetas, la canción de los pijos, es una crítica al pijerío… no a la gente que lleva ropa de marca, sino a la forma de ser. «Porque yo soy hijo de papá y soy así y qué guay es todo» [tono afectado]. Esa gente me parece que está vacía, que no tiene nada. Puede tener el dinero de papá, pero no tiene nada en la cabeza, ni grandes intereses, ni conoce cosas que hay que conocer de la vida.

Pero esta entrevista es para Jot Down. ¿Tienes algo en contra de las camisas de cuadros y las barbas  y las gafas sin cristales?

[Risas] No tengo nada en contra de las maneras de vestir.

Es que si no, tendríamos que censurar.

Mientras haya una higiene y una limpieza…

Eso no lo podemos asegurar porque no los conocemos a todos.

Lo que quiero decir es que siempre hago crítica, por ejemplo a la telebasura. Crítica con dureza a la nadería absoluta, que es una manera de abducir a la gente para que no piense y solo se preocupe de lo que no se tiene que preocupar.

Pero los programas de telebasura son los más vistos.

Sí, sí. A mí no me gustan. Ojo, lo critico y lo veo también. Para criticar algo hay que verlo, y saber de lo que estás hablando. El otro día estuve con una periodista, y canté una canción que se llama «Nos hemos vuelto locos», que habla de la telebasura, y le decía: «Ojo, que yo te estoy criticando esto, pero yo soy una maruja que veo Sálvame y veía Crónicas marcianas». Para criticarlo hay que verlo. Y creo que sí, que puede estar muy divertido en un momento dado, pero que todo se reduzca a eso, eso es lo que me parece mal. Que llegue un momento en que todo se reduzca a si fulanito se ha acostado con menganito, o si le ha puesto los cuernos a fulanita. Hago crítica por ejemplo en canciones como «Salsa rosa», o la canción de la prima de riesgo, que es un relato de España, con sus cosas buenas y sus cosas malas, y el momento que estamos pasando ahora mismo. Canciones que he escrito a lo mejor hace cuatro o cinco años, siguen estando vigentes, por desgracia. Y más que nunca. Intento que en mis canciones, además de caca-culo-pedo-pis, haya algo más. Que en el disco haya dos canciones que sean un divertimento, que solo sean para jiji jaja, pero siempre quiero que haya algo más. «Mi princesa», que es cuando se casaron Felipe y Letizia, es una canción protesta pero hecha con respeto. No hay por qué insultar a nadie para dejar claras mis ideas republicanas, en este caso. Un poco de todo.

¿Cuáles son los autores o grupos inexcusables para José Córdoba a día de hoy?

Hombre, yo es que no soy nadie para dar consejos, pero para mí la obra de Joaquín Sabina se debería de estudiar en los colegios. Sobre todo en un curso sobre cómo escribir canciones deberían estar Sabina, Serrat y Aute, que son los tres pilares de la canción de autor en España.

¿Y de la nueva hornada?

Luis Ramiro me parece un genio. Le conozco personalmente, estuve viéndole hace tres semanas o así en Libertad 8. Creo que ha ido mejorando a pasos agigantados. De su trayectoria, este último disco me parece buenísimo. Marwan me gusta también. Andrés Suárez, Antílopez, que se dedica al humor, también… muy bueno. Y creo que hay nuevas generaciones que son muy, muy buenos.

Todavía hay futuro, ¿no? Hay gente que viene apretando fuerte.

Sí, todavía hay futuro. Lo incomprensible es que, por ejemplo, Luis Ramiro no esté tocando ya en el Palacio de los Deportes, por ejemplo. Que tiene mucho éxito, pero para mí es ahora mismo de los que más valoro. Creo que tiene unas letras y una música excepcionales.

Háblame del desencanto. En muchas de tus letras se trasluce un poco de desencanto con la vida, con el sistema, con la economía, con la política…

Yo creo que es normal para quien viva lo que estamos viviendo, aunque no me gusta que me pueda el desencanto en las letras que escribo, se refleja lo que está pasando. Cómo está la política, los refugiados, el terrorismo, la sinrazón de matar por matar, de la violencia porque sí que hay en el fútbol ahora mismo, por ejemplo. Gente que sale a la calle a pegarse con otro. Yo, que soy en el fondo una persona muy pacífica, aunque mis canciones puedan ser violentas, no me he peleado nunca, y creo que por encima de todo tiene que estar la palabra y el entendimiento antes que la fuerza bruta. Creo que es una locura lo que está pasando con la violencia, gente a la que le gusta la violencia. Luego dicen: «no, es que es culpa de los videojuegos». Yo creo que es culpa de la sociedad, que está enferma. Y que cada vez hay gente que está más enferma. La gente que va a pegarse porque sí es gente que tiene un problema y serio.

¿Crees que hay salida, o esto huele demasiado a siglo XX?

Pues no sé qué decirte. Me gustaría pensar que sí hay salida, y que las cosas pueden cambiar, pero yo creo que mucha de la culpa de lo que está pasando es de un sistema educativo en el que estamos educando a las nuevas generaciones en unos valores y en unas ideas que no son las que deberían. Yo creo que a nuestros padres, y el fútbol ha existido desde hace muchísimo tiempo, nunca se les pasó por la cabeza salir a pegarse con otros solo porque son de un equipo contrario. O de liarla como los antisistema, y quemar coches que son de gente que a lo mejor ha pedido un crédito para poder pagar, que son curritos, y salir a quemar coches y a liarla parda. Yo creo que eso a la generación de nuestros padres y nuestros abuelos les parece impensable.

En aquellas generaciones no era muy recomendable salir a protestar…

Ya, bueno. Pero de lo que hablo es a nivel global, no solo nuestro caso. Guerras sí ha habido, pero es que guerras sigue habiendo. Es verdad que media España mató a la otra, pero fue por obligación, no por salir a buscarlo. Fue porque se enfrentaron los dos bandos y se dieron de hostias, pero no salieron a pegarse, y te tenías que ir al ejército a un bando sí o sí. Esto no es salir de tu casa a buscar pelea. La violencia no era como ahora, que es salir a buscar gresca con alguien sin conocerle y sin saber cómo piensa. Había una pelea entre dos bandos que pensaban distinto. No creo que haya unas grandes diferencias ideológicas entre los hinchas de Rusia y los de Inglaterra. Pegarse solo porque es hincha de otro equipo… En aquel caso, se estaban jodiendo unos a otros, y hubo un momento en que estalló. Pero no creo que los hinchas de Rusia estén jodidos por los hinchas de Inglaterra todos los días.

Yo de pequeño quedaba con los del pueblo de al lado para tirarnos piedras.

A mí es que eso no me entra en la cabeza.

Eso se hacía habitualmente.

Yo creo que es un problema educacional. Creo que se está educando en unos valores equivocados.

¿Y no te da miedo que tu discurso sobre los valores se interprete como un discurso de derechas, conservador?

Yo es que educaría a la gente en la no violencia, no creo que eso sea un discurso ni de derecha ni de izquierda. Se trata de respeto a los demás.

Me refiero por la frase que utilizas.

Sí, entiendo. Pero lo que defiendo es que se respete, nada más. A mí me han educado así. Soy del Madrid y puedo estar con una persona del Barcelona y no se me ocurre darle una hostia solo porque sea del Barcelona. Pero es que no se me pasa por la cabeza. No puedo entender a un tío del Madrid que se pegue de hostias con uno del Barcelona solo porque es de un equipo de fútbol diferente. Igual que creo que salir a quemar coches y contenedores y liarla parda no me parece que sea la mejor manera de hacer una protesta. Creo que una protesta no puede perjudicar a los comerciantes, por ejemplo, que tienen su negocio y les están fastidiando. A mí me parecería bien que jodan a los políticos, que son los que realmente tienen la culpa, pero coño, ahí no hay huevos.

Chivi empezó en internet e internet estuvo a punto de matar al Chivi. Has dejado claro que no eres racista, pero ¿has tenido problemas con el feminismo de las redes?

Es curioso, pero no.

¿No te consideran un machista?

No me consideran un machista. Solo he tenido problemas por canciones que no son mías, pero por mis canciones, no. Yo creo que mis canciones no es que sean machistas, es que están escritas desde la óptica de un hombre, de un tío. Si lo hiciera desde el punto de vista de una mujer, se me tacharía de feminista. No soy para nada machista. Yo soy quien cocina, hace la casa… de machista tengo muy poco. Y sería incapaz de levantarle la mano a una mujer… ni a una mujer ni a un hombre. No le pegaría a nadie, pero a una mujer, menos. Y sobre todo a una pareja, a una persona con la que a lo mejor ya no tienes relación o quieres romper con ella, pues rompe con ella. El maltrato es algo que se me escapa de la cabeza. Si no quieres estar con una persona, déjala, rompe con ella y punto.

Eres licenciado en Derecho. ¿Elegiste la carrera más obscena por puro morbo o también consideraste el periodismo?

Yo querría haber sido periodista.

Lo sabía.

Pero en mi casa me dijeron: «No, que te vas a morir de hambre. Periodismo puedes hacerlo cuando termines Derecho». Y lo hubiera hecho si no se me hubiera cruzado la música en el camino en el último curso de Derecho, llegó una discográfica diciendo que podía grabar un disco, que era mi ilusión de toda la vida dedicarme a cantar y hacer canciones, y ahí ya se quedó aparcado el proyecto de periodismo.

¿Y cuándo descubre uno que tiene una voz agradable y que puede hacer canciones?

No considero que tenga una voz agradable. Ni tengo una gran voz ni soy un virtuoso. Rasco la guitarra. La música me ha gustado desde siempre, desde muy pequeño. A hacer canciones empecé con trece o catorce años. Canciones, obviamente, que no eran Chivi, que llegó cuando estaba en la facultad. Uno no descubre que sirve para hacer canciones. Yo escribo canciones, y no sé si sirvo o no. Cuando sí me di cuenta de que lo que hacía tenía sentido, fue cuando el público empezó a ir a los conciertos y a tener los discos y a escribirme e-mails y mensajes por Facebook diciéndome que le gustaban las canciones. Y piensas: a lo mejor no estoy equivocado haciendo canciones y tiene sentido dedicarme a esto.

¿Dónde te ves dentro de diez años?

Dentro de diez años  me gustaría verme en la Tercera República Española.

Me duele preguntártelo, pero… ¿has olido alguna bolsa de basura alguna vez, has follado con difuntos, tu abuelo fornica con efebos de falos fabulosos? ¿Eres un provocador o un iluso?

Un provocador.

Y un poco iluso, ¿no?

Bueno, sí. Decir todo eso sin haber practicado ninguna…

¿Te sigue hablando tu abuelo?

Mi abuelo murió cuando yo tenía dos años, o un año y medio. Mi abuelo fue legionario… imagínate si hubiera escuchado «El abuelo es gay». Mi madre siempre me dice: «Pues le hubiera gustado, porque eras su nieto»; soy hijo único, nieto único… y habría claudicado. Al que tiene un nieto, se dedique a lo que se dedique, le va a parecer bien.

Un provocador, entonces.

Soy un provocador. Además, me gusta provocar porque lo que detesto profundamente son las personas moralistas. Y la falsa moral. Mis canciones son un poco para provocar, para meter el dedo en la llaga a esas personas que son tan biempensantes y «Ay, esto tiene que ser así porque siempre ha sido así». Las canciones, en general, son un canto a la libertad, a todas esas cosas que no podíamos decir hace años, pero que sí podemos decirlas ahora. Probablemente las hubiera dicho hace cincuenta años y me habrían fusilado, siempre se lo digo a mi madre. Mi madre es una persona muy tradicional, hija de legionario, trabajó en el ABC, pero trabajó en máquinas, en la imprenta, no era periodista… pero viene de una familia tradicional. Cuando discuto con ella de política, que me dice: «Es que antes no había tanta delincuencia». Y le digo: «Lo que no había antes era libertad. Es que tú ten en cuenta que a mí a lo mejor me habrían fusilado solo por cantar estas canciones». «No es para tanto», dice [risas]. Sí, seguramente habría estado en la cárcel. A ella le gustan mis canciones, a pesar de ser tan tradicional y de otra época.

Te voy a lanzar unas cuantas palabras y tú eliges una: izquierda, derecha, arriba, abajo o Kafka.

Yo me quedo con izquierda. Izquierda y con la gente de abajo.

¿Has percibido la erótica del escenario y la guitarra?

Poco. Me hubiera gustado percibirla más, pero claro, mis canciones no dan para enamorar a las quinceañeras. Todos los que nos dedicamos a cantar, y ya lo decía Serrat, «era para tocar el culo a las tías». O algo parecido. Pues claro, yo también, joder. Los que no hemos sido muy agraciados teníamos que hacer algo diferente para intentar follar, coño [risas]. Así de claro. Ahora menos, gracias a la música mucho menos, pero siempre he sido una persona muy tímida, muy callada, y la música me ha servido para abrirme y para dejar ese escudo de timidez y abrirme un poco a los demás. Y claro, yo empiezo a hacer canciones para eso, para la chica que me gustaba, para hacerle llegar esa canción con esa cinta… para esas cosas. Hombre, sí me ha servido, alguna vez me ha servido. No tantas como habría querido, pero bueno… Pero sí que me ha servido para conocer a la chica con la que llevo nueve años, y seguramente va a ser la definitiva. No seguramente, seguro. Y la conocí gracias a la música. Para qué vamos a pedir más.

¿Trabajas las composiciones o eres de los que las lees en un rincón oculto de tu cabeza?

Yo soy muy de flashes, de ideas que me llegan a la cabeza, melodías. Suelo trabajar las dos cosas a la vez, me llega ya con letra y música. Y sobre esa melodía que me ha venido y esas dos o tres frases, trabajo y hago las canciones. Soy muy vago, escribo rápido pero soy muy vago. A lo mejor entre canción y canción me tiro meses sin escribir, me tiene que pillar la inspiración.

¿Cuál de tus canciones te da más pudor?

Me dan pudor frases en canciones. Por ejemplo, en «Radical», cuando digo lo de beber de los pechos de las embarazadas, son frases que me digo: «Cómo he podido escribir esta burrada». Era un chaval cuando escribí esa canción, un descerebrado.

No lo veo tan mal.

Hombre, violar a premamás…

Eso sí está feo.

Ya solo la palabra violación es feísima. Y es más, hay trozos de esa canción, por ejemplo lo de follar con una enana y hacerla reventar… eso lo cambio en los conciertos. Ahora digo otra cosa, me da pudor decirlo ahora.

¿Con qué edad la escribiste?

Veintipocos, veintiuno o veintidós. Era un joven alocado. [Risas].

¿Y tu madre cuando veía esas letras?

Yo creo que mi madre a algunas canciones directamente no les ha prestado atención [risas]. Ha escuchado ruido y no se ha parado a pensar lo que dice realmente.

Y cuando tus hijos las escuchen…

No soy de tener hijos. Soy más de la práctica. Pero me daría mucho pudor que escucharan ciertas canciones.

¿Cómo reacciona la gente que conoce a José y después descubre al Chivi?

Yo creo que reacciona muy bien, porque ve efectivamente que el Chivi es un personaje, y que yo como persona soy una persona normal.

¿Te ha pasado alguna vez que te reconozcan y alucinen?

Claro. Y me dicen: «Tú no puedes ser así. No bebes, no te drogas, no eres un golfo». Y digo: «Bueno, lo he sido». Pero claro, tengo casi cuarenta tacos, canto esas canciones, pero ya no soy como cuando tenía veinte años, que era un loco, un tío alocado y sin moral.

Ahora toca responder con moral o sin ella: ¿abrazos o mamadas?

Hombre, por supuesto que me voy a quedar con las mamadas. Pero los abrazos, no solo los abrazos con la pareja, sino a lo mejor un abrazo que das a un amigo que hace tiempo que no ves…

Las mamadas también pueden ser con amigos.

[Risas]. Eso, como mucho, pajillas [risas]. Hay mucha magia en un abrazo. No solo un abrazo de amor que le das a una pareja, o una chica que te gusta, sino un abrazo con un amigo. Es un momento mágico. Las mamadas son mucha mamada, pero hay tiempo también para la ternura. Que conste que me quedo con las mamadas.

¿Sufres del síndrome del calvo cabrón, acuñado por un afamado psicólogo español?

No. Empecé a ser calvo desde muy joven y lo tengo totalmente asumido. Mi novia dice que tengo la autoestima muy alta, y que gracias a eso no me deprimo. Uno es como es, lo tengo asumido. No soy un tío como Alejandro Sanz o Bertín Osborne. Y sobre todo yo sabía que iba a ser calvo desde los veinte años, que empecé a perder pelo. Eso sí, soy un calvo con dignidad, eso de dejarme el pelo largo… ¿Soy calvo? Pues llevo el pelo corto, al cero casi, pero no me voy a poner una peluca ni voy a ser un calvo indigno de los que se peinan hacia delante. Y calvo cabrón no soy. No me afecta nada lo que me digan por ser calvo o que me llamen calvo. ¡Es lo que soy!

¿Y te deprime que alguien te diga que no le gustan tus canciones, aunque nosotros llevemos un buen rato alabándote?

Hombre, vamos a ver, es que mis canciones no pueden gustar a todo el mundo. Sería horrible. Sería Corea del Norte [risas]. Sería muy raro. Hay gente a la que mis canciones le pueden parecer una mierda, y yo lo respeto, y a mí me parecen una mierda otras cosas, y ya está. Cada uno tiene sus gustos. Había un tío que me decía que él solo escuchaba a Bob Dylan y que no había escuchado mis canciones, pero que seguro que eran una mierda. Y pensé: me parece bien. Tiene buen gusto porque escucha a Bob Dylan, que es uno de los grandes, creo que también podría escuchar a más gente, pero yo no soy tampoco de los que voy a hacerle cambiar de opinión. No le digo: «Tienes que escuchar mis canciones, que te van a gustar». Si piensas que no te van a gustar o no te gustan, ya está.

Recomiéndanos dos películas y dos libros.

Me quedo con El buscón, de Quevedo, que me gusta mucho, y con Cien años de soledad, de García Márquez. Y películas…

Dime otro libro, porque en Jot Down todos los modernos dicen Cien años de soledad.

Es que tengo un gran defecto, y es que leo poco. Es uno de mis mayores defectos, que voy a intentar corregir, lo estoy intentando ya. Lo que leo no es alta literatura, me gusta Stephen King. Sé que tendría que meterme a leer a Faulkner o a Conrad antes que a Stephen King, sé que hay escritores más interesantes que debería leer… Si tuviera que elegir otro me quedaría con Unamuno, San Manuel Bueno, mártir, que lo leí por obligación en el colegio y me gustó mucho.

Y ahora dos películas.

Ahí lo tengo más complicado porque soy muy cinéfilo. Te diría La vida es bella y La lista de Schindler, que son el mismo tema y a la vez no lo son. Son de mis películas preferidas. Y de cine clásico El crepúsculo de los dioses.

Leer a ciegas

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Betsy von Furstenberg leyendo un guion, 1950. Fotografía: Stanley Kubrick / SK Film Archives / Cowles Communications / Museum of the City of New York.

Trabajar como lector profesional es como cobrar por practicar sexo. De entrada suena estupendo, te van a dar dinero por algo que tú estás encantado de hacer gratis, pero muy pronto descubres que leer por obligación puede ser tan poco apetecible como tener que encamarse con un señor de Murcia (con perdón de los señores de Murcia) que no te atrae lo más mínimo. Eso sí, entre ambas actividades hay una diferencia sustancial, las tarifas. Follar está mucho más valorado.

Ejercí esta profesión durante años, la de lectora, digo, para Planeta. Aporto este dato, no para atribuirme ningún tipo de autoridad, sino para justificar cualquier flaqueza estilística en la que pueda incurrir a partir de ahora. Nadie sale indemne de un pasado así. El hecho de escribir una novela, independientemente de que el resultado que se obtenga sea bueno o malo, implica una inversión de tiempo y esfuerzo que por sí sola merece un respeto. También es cierto que cuando te ves obligado a engullir dos originales semanales, algunos de los cuales no han pasado aún por ninguna criba, sientes deseos de abrir el balcón y reclamar a gritos un poco de compasión.

Para realizar esta labor no se exigen grandes aptitudes, aparte de una vocación lectora, cierto espíritu crítico, confidencialidad y estar dispuesto a invertir mucho de tu tiempo libre. El trabajo es sencillo. El editor te proporciona un original ocultándote la autoría y tu obligación es devolvérselo acompañado de un breve informe que incluya un resumen argumental —cuando el texto está mal escrito y descuajaringado esa puede ser la parte más costosa—, una valoración literaria y otra desde el punto de vista comercial. Dos enfoques que difícilmente van de la mano.

Enfrentarse a un texto a ciegas, es decir, sin ningún condicionante previo, es una experiencia interesante. Cuando nos limitamos a ser lectores vocacionales, antes de sumergirnos en las páginas de un libro estamos subordinados a una serie de factores que no consideramos de forma consciente. La reputación del autor, la colección de reseñas y críticas que acompañan el lanzamiento o estrategias básicas como la faja en la portada que nos recuerda el número de ejemplares vendidos en el país vecino son elementos que influyen en la percepción que vamos a tener de la obra. No importa que nos prometan el libro del año cada mes, tendemos a creer lo que nos dicen voces autorizadas. Si nuestro frutero nos promete que los melocotones que hemos escogido son los mejores del mercado y una vez en casa descubrimos que no tienen nada de especial, probablemente no volvamos a confiar en él. Con los libros somos más flexibles. En el fondo, por muy avezados lectores que seamos, tenemos miedo a ser los únicos en no reír cuando el chiste ha terminado, a no ser capaces de encontrar lo que a todas luces todo el mundo parece haber visto.

Leer un ejemplar anónimo y opinar bajo la promesa de confidencialidad, siguiendo con la analogía sexual, es como entrar en el cuarto oscuro. No importa con quién, lo que cuenta es el nivel de satisfacción final. Y tal vez esa sea la auténtica manera de leer.

¿Pero se leen todos los originales que llegan a una editorial? Esa es la pregunta más recurrente entre los que alguna vez han enviado su trabajo con la esperanza de recibir una respuesta. Es imposible. Según el informe Panorámica de la Edición Española 2014 del Observatorio de la Lectura y el Libro, en el año 2014 se editaron 90 802 títulos, de los cuales 77 310 eran primeras ediciones, y más de 18 000 corresponden al área de creación literaria. Eso significa que cerca de cincuenta libros de ficción ven la luz por primera vez cada día. Si esas son las cantidades que se publican, el número de obras que esperan ser seleccionadas es bastante más elevado. Cualquier editor que desempeñe su trabajo en el marco de una firma relevante recibe textos a diario. Solo hay que imaginar ese amenazador montón de manuscritos aumentando en un goteo constante mientras las ventas de ficción descienden año tras año —un 30,5 % en el último lustro, según la Federación de Gremios de Editores de España— para caer en la sospecha de que estamos en un país donde se escribe más de lo que se lee.

En general el editor es un individuo que piensa en obtener una alta rentabilidad más que en ser recordado por su ímproba labor cultural, en el mejor de los casos considera las dos cosas. Si a sus manos llega una buena novela y se le pasa por alto, eso supone una desgracia para el autor y en segunda instancia para el lector. Si lo que se le pasa por alto es un éxito de ventas, la cosa ya es más grave. Pero si además el escurridizo título acaba siendo publicado por la competencia, entonces el asunto puede adquirir tintes catastróficos. Eso explica que se intente en la medida de lo posible tomar en consideración el máximo de originales, más si se tiene en cuenta que en los últimos años se han logrado ventas millonarias con obras primerizas de autores sin una trayectoria destacada. Nadie quiere ser reconocido como el editor que dejó escapar el best seller de la década. Aunque algún que otro borrón acaba siendo inevitable.

En el cuadro de honor de la ceguera editorial de las letras hispanas suele colocarse al editor y escritor Carlos Barral, al que se le acusó de haber desechado Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. Barral lo desmintió en una carta publicada en el diario El País en 1979, en la que declaraba no haber rechazado jamás el manuscrito, entre otras cosas porque nunca llegó a tener ocasión de leerlo. Tal vez el error lo cometiera alguno de sus lectores. Otro caso ilustre —este sí confeso— fue el del Premio Nobel de literatura André Gide quien, cuando trabajaba en la prestigiosa revista literaria de la que fue fundador, La Nouvelle Revue Française, consideró que una obra cumbre de la literatura universal, À la recherche du temps perdu, de Marcel Proust, no era apta para la publicación. En la carta que se le envió al autor —aunque parece que esta no fue redactada por el propio Gide, sino por uno de los editores—, se le reprochaba al interesado que hubiera dedicado treinta páginas a describir cómo un señor da vueltas en la cama intentando conciliar el sueño.

Seamos honestos, de entrada no suena apasionante. Gide no tuvo inconveniente más adelante en declararse admirador incondicional de la obra de Proust y reconoció no haber valorado su manuscrito por los prejuicios que tenía sobre él. En una carta personal posterior así se lo hizo saber, confesando que consideraba ese episodio uno de los errores más graves de la La Nouvelle Revue Française y «uno de los remordimientos más agudos de mi vida». Reconocer la genialidad no es fácil, esta puede tener una apariencia abrumadora. Desgraciadamente, lo abrumador pocas veces es genial; la mayoría de las veces es, simplemente, agotador. Por otro lado, hay que considerar que el lector es como un río, nunca es el mismo. Lo que en el pasado nos pareció interesante hoy nos puede resultar insustancial, y lo que hoy nos aburre mañana nos puede conmocionar. Cada libro refleja un momento del escritor pero también cada lectura la circunstancia emocional o intelectual del lector.

Más allá del infortunio y de los inevitables elementos subjetivos, algo se puede hacer para aumentar las posibilidades de que al texto de uno le presten mayor atención. Por lo pronto, acompañarlo de una carta de presentación para que con una breve inversión de tiempo el editor pueda hacerse una idea del perfil del autor y de la obra. Destacar un buen párrafo o una frase sugerente puede ser suficiente acicate para animar a la lectura. Mucho mejor si se consigue el sello de una agencia literaria como aval. Contar con el apoyo de un representante abre muchas puertas, digamos que la diferencia está entre acudir a una fiesta solo o de la mano de un amigo. En el segundo caso las probabilidades de que acabes aburrido en un rincón se reducen bastante.

A los lectores profesionales se les encargan informes tanto de textos de autores bisoños como de otros con una reconocida trayectoria a sus espaldas. La opinión de un lector a ciegas sigue siendo importante en estos casos. Aunque el editor ya dé por asegurada la calidad del texto y su publicación, sigue necesitando una opinión lo menos condicionada posible para reafirmar o replantear su impresión, valorar posibles modificaciones o anticiparse a la reacción del público, más si el autor plantea un cambio de temática, registro o rumbo estilístico.

Tendemos a creer que conocer la autoría de una obra juega a favor del creador, pero no siempre es así. Un caso ilustrativo fue el protagonizado por Romain Gary, uno de los escritores más destacados del pasado siglo xx. De origen lituano, su verdadero nombre era Roman Kacew, aunque se lo cambió siguiendo el consejo de su madre, quien, dotada de una inteligencia práctica, consideró que su hijo tenía un nombre ideal para triunfar como violinista pero no para hacerlo como escritor francés. Tuviera o no el nombre adecuado, lo que sí poseía era un talento excepcional que le llevó a merecer en 1956 el prestigioso Premio Goncourt por su novela de corte ecologista Las raíces del cielo. A pesar del reconocimiento unánime de la crítica, de contar con un público entregado y una destacada trayectoria intelectual, pasadas unas décadas la crítica empezó a acusarlo de estar pasado de moda, de ser incapaz de aportar nada nuevo en el campo de las letras. Gary, que ya había usado otros heterónimos, decidió a los sesenta años liberarse de la carga de su identidad e iniciar una nueva carrera bajo el nombre de Émile Ajar. Libre de los prejuicios que le acarreaba ser Romain Gary, se dispuso a llevar el juego hasta las últimas consecuencias y pidió a un primo suyo que lo encarnara en las presentaciones públicas. Silenció su verdadera identidad incluso cuando en 1975 volvieron a hacerlo merecedor del Premio Goncourt —un galardón que especifica en sus bases que solo puede ser concedido una vez— por La vida ante sí, una deliciosa novela que narra la relación entre una decrépita prostituta judía y un huérfano musulmán. En esta ocasión el libro fue elogiado por su aire joven y rompedor y por abrir una nueva perspectiva en las letras francesas. No se tiene noticia de que ninguno de los críticos se disculpara. Tampoco sabemos qué hubiera ocurrido en caso de que Gary no hubiera ocultado su identidad, pero es probable que el resultado no hubiera sido el mismo. En los libros ocurre como en otros campos de la vida, tendemos a ver lo que esperamos ver.

Cuando a una novela se le vaticina un buen tirón comercial, pero el estilo o el ritmo no se considera el apropiado, se pone en marcha el mecanismo de chapa y pintura. Es decir, pulir y abrillantar. En ocasiones es el propio autor quien acomete la labor —Ildefonso Falcones, autor de la exitosa novela La catedral del mar, reconoció haber reescrito bajo la orientación de expertos el texto varias veces hasta conseguir el resultado deseado—, pero en otras ocasiones son los ghostwriter o negros a sueldo de la editorial quienes lo hacen. En España esta es una de las profesiones con más futuro: hacer el trabajo y que lo firme otro. Una ardilla podría cruzar la península ibérica saltando de una cabeza a otra de profesionales con cierta proyección mediática que han querido completar su currículo publicando una novela sin necesidad de tener que escribirla, claro. Aunque ese es un lujo al alcance de la mayoría. No hace falta una suma importante para contar con tu propio libro sin pasar por la fatigosa labor de ir juntando palabras. En internet se ofrecen servicios profesionales, con discreción absoluta —hotel y domicilio— por doce céntimos la palabra. Tomando como referencia esta tarifa, un libro de la extensión de El Lazarillo de Tormes, por utilizar un ejemplo que no incomode a ningún autor, saldría por unos dos mil cuatrocientos euros. No es un mal precio si lo que se quiere es poder alardear ante amigos y conocidos. Este no es un invento de nuestros días. Aún hoy, expertos de distintas universidades no han logrado clarificar si todas las obras firmadas por Shakespeare las escribió realmente el Bardo de Avon o algunas llevan el sello de supuestos negros como el dramaturgo Christopher Marlowe o Edward de Vere, duque de Oxford.

Algunos autores tienen tanto tirón que no dan abasto a producir en la cantidad demandada, así que, si quieren cumplir con su público, no les queda otra que rodearse de un equipo de colaboradores que hagan el trabajo, ya sea de manera parcial o total. Cuanto más prolífico es un escritor, más probabilidades hay de que cuente con este tipo de ayuda. En la historia de la literatura es emblemático el caso de Alejandro Dumas padre, quien publicaba decenas de novelas al año, muchas de ellas best seller universales, como El conde de Montecristo o Los tres mosqueteros. Eso le obligó a organizar una pequeña industria a su alrededor en la que llegaron a participar más de setenta colaboradores. Aunque parece ser que era él quien imprimía el sello personal a sus historias, otros eran los que desarrollaban la parte más mecánica del trabajo. Su más estrecho ayudante fue el historiador Auguste Maquet, quien decidió llevarlo a juicio para reclamar sus derechos como autor. La justicia determinó que el trabajo y la documentación eran suyos, pero que el talento era de Dumas.

A nuestros días ha llegado una anécdota que, sin embargo, haría sonreír al ninguneado Maquet. Cuentan que Alejandro Dumas le preguntó a su hijo: «¿Has leído mi nueva novela?». «No —le contestó el otro—, ¿y tú?».


Rodolfo Walsh, la pluma y la pistola

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Rodolfo Walsh. Foto: Marco Rodriguez Garrido (CC).

—Hay un fusilado que vive.

Rodolfo Walsh era un solvente escritor de novelas policiales e incipiente divulgador cultural cuando en diciembre de 1956 alguien le soltó esa frase que cambiaría su carrera y lo auparía al altar de los grandes maestros de la literatura y el periodismo en español. «Hay un fusilado que vive», escuchó en el café donde solía jugar al ajedrez. El comentario no era del todo correcto. Del primer fusilado se pasó a un segundo, luego a un tercero… Y resultó que había siete fusilados que vivían. Walsh, de cuna conservadora y católica, se sumergió entonces en una minuciosa investigación sobre los fusilamientos perpetrados durante la sublevación del general Valle en junio de 1956. El resultado fue Operación Masacre, obra de culto del periodismo de denuncia. Veinte años después de su publicación, Walsh se convertiría en objetivo prioritario del régimen cívico-militar que tomó el poder a la brava en 1976. Oficial primero de la organización armada Montoneros bajo los alias de Esteban y Neurus, el escritor había evolucionado políticamente con los años y estaba decidido a llevar hasta sus últimas consecuencias su compromiso con la lucha revolucionaria. Cuando cayó en una emboscada de un «grupo de tareas» de la dictadura, en marzo de 1977, llevaba un maletín donde horas antes había guardado para su distribución varias copias de su testamento literario, la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar. Llevaba también, ajustado a la ingle, un revólver que usaría antes de ser acribillado en una esquina de Buenos Aires.

En una edición cubana de Operación Masacre y ¿Quién mató a Rosendo? (la otra gran crónica larga de Walsh) el escritor Leonardo Padura, autor del prólogo, advertía hace ya una década sobre la dificultad de encuadrar esas obras en un género literario concreto y concluía, como otros expertos, que tanto Walsh como otros cultivadores ilustres de la denominada crónica narrativa (de Norman Mailer a Gabriel García Márquez) enriquecieron los principios del oficio borrando esa frontera invisible que separa el periodismo de la literatura de ficción y moldeando un nuevo género literario, catalogado desde entonces de muy diversas maneras. El éxito de esa aventura literaria —sostenía Padura— radica en la permanencia que alcanzaron esos textos, «vivos y palpitantes cuarenta, cincuenta años después de escritos, capaces de mantenerse muy lejos del infinito cementerio en el cual ya está muerto y enterrado el periódico que leímos ayer».

Ese género que aborda los hechos con las herramientas del periodismo y luego los procesa con las armas de la ficción no tiene por su propia naturaleza híbrida una fecha concreta de alumbramiento. Walsh fue en todo caso uno de los precursores de esa nueva manera de contar la realidad. Operación Masacre se publicó por entregas entre enero y junio de 1957, primero en el periódico Revolución Nacional y luego en la revista Mayoría. Es decir, casi una década antes de que irrumpiera en Estados Unidos la saga de periodistas y escritores del denominado new journalism. Pero la discusión sobre quién puso la primera piedra del periodismo narrativo parece banal. Antes de Walsh ya habían experimentado con ese mestizaje literario Manuel Chaves Nogales, George Orwell o Ernest Hemingway… Y antes de ellos hicieron lo propio John Reed, José Martí o Rubén Darío. En todo caso, Walsh inscribe su nombre con lustre en la selecta lista de aquellos que se adelantaron al proceso de etiquetado que se registra a mediados de los años sesenta cuando Tom Wolfe y Truman Capote publican sus primeras obras de referencia. Cada autor aportó al género sus propias características estilísticas y conceptuales. Las investigaciones de Walsh, provistas de una abrumadora avalancha de datos y fuentes, están narradas con la pluma de un escritor excelso que ya había hecho sus pinitos en la novela policíaca. Ritmo, suspense y una calculada economía del lenguaje. Una argamasa literaria a la que Walsh sumó además la denuncia social.

La autodenominada Revolución Libertadora que derrocó a Juan Domingo Perón en septiembre de 1955 no solo forzó el exilio del general; proscribió el peronismo y llenó las cárceles de presos políticos. Meses después, algunos oficiales descontentos con el nuevo régimen se confabularon para tomar el poder. La fecha elegida para la sublevación del general Juan José Valle (al mando de los conspiradores) fue el 9 de junio de 1956. Esa misma noche, Walsh, que todavía no ha cumplido los treinta años, juega plácidamente al ajedrez en un café de La Plata cuando los tiros alteran a la parroquia del local. Su ciudad ha sido uno de los focos de la sublevación. Y de camino a su casa se topa con muertos y balaceras. Pero esos incidentes que observa en primera persona no serán los que le muevan a escribir la historia de la Operación Masacre, aunque su recuerdo se activará enseguida cuando escuche esa voz seis meses después en el mismo café:

—Hay un fusilado que vive.

Juan Carlos Livraga se llama el fusilado que vive. Tiene la mejilla y la garganta perforadas. Cuando Walsh lo localiza, todavía no sabe que son en realidad siete los «resucitados». Son los supervivientes de los fusilamientos que el régimen del general Aramburu perpetró en la localidad bonaerense de José León Suárez. Son los muertos vivientes de una operación que se llevó por delante las vidas de cinco civiles, totalmente ajenos a la sublevación de Valle aquel fatídico 9 de junio de 1956. Con la ayuda de la joven reportera Enriqueta Muñiz, Walsh va recabando documentación en los juzgados y las comisarías de la provincia de Buenos Aires. Y reconstruye con la paciencia de un entomólogo toda la trama de la Operación Masacre. Primero nos presenta a las víctimas de esa trama, trabajadores del barrio de Florida, en el partido bonaerense de Vicente López. Y acto seguido nos relata los hechos del 9 de junio con una prosa vertiginosa, ágil, lapidaria: la sorprendente detención, la angustia de los trabajadores, el traslado al basurero de José León Suárez, la displicencia de los policías, el grotesco y chapucero fusilamiento, y cómo siete de los doce detenidos logran escapar amparados por la noche o haciéndose pasar por muertos (a Livraga le darán varios tiros a bocajarro y ninguno lo matará).

Nadie hasta entonces había reparado en esas víctimas que dejó la represión. Orquestado por varios militares opuestos al régimen de Pedro Eugenio Aramburu, la sublevación no había contado con el apoyo de Perón (por entonces exiliado en Panamá). Oficialmente, la rebelión, sofocada en cuestión de horas, dejó una treintena de muertos entre militares y civiles. Cuando Walsh apenas comenzaba a tirar del hilo, pensó que debía apurarse para publicar la historia antes de que los grandes medios enviaran una legión de reporteros. No ocurrió nada de eso, como anotaría más tarde en la introducción a la segunda edición del libro:

Es que uno llega a creer en las novelas policiales que ha leído o escrito, y piensa que una historia así, con un muerto que habla, se la van a pelear en las redacciones, piensa que está corriendo una carrera contra el tiempo, que en cualquier momento un diario grande va a mandar una docena de reporteros y fotógrafos como en las películas. En cambio se encuentra con un multitudinario esquive de bulto (…) Es cosa de reírse, a siete años de distancia, porque se pueden revisar las colecciones de diarios, y esta historia no existió ni existe.

Nadie quería asomarse en 1957 al agujero negro de la represión. Con una identidad falsa, el periodista se refugia en una casita del delta del Tigre, al norte de Buenos Aires, y allí va tejiendo pacientemente los mimbres de una historia que conjuga el vértigo de una novela negra de Dashiell Hammett con la carga de profundidad de una denuncia social lanzada en plena dictadura.

Descendiente de irlandeses, Rodolfo Jorge Walsh nació en Lamarque, en la provincia de Río Negro, el 9 de enero de 1927. Tras recibir una educación religiosa, a los catorce años se instala en Buenos Aires y trabaja desde muy joven en lo que le sale al paso, desde limpiar cristales hasta vender antigüedades. Un trabajo como corrector y traductor en la editorial Hachette lo conecta con el periodismo y comienza a colaborar en las revistas Leoplán, Panorama y Vea y Lea. Con apenas veintiséis años publica su primer libro de cuentos, Variaciones en rojo (1953), y a renglón seguido Diez cuentos policiales argentinos y Antología del cuento extraño. En esa época, mediados de los años cincuenta, Walsh vivía casi alejado de la política activa. Había coqueteado de adolescente con el antiperonismo y la derecha nacionalista e incluso había defendido el golpe de 1955 contra Perón.

Como subraya el ensayista Eduardo Jozami en su libro Rodolfo Walsh, la palabra y la acción, la evolución ideológica de Walsh muestra las distintas aristas que presenta su figura, mucho más compleja de lo que pudiera desprenderse de su férrea militancia política durante los últimos diez años de su vida. Esa evolución, por otra parte, coincide con la propia transformación que vivieron los líderes de Montoneros, una organización que se gestó en el seno de grupos de derecha católica. Jozami recuerda en su libro las palabras de afecto y admiración que profesa Walsh en un artículo hacia uno de los aviadores que participaron en el derrocamiento de Perón: «Es notable, a la luz de la evolución posterior de Walsh, este homenaje, meses después de que aviones de la Marina bombardearan la plaza de Mayo el 16 de junio, dejando centenares de muertos». Walsh nunca trató de ocultar ese pasado. «No soy peronista —escribió en la revista Mayoría en septiembre de 1958—,  no lo he sido ni tengo intención de serlo (…) Puedo, sin remordimiento, repetir que he sido partidario del estallido de septiembre de 1955 y no solo por apremiados motivos de afecto familiar —que los había—, sino que abrigué la certeza de que acababa de derrocarse un sistema que burlaba las libertades civiles, que fomentaba la obsecuencia por un lado y los desbordes por el otro».

La ebullición política y social que vive Argentina en los años sesenta explicará en parte ese viraje ideológico del escritor y su posterior adhesión a Montoneros, con cuya cúpula llegaría a disentir sobre la estrategia a seguir cuando la derrota de la «juventud maravillosa» era ya un hecho y los muertos y desaparecidos en sus filas se contaban por miles.

Ricardo Masetti y Ernesto Guevara, ca. 1958. Foto: Prensa Latina (DP).

Otra influencia decisiva en el pensamiento de Walsh fue su viaje a la Cuba revolucionaria de 1959. Su amigo Jorge Ricardo Masetti, con quien había coincidido durante su militancia en Alianza Libertadora Nacionalista, fue el cerebro de un proyecto con el que Fidel Castro y el Che Guevara querían contrarrestar los ataques mediáticos de Estados Unidos en plena guerra fría. A Masetti lo había llamado el propio Che Guevara pocos días después de que los barbudos entraran en La Habana en enero de 1959. La Operación Verdad acababa de nacer. Y Masetti era el enlace de los comandantes cubanos con la prensa latinoamericana. Con ese impulso se fundaría Prensa Latina, que en pocos meses de vida ya contaba con corresponsalías en más de veinte países y emitía más de cuatrocientos cables diarios. Entre los colaboradores de lujo de la agencia figuraban Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti y Jean Paul Sartre. Cuando Masetti le propuso que le acompañara en esa aventura, Walsh no lo dudó. Si había un país en el que se estaba decidiendo el futuro de América Latina era Cuba. Casi dos años permaneció Walsh en la isla. La confianza de Masetti en él era tal que enseguida lo nombró responsable del Departamento de Servicios Especiales de la agencia para elaborar los reportajes de mayor profundidad. Su mejor servicio a la Revolución se produjo casi de casualidad, cuando un buen día se coló por error un mensaje encriptado entre la maraña de teletipos que llegaban a la redacción de Prensa Latina. Con unos conocimientos mínimos en criptografía, Walsh descifró que el cable había sido enviado a Washington por el jefe de la CIA en Guatemala e informaba sobre los planes para invadir Cuba y el lugar exacto del país centroamericano donde eran entrenados los exiliados cubanos que participarían en la acción (más tarde concretada en la frustrada invasión de Playa Girón en abril de 1961). García Márquez relataría más tarde en un artículo aquella prodigiosa revelación de Walsh. El periodista argentino abandonaría Cuba definitivamente antes de la invasión de Playa Girón. Su entrega total a un proceso revolucionario tardaría unos años y se materializaría en su propio país.

Si Operación Masacre fue un punto de inflexión en la carrera de Walsh, la publicación de ¿Quién mató a Rosendo? en 1968 marca definitivamente el cruce entre la literatura y la política en la carrera del escritor. Esa segunda obra de no ficción de Walsh narra el enfrentamiento a balazos entre dos sectores del sindicalismo peronista ocurrido en la localidad bonaerense de Avellaneda en mayo de 1966. Uno de los tres muertos que dejó el tiroteo fue Rosendo García, dirigente de los obreros metalúrgicos. Como hiciera en Operación Masacre, el autor recurrió a un minucioso trabajo de documentación, a numerosas fuentes orales y a la descripción detallada  de sus personajes, deteniéndose en los líderes de las dos facciones enfrentadas: Timoteo Vandor, cabeza visible del sindicalismo conservador, y Domingo Blajaquis, pope comunista (y otro de los tres muertos en el enfrentamiento). La investigación realizada por Walsh arrojaba conclusiones alarmantes sobre el respaldo que el establishment había prestado a Vandor (cuyos hombres fueron los responsables de las muertes, según Walsh). El jefe de ese sindicalismo conservador que defendía un peronismo sin Perón sería asesinado en 1969 por un comando armado, presumiblemente del grupo Descamisados, germen de lo que luego sería Montoneros, el grupo peronista de izquierda al que pertenecería Walsh hasta el final de sus días.

La fundación de Montoneros en los años setenta coincide con la maduración política de Walsh, que acepta a regañadientes el paso a la clandestinidad de la organización en septiembre de 1974 tras sus fuertes choques con el peronismo más recalcitrante. Para entonces, Walsh defiende ya una suerte de literatura armada en la que el escritor y el militante sean un todo. Pronto asume tareas de inteligencia para la guerrilla y defiende la lucha armada como método para la toma del poder.

El golpe de Estado de marzo de 1976 le obliga a redoblar las precauciones en la clandestinidad. La mayoría de los jefes montoneros abandonan el país pero Walsh rechaza la propuesta de viajar a Roma. Cuando se estrecha el cerco para cazarlo, se refugia junto a su compañera, Lilia Ferreyra, en una casa de San Vicente, en la provincia de Buenos Aires. La capital ya ha dejado de ser segura. El autor de Los oficios terrestres será testigo de los horrores de un régimen empeñado en la eliminación física del enemigo. Victoria, la hija mayor de Walsh, será una de las primeras víctimas. En diciembre de 1976 el periodista lanza la «Cadena informativa», un intento de romper el muro de la censura: «Cadena informativa puede ser usted mismo (…) Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo (…) Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. Derrote al Terror». Antes había creado ya en Buenos Aires una agencia clandestina, ANCLA.

En esa casita de San Vicente Walsh vuelve a sentirse escritor, como le confiesa a un compañero. Allí escribirá su último relato, Juan se iba por el río, que ostenta tal vez el triste récord de ser el primer cuento «secuestrado-desaparecido» de la historia de la literatura. Lilia Ferreyra, fallecida en 2015, fue la encargada de transcribir un texto del que siempre solía recitar su comienzo: «Juan Antonio lo llamó su madre. Duda era su apellido. Su mejor amigo, Ansina y su mujer, Teresa». El único borrador del cuento fue incautado por los agentes que irrumpieron en la casa de San Vicente después de que Walsh cayera en la emboscada. Solo otra persona alcanzó a leer el relato. Fue un preso de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el temible centro de detención clandestino a donde llevaron a un Walsh moribundo. Martín Gras, que sobrevivió al terror de los militares, lo vio llegar y después se las arregló para leer algunos de los papeles que sus captores habían dejado en el sótano de la ESMA. En un encuentro posterior con Ferreyra en Madrid, Gras pudo rememorar algunas escenas de ese último cuento de Walsh donde se narran las tribulaciones de un hombre —el último argentino del siglo XIX— curtido en mil batallas que observa el horizonte desde una orilla del Río de la Plata. Ese hombre se anima al final a cruzar el río, pero no sabremos qué pasará con él. Ferreyra solía decir que lo importante era su decisión de cruzar el río, una actitud que comparaba con el compromiso de Walsh para denunciar los crímenes de la dictadura desde la peligrosa trinchera de la clandestinidad.

Y no hubo una denuncia más contundente de esos crímenes que la Carta abierta de un escritor a la Junta Militar, una auténtica bomba discursiva que Walsh terminó de escribir el 24 de marzo de 1977, un día antes de su caída:   

Estas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles.   

La Carta constituye un breviario de los desmanes que cometieron los militares en el primer año de su reinado del terror. Como oficial de Inteligencia de Montoneros, Walsh estaba al tanto de muchas denuncias realizadas por los militantes o sus familiares, sabía perfectamente que muchas de las supuestas bajas en combate del enemigo que anunciaba el régimen eran en realidad ejecuciones de activistas. Pero Walsh va más allá en su alegato al poner de relieve la importancia de las connotaciones económicas de la dictadura. El escritor vislumbró ya en ese momento la estrecha relación entre la represión y el saqueo económico que sufrieron las clases populares tras el golpe de Estado de 1976:  

Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada.

Las horas finales de Walsh están marcadas por un cúmulo de infortunios y un cierto abandono de las estrictas medidas de seguridad que hasta entonces había cumplido a rajatabla: la avería del coche en el que deberían haber ido a Buenos Aires él y Lilia, el encuentro fortuito en la estación de tren de San Vicente con el hombre que les gestionó la venta de la casa de campo y que les entregó allí mismo una copia del contrato que Walsh guardó en su maletín, la cita-trampa con el compañero que lo había contactado bajo presión ya en manos de los militares… Walsh, que desde aquel 25 de marzo pasó a engrosar la lista de los treinta mil desaparecidos de la dictadura argentina, logró enviar al correo varias copias de su Carta, dirigidas a diversos medios de comunicación. Pero nadie se atrevió a publicarla en Argentina. Sí lo hizo poco después el periódico venezolano El Nacional.

Al contrario que Juan Carlos Livraga y el resto de «fusilados vivientes» de la Operación Masacre, Walsh no sobrevivió a la emboscada del grupo de tareas 3.3.2. de la ESMA en el barrio porteño de San Cristóbal. Consciente de que su suerte estaba echada, el escritor se defendió con su revólver y logró herir a uno de sus atacantes antes de recibir una descarga de balazos. ¿Quién mató a Rodolfo Walsh?, se preguntaba El Nacional al publicar la Carta del intelectual montonero. Hoy, cuarenta años después de su desaparición y cuando la obra de Walsh ha alcanzado las más altas cimas de la literatura y el periodismo latinoamericanos, la pregunta que sigue sin respuesta es dónde están los restos del escritor, un enigma que sus asesinos —algunos de ellos todavía vivos— nunca han querido revelar.

Buenos Aires, 2011. Foto: Marcos Brindicci / Cordon.

Las chicas del boom

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Foto: DP.

Siempre es buen momento para recordar el boom. Y para revisarlo. Es algo tan nuestro que uno siente que puede jugar cuanto quiera con el concepto. A quienes vivieron aquellos años del boom o del postboom se les regaló algo que no tenía precio: la posibilidad de soñar que eran testigos de cierta grandeza. De un día para otro algo muy importante ocurría en las letras en español, y uno estaba ahí. Acudías a la librería a comprar el nuevo de Carlos Fuentes, García Márquez o lo que tocase y, cuando por fin estabas en casa y te sumergías en la lectura, sentías que con aquel libro se estaba abriendo para ti la historia de la literatura, de manera que uno era como esos arqueólogos que entran por primera vez en la cámara de un faraón que supo ser más listo que los saqueadores. El boom fue importante sobre todo porque nos transmitió esa grandeza. Lo reconozcan o no, no hubo miembro de este circo de pulgas que es la literatura que no disfrutara de esos años. Hubo ilusión para todos, desde autores a lectores, desde editores a críticos, y además mucho dinero para algunos de ellos.  

Las chicas del boom son la otra parte de aquel sueño: la que uno no recuerda cuando despierta. Se trata de un grupo de mujeres tremendas, muchas de ellas indómitas, tan interesantes que cuesta leer, de biografías tan laberínticas que invitan a perderse en ellas. Merecerían haber sido parte del boom, pero, por si alguien no se había dado cuenta todavía o no del todo, aquello fue un club de hombres. José Donoso, en ese libro impagable —y tremendamente confuso, por otra parte— que es Historia personal del boom, lo llamó «la pandilla masculina». El boom es un fenómeno pendiente de analizar adecuadamente, entre otras cosas porque la mayor parte de los que hasta ahora han invertido tiempo en razonar la ausencia de mujeres en la nómina oficial del movimiento han elegido como explicación del hecho la salida más fácil: que simplemente reflejaba las condiciones de la mujer en América Latina, algo que no solamente es una simplificación derrotista, sino que sobre todo no ayuda nada a que esas situaciones no vuelvan a repetirse. Y es una mala solución, en primer lugar, porque hablar de Hispanoamérica como si se tratase solamente de un país es un error, pues se olvida la idiosincrasia cultural, social y política de cada uno de los Estados, que como sabe cualquiera que realmente haya estado allí es radicalmente distinta, cuando no antagónica. Pero además se trata de un error de enfoque porque, diciendo eso, se olvida lo principal: que el boom de la literatura hispanoamericana fue un movimiento literario que creó su música utilizando partituras americanas (un puñado de obras maravillosas) pero bajo la batuta de directores de orquesta europeos, particularmente la pareja compuesta por C. B. y C. B. (Carmen Balcells y Carlos Barral). No hace falta ser el mayor erudito del boom para conocer el peso e influencia que Carmen Ballcells ejerció en el nacimiento, desarrollo y quizá muerte del movimiento. De esta forma llegamos a la primera de las paradojas sexistas del boom: que fuera en gran medida un fenómeno de hombres comandados por una mujer.

La cuestión es que no fue un club de hombres por el mero hecho de que estuviera compuesto exclusivamente por varones, sino porque en gran medida intentaron ser un movimiento masculino-macho. Mucha gente ha hablado ya de la lucha entre ellos por tomar el liderazgo del grupo (y que alcanzaría proporciones verdaderamente épicas en la pugna Vargas LlosaGarcía Márquez), en una carrera de gallos de corral que, al fin y al cabo, fue una exhibición del ansia de dominio asociado al estímulo macho. Ya Cortázar metió la pata con aquella clasificación suya de lector macho y lector hembra, definiendo al primero como el individuo que lucha para encontrar el significado de la lectura, y que por tanto se convierte en cómplice activo del autor, y reservando el segundo para quien se deja llevar y pide una historia que sea una cucharada que circule directamente del plato a la boca. Hubo un momento en el que alguien quiso suavizar la desafortunada división de Cortázar y los rebautizó como lector activo (macho) y pasivo (hembra), pero en estos temas los arreglos nunca funcionan. García Márquez dijo (o alguien dice que dijo) aquello de que aborrecía a las mujeres intelectuales. Añadir anécdotas de este tipo no contribuye a que uno lleve más razón, pero lo cierto es que son tantas las autoras de aquella época que prácticamente escribieron a escondidas, o que fueron mal publicadas y menos celebradas, que resulta imprescindible echar la vista atrás e inventar otro boom.

¿Qué mujeres merecieron estar allí? Los ingleses siempre dicen que cualquier lista es injusta, aunque en su prensa ofrezcan una cada semana. Por genialidad y sentido de la confusión (algo que en realidad es muy del boom), la primera de la fila podría ser Elena Garro, un ser infeliz hasta lo inimaginable. Mujer de Octavio Paz y odiadora profesional del mexicano durante décadas, su genialidad solamente es pareja al tamaño de los problemas mentales que la aquejaron. Suya es aquella frase de «Yo vivo contra él y escribo contra él», que constituye uno de los mejores lemas de odio intelectual con los que uno se ha cruzado. La inteligencia y sensibilidad de Elena Garro ya se desprenden desde  la belleza y originalidad del título de la que probablemente sea su mejor obra: Los recuerdos del porvenir, una peculiar interpretación del pasado reciente de México envuelta en un tiempo detenido que recuerda al gran RulfoTestimonios sobre Mariana es una especie de juego autobiográfico convertido en literatura, y La culpa es de los txalcatecas es puro realismo mágico avant la lettre. En lo personal también tuvo un lado tremendamente oscuro, como informante del servicio secreto de su país. En ese cometido pudo traicionar a escritores como Luis Villoro, Rosario Castellanos o al propio Octavio Paz. Como prueba de que la visión de la mujer en el mundo literario no ha cambiado tanto como se pensaba, al menos en cuanto al rol de la mujer verdaderamente artista, la última reedición de su obra Reencuentro de personajes en España lucía una faja en la que como única presentación de la autora se decía: «Mujer de Octavio Paz, amante de Bioy Casares, inspiradora de García Márquez y admirada por Borges».

Elena Poniatowska ha dicho cosas impresionantes al respecto del boom y las mujeres, porque es persona muy interesante y cuando se la entrevista siempre se consigue algo especial, pero mi análisis favorito del problema es aquel en el que cuenta que el rol de la mujer en América Latina se limita a hacer de Resistol, un fuerte pegamento que mantenga la familia unida. También ha dicho que una mujer escritora tiene que empeñarse sobre todo en ser buena, por la sencilla razón de que «si eres mala no le sirves a ninguna causa». No vendría mal recordar la frase a muchas escritoras actuales que piensan que por el mero hecho de ser mujer son testimonio y bandera de algo. Como autora ha publicado mucho, pero yo me quedo con La flor de lis de 1988, una obra cautivadora, enigmática, compleja. Nos ha regalado mucho más, como esa delicia que es La piel del cielo o Leonora.

Brasil perdió el tren del boom, y con el país perdió su oportunidad una autora brasileña magnífica, que debería haber tenido más hueco en el movimiento: Clarice Lispector. Lispector engañaba al tiempo para escribir, dedicándose a la tarea de las letras entre ruidos domésticos y su vida antiliteraria de mujer de embajador. Escribía consejos de moda y recetas bajo seudónimo, aunque se cuenta que era incapaz de freír un huevo. Eso ocurría porque lo que realmente cocinaba en casa eran obras como esa joya publicada cuando solamente tenía veintiún años llamada Cerca del corazón salvaje. Como la Garro, Lispector también tuvo lemas de escritora abigarrada y bukowskiana: «Los que me lean se llevarán un puñetazo en el estómago, a ver si les gusta. La vida es un puñetazo en el estómago». Cuando Lispector escribe lleva al lector a una suerte de cámara de la inconsciencia, donde el pensamiento es una especie de eco incesante que la autora traslada al texto. La pasión según G. H., otra de sus obras más interesantes, es un monólogo interior radicalmente distinto, kafkiano por más que el lector encuentre que lo que ahí se dice es vigorosamente posible.

Cuando María Luisa Bombal confió a su amigo Jorge Luis Borges el argumento de la novela que preparaba, que finalmente se llamó La amortajada y es otro título de ese boom invisible, este le respondió con una sentencia sobre los problemas que le veía al proyecto que haría temblar de envidia la supuesta oscuridad de las respuestas del oráculo de Delfos: «Dos riesgos lo acechan, igualmente mortales: uno, el oscurecimiento de los hechos humanos de la novela por el gran hecho sobrehumano de la muerta sensible y meditabunda; otro, el oscurecimiento de ese gran hecho por los hechos humanos». A pesar de ello, María Luisa no cejó en su empeño y trabajó en la novela cuanto pudo. El resultado final fue tan bueno que el divino Jorge Luis Borges reconoció que la autora había sorteado muy bien los peligros que acechaban a la novela, recompensándola con otras palabras inolvidables, esta vez para celebrar una obra que debería estar en todo canon del boom: «Libro de triste magia, deliberadamente suranée, libro de oculta organización eficaz, libro que no olvidará nuestra América», dijo Borges.

Para encontrar la parte más oscura del boom en lo referente al papel de la mujer hay que visitar a la familia Donoso. Pilar, mujer de José Donoso, ofreció el texto llamado El boom doméstico, que se ocupa de la trastienda del movimiento con el acento puesto en cómo las grandes figuras trataron a sus mujeres. Alguien ha etiquetado a las esposas de Gabo y Vargas Llosa como las chachas del boom. Pero el documento verdaderamente desgarrador es el de la hija del matrimonio. Correr el tupido velo, que así se llama el libro, es una crónica de la infelicidad y una biografía negra de su padre que encuentra profundidades abisales. Ofrece detalles sobre el trato de José Donoso a su mujer, en su obsesión por alcanzar la excelencia literaria. Dos años después de dejar la obra en imprenta, la chica se quitó la vida. La muerte sobrevoló a las mujeres que estaban cerca del boom de una manera tan especial que parece narrada por el propio realismo mágico. Se cuenta que la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi, siendo joven, visitó la casa de un tío suyo que atesoraba una magnífica biblioteca. La futura autora aprovechaba las ausencias de su pariente para leer aquellos libros, hasta que un día su tío la colocó frente a los anaqueles y le dijo: «Imagino que todavía no has leído todos los libros que tengo, pero sí te habrás dado cuenta de cuántos libros de mujeres hay». Solamente había tres, y Cristina así lo señaló. Las elegidas para estar en la biblioteca de aquel tío lector eran Alfonsina Storni, Virginia Woolf y Safo. La sentencia de su tío fue tremenda, y me parece un símbolo de cuál era el pensamiento de la época y una explicación transversal de por qué no hubo chicas en el boom: «Las mujeres no escriben. Y cuando escriben, se suicidan».

Los hablantes de español tuvimos uno de los movimientos literarios contemporáneos más grandes y prolíficos, y para celebrarlo le pusimos una etiqueta que es un anglicismo: boom. Así somos, y por eso la grandeza que circula en español nunca lo es del todo. Pasada la juerga, toca revisar qué ocurrió realmente, aunque no sabemos cuántas personas están dispuestas a remover el canon. Como ocurre con todos los renglones torcidos de la historia, tan grave es que ocurriera como que nadie se diera cuenta. El boom no fue femenino en su tiempo, y eso no se puede cambiar, pero sí puede serlo ahora, en la visión de la historia, pues depende exclusivamente de cómo queramos construirla. Si algo nos ha enseñado el siglo XX es que la memoria de los hechos no es ni más ni menos que lo que uno quiere que sea, de modo que el recuerdo está ahí para romperlo, para jugar con él, estirarlo y comprobar en qué momento llega a ceder. No se trata de cuestionar a la partida de hombres que lo compuso en su momento, ni de despreciar a nadie —intentamos ganar, no perder—, sino de incorporar mujeres al boom. Señalar a quien se lo mereció en su tiempo y no lo tuvo, o no en la magnitud que merecía. Lo verdaderamente mágico del realismo mágico fue que ninguna mujer pudiera llegar a luchar por lo más alto, aunque hubiera muchas cuya obra fuera suficientemente digna. No sea que al final alguien venga a decirnos que, efectivamente, el mejor autor de la historia de las letras hispanoamericanas es una mujer: sor Juana Inés de la Cruz.

Bailar en la cuerda

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Imagen: United Artists.

Un hastío rapaz me ató a este árbol.
Si ese dios fuera yo, haría lo que hice.

(Sylvia Plath)

La Biblia no dice nada abiertamente del suicidio como pecado, pero sí del asesinato. Si entendemos el suicidio como un asesinato contra nosotros mismos, solo queda descifrar si cometer un autoasesinato es pecado o no. Ah, no es tan fácil, porque para que eso no ocurra, para que el suicida no sea además un pecador, debería arrepentirse para poder ser perdonado por Dios. Pero ¿cómo va a arrepentirse a tiempo el suicida?, ¿de cuántos segundos dispone? Así que técnicamente la Biblia no habla de este asunto, aunque sí del suicidio, pero es una regla no escrita: es Dios, y no tú, quien decide cuándo debes morir. ¿Quién demonios —perdón— te has creído para adelantarte al Señor?

De la lista de posibles suicidios, el ahorcado es, quizá, el que menos material necesita. Una cuerda de cortina, por ejemplo, y listos. ¿Quién no tiene una cortina a mano? Acerca de la muerte del ahorcado hay muchas teorías. La mandrágora, por ejemplo, que es la planta que crece donde ha caído el semen de los ahorcados. Porque se contaba que el ahorcado, en las últimas convulsiones, eyacula. Y a esas convulsiones se las llamaba bailar en la cuerda, por cómo se mueven los cuerpos sin llegar a tocar el suelo, sufriendo espasmos que podrían recordar —a las mentes más morbosas— a un baile.

Aunque la horca es aún un método legal de ejecución en algunos países, los suicidas que la utilizan por voluntad propia lo que buscan es una muerte rápida. No necesitan tiempo para pensárselo, no dudan y, sobre todo, no necesitan el perdón de Dios. Se han creído con el derecho de elegir cuándo y cómo morirán —un atrevimiento anticristiano—. Pero, en fin, esto no es un manual de la horca y sus distintos modelos, no es un catálogo de posibilidades —suicídese en tres cómodos pasos—. La horca es también un motivo literario, aunque menos utilizado como recurso en la literatura que entre los suicidas o en ejecuciones reales.

El ahorcado y el cine

La primera ahorcada y bailarina es Björk, que en Bailar en la oscuridad da ya suficientes datos sobre cómo la literatura y las creencias populares te advierten desde el título. Ciega y tiernamente confiada, necesita dinero para operar a su hijo, que también perderá la vista, y es así, en un rocambolesco drama de Lars Von Trier, como acaba con la soga al cuello en contra de su voluntad. La pena de muerte no podía ser más literal. Sin embargo, en los libros el ahorcado es perfectamente consciente de que quiere acabar con su vida, y necesita que se acabe ya. Son personas que necesitan huir sin dejar rastro, ninguna explicación. Podrían ser suicidas de pistola, de los que se arrojan por la ventana o toman cicuta —pero tienen mucho más a mano una cuerda—.

El ahorcado y el niño

Siempre creí que los muertos debían tener sombrero. Ahora veo que no. Veo que tienen la cabeza acerada y un pañuelo amarrado en la mandíbula. Veo que tienen la boca un poco abierta y que se ven, detrás de los labios morados, los dientes manchados e irregulares. Veo que tienen la lengua mordida a un lado, gruesa y pastosa, un poco más oscura que el color de la cara, que es como el de los dedos cuando se les aprieta con un cáñamo. Veo que tienen los ojos abiertos, mucho más que los de un hombre: ansiosos y desorbitados, y que la piel parece ser de tierra apretada y húmeda. Creí que un muerto parecía una persona quieta y dormida y ahora veo que es todo lo contrario. Veo que parece una persona despierta y rabiosa después de una pelea.

Así es como empieza La hojarasca, un libro breve y brillante de Gabriel García Márquez. El niño llega a la casa del ahorcado y se sorprende de que un muerto no tenga el aspecto de un hombre dormido. La boca la tiene un poco abierta, los labios se han vuelto morados, se ha mordido la lengua, y el color de la piel es oscuro. Los ojos, desorbitados; la piel, apretada y húmeda. Así es, un ahorcado no es un muerto amable —si es que los hay—. El ahorcado de esta historia es, además, un ahorcado para el que en vida todos deseaban un final terrible. Y eso es lo que ocurre con los que, además de suicidas, son dobles pecadores: nadie quiere enterrarlos. No merecen el descanso cristiano, eterno; no merecen ni el perdón de Dios ni el de sus iguales. Pero el abuelo del niño que creía que los muertos llevaban sombrero… se empeña. ¿Y quién peca más, el ahorcado o el que entierra al ahorcado?

El ahorcado y la huida

Los hay con prisa, eso sí. En El ahorcado de León Tolstói y en El ahorcado de Saint Pholien, de Georges Simenon, el caso es distinto. Tolstoi nos presenta un conflicto bien diferente al de un crimen o un suicidio. Deben elegir al quinto que irá como soldado, y entre la comisión que lo elige y la patrona no se ponen de acuerdo. Todos quieren mandar al frente al borracho y ladrón, por su mala conducta. Pero la señora se ha encaprichado con él, porque desde que tuvieron una conversación, ha cambiado por completo. Si ahora que está siendo un buen siervo lo castiga y lo manda como quinto, ¿no estará cometiendo una injusticia? Así que decide salvarlo, y para salvarlo lo libera y lo manda a hacer un recado. El mentiroso, borracho y ladrón pasará unos días solo, en carro, y deberá llevar una cantidad de dinero que le solucionaría la vida. Él, que no es de fiar, merece toda la confianza de la señora. Se promete a sí mismo y a su esposa que no tomará ni una gota de alcohol y lo cumple, y mientras va y viene de su recado, feliz por haberse reformado, se duerme en el carro, galopando. El dinero, que oculta bajo el sombrero, ha salido volando por un agujerito de la tela. Ser pobre es no tener dinero para un buen sombrero que te cubra la cabeza en invierno, un gorro que debe guardar el dinero que te salvará. Y ser pobre y desdichado significa que, ante la reacción de la señora por no cumplir con tu palabra, ¡para una vez que haces bien las cosas!, es mejor suicidarse. Esto es: desaparecer rápido del mapa.

Igual que en Saint Pholien. Al ser novela negra, por supuesto el suicidio tiene mayor misterio y dramatismo y la información está dosificada astutamente. Aunque hasta el capítulo cinco no aparecen los ahorcados, ya desde las primeras páginas asistimos a un suicida con pistola. Busca, también, después de que le roben una maleta con un traje viejo y manchado de sangre, una solución rápida: pero este pecador tiene pistola, no necesita sus cortinas. Cuando llegas a los ahorcados, son solo pinturas. Sí, cuadros y más cuadros de un hombre ahorcado en… ¡una iglesia! El colmo el anticristianismo. Suicidarse en una iglesia es algo más que pecado, por supuesto. Y el ahorcado de esta historia de misterio y detective es mucho más inocente de lo que cabría esperar —pero no a ojos de Dios—. Klein, el chico de la horca, era solo un joven trastornado y pobre que no supo afrontar el crimen que cometió. No solo se autoasesinó, sino que mató a otra persona. Y, además, pone por testigo a Dios, suicidándose en su propia casa. El detective de Simenon va poco a poco acercándose al secreto que guardan Los compañeros del Apocalipsis, el club de un grupo de universitarios que quieren revolucionar el mundo y acaban arrastrando durante todas sus vidas el baile de un ahorcado.

El ahorcado y el secreto

Charles Dickens, en cambio, propone otro de los aspectos del ahorcamiento y no solo del ahorcamiento, sino del suicidio en general. En su relato El secreto del ahorcado se plantea, sin demasiado dramatismo, cómo un error lleva al personaje del relato a la soga. Expulsado de su familia y sin nada que llevarse a la boca, se acaba cruzando con un muerto: un muerto que tiene más que él, dinero y ropa. Así que cambia su identidad y se hace pasar por él, pero Muller, a quien suplanta, ha cometido algún pecado… perdón, algún crimen. Algo ha pasado con un niño. De modo que cuando se encuentran con el nuevo Muller y le interrogan, no sabe qué contestar. La muerte es así, no tiene respuestas. Y la de los suicidas, como las muertes inesperadas, menos aún. El Muller de mentira soporta chantajes y preguntas, pero de verdad no sabe dónde está el niño, quién es ese niño, qué ha pasado con ese niño. Pero no importa, porque él es quien creen que es. El verdadero Muller, que sabría cómo contestar a la pregunta, se ha llevado con él —no se sabe si al cielo o al infierno— el secreto. Y el pobre diablo que no puede responder en los interrogatorios ha dejado al narrador del cuento sin desvelar el misterio. Nadie sabe qué ha pasado con el niño, porque el Muller embustero, el que asume una identidad problemática, ha sido condenado y ya cuelga de su soga, ya baila en la cuerda.

El ahorcado y la poesía

Hay un último estadio del ahorcado, del suicida en general, que lo aúna al romanticismo. Sí, hasta el momento todos los ahorcados citados son hombres pobres que no tienen escapatoria, que no saben qué hacer con su vida y buscan el atajo —un atajo que Dios no les ha autorizado a utilizar, pero aun así toman—. Sylvia Plath, en cambio, una de las poetas suicidas célebres, le dedica un poema al baile de las convulsiones. Ella, por supuesto, sabe cómo vestir de gala a la muerte, no necesita al pobre, y lo triste puede ser también embellecido con palabras.

Asiéndome del cabello, un dios se adueñó de mí.
Sus descargas azules me achicharraron como a un profeta del desierto.
Las noches se volvieron invisibles, como el tercer párpado de un lagarto,
Un mundo de días blancos y descarnados en una cuenca sin sombra.
Un hastío rapaz me ató a este árbol.
Si ese dios fuera yo, haría lo que hice.

Así es como la poesía se alía con Dios y cubre el ahorcamiento de hermosura, ya no hay pecado, porque es Dios quien se adueña del suicida, y si es Dios quien ahorca, no hay lugar para el arrepentimiento ni tampoco para la falta. Plath es una poeta maldita capaz de volver lírico el más espeluznante de los sentimientos, por eso estos versos, pese al motivo, son espléndidos. Hay algo del misterio que encierra el ahorcamiento, la decisión de morir, pero es infinitamente más lícito bajo la perspectiva de la poeta, porque ella ya ha justificado lo injustificable. Dios no permitiría tal ofensa si no fuera porque es él quien la dicta, y si un dios es capaz de ahorcar a una de sus criaturas, y una de sus criaturas fuera Dios, haría lo que hizo —adueñarse del ahorcado, atarlo a un árbol… dejar que baile—.

Maneras de matar a un hombre

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Retrato de Fernando VII (detalle), por Francisco de Goya, ca. 1815.

Si crees que sabes bastante de una época, lee a Fontana. Entonces comprobarás lo equivocado que estás. Un ejemplo de esto se ve perfectamente al enfrentarse a un personaje como Fernando VII, que no pasa precisamente por ser uno de los reyes más brillantes de la historia de España.

Hay cuatro citas de su libro La época del liberalismo (tomo 6 de la Historia de España que dirige junto a Ramón Villares) que tenemos que traer a este artículo, las tres primeras son demoledoras, y reafirman al lector en la idea, bastante extendida, de que Fernando VII era un necio integral. La cuarta cita contradice a las tres primeras y es la que más interesa aquí. Después de leerla se empieza a mirar con otros ojos a este rey, a comprender que la realidad es más compleja de lo parece (como suele suceder, aunque hace falta alguien que te la muestre), y que Fernando VII era más listo y más lúcido (aunque igual de egoísta e hipócrita) de lo que parecía.

Cita uno:

No hace nada, ni lee ni escribe ni piensa.

Cita dos:

Bueno, pero sin instrucción ni talento natural, ni tan solo despierto.

Estas dos citas son la descripción que hace de Fernando VII su primera esposa, la pobre María Antonia de Nápoles, una mujer inteligente que por desgracia (en la historia de España a la ineptitud se le une muchas veces la mala suerte) murió de tuberculosis al poco de casarse.

María Antonia en sus cartas es todo lo sincera que puede ser, y como única virtud de su marido pone su carácter «bueno», pero los franceses que lo custodiaban (o que hacían como que lo custodiaban, porque él no parecía tener la menor intención de escapar) en el palacio de Valençay, durante la guerra napoleónica, no ven ni siquiera esa posible bondad cuando lo describen: «No se le conocen ni vicios ni virtudes». A lo que añaden que se pasa el día sin hacer nada, y que el palacio está lleno de libros pero no se le ocurre jamás coger alguno. Vamos, que es un soso de cojones, un tío aburrido y nada interesante, y desde luego ignorante como él solo.

Pero luego viene la cuarta cita y es cuando el lector pone a prueba sus prejuicios. Cuando el libro de Fontana marca la diferencia con los otros libros. Cuando se nos muestra a un personaje que se preocupaba por el gobierno, aunque para él el gobierno fuera simplemente mantenerse en el poder, y, sobre todo, que sabía bien qué convenía hacer en cada momento y quién tenía que encargarse de cada asunto. Y todo eso se extrae de una simple frase, que pronunció el mismo rey en persona, hablando de uno de sus principales verdugos. Un tal «Conde de España» (el título no puede ser más apropiado) que se dedicaba a ir matando a todos los traidores que pillara, ya fueran liberales o ya fueran protocarlistas. Cuando le reprochan su crueldad y sus curiosos métodos (el tal conde por lo visto era bastante sádico, además de borracho, maleducado, irreverente y unas cuantas cosas más), el rey, tranquilamente, contesta:

Está loco, pero para estas cosas no hay otro.

Y ahí está la clave del asunto, porque, aunque Gabriel García Márquez haga decir a su viejo dictador: «Hay órdenes que se pueden dar, pero no se pueden cumplir», lo cierto es que no, que hay órdenes que nunca se deben dar, porque, una vez dadas, siempre se encuentra a alguien dispuesto a hacerlas cumplir. Y sí, puede que estos verdugos sean unos locos, unos sádicos, unos cabrones asquerosos, pero esa locura, ese sadismo, esa crueldad es perfectamente útil y, de hecho, es lo que les hace merecedores de semejante cargo. Fernando VII lo dice muy clarito: si es perfecto para este trabajo, es precisamente porque está loco.

Pensemos en los verdugos nazis. O en las dictaduras argentina y chilena. Pensemos en la represión de la España franquista. O pensemos, como me pasó a mí en cuanto leí eso, en los vigilantes de los gulag de Stalin de los que habla Vitali Shentalinski en su libro De los archivos literarios del KGB (ed. Anaya y Mario Muchnick, 1994). Pensemos en su crueldad y en su sadismo aparentemente gratuito, caprichoso, inexplicable, innecesario, banal en el fondo. ¿Realmente todo es tan absurdo como parece? ¿O no? ¿Y si el sadismo de los verdugos nunca es gratuito, ni caprichoso, ni inexplicable, ni (desgraciadamente) innecesario o banal, sino, todo lo contrario, que es muy útil, muy útil para ellos (pues si fueran mejores personas tendrían que buscarse otro trabajo) y muy útil para el dictador que les manda hacer el trabajo sucio? ¿Y si todos los Fernando VII del mundo tienen razón? Los verdugos, cuanto más locos, más eficaces resultan.

El verdadero terror, se puede pensar, es así: loco, caprichoso, inexplicable. El verdadero terror es impredecible, no se somete a reglas lógicas, no se puede entender desde la sensatez, la humanidad y el sentido común. Y los dictadores lo saben, los déspotas lo saben, los reyes absolutos lo saben. ¿A quién hay que temer más, a un gobernante muy riguroso y muy severo pero cuerdo y, por tanto, justo, o que trata de ser justo, o a un loco caprichoso e impredecible que lo mismo te colma de regalos que te hace decapitar al momento, según se le antoje?

Antes de contestar, dejemos que Vitali Shentalinski nos cuente algunas de las razones para matar a un hombre que aparecen en su libro.

Prisioneros trabajando en la construcción del Canal Mar Blanco-Báltico, 1931–33. Imagen (DP).

«Todos los ciudadanos de nuestro país sabían que vivían bajo la mirada de la Lubianka, que podía intervenir en sus vidas en cualquier momento y hacer de cada uno lo que quisiera. Que era imposible protegerse de ella». Esa declaración categórica aparece en las primeras páginas de su libro y, por si el lector tiene la tentación de pensar que exagera, el mismo autor se encarga, con los documentos en la mano, de demostrar que de eso nada, que cualquiera podía ser detenido en cualquier momento y por cualquier cosa, y que eso era lo verdaderamente monstruoso, lo verdaderamente horrible de la dictadura estalinista y, por extensión, de cualquier dictadura.

Hay muchos ejemplos, tenemos, por un lado, los casos de escritores o intelectuales rusos, que forman los capítulos principales del libro. Esos casos ya son bastante conocidos, aunque, desde luego, siguen siendo impresionantes, y animo al lector a que se lea el expediente de, por ejemplo, Isaak Bábel, y comprenda su angustia cuando confiesa que «se daba cuenta de que tenía que publicar algo, porque su silencio se convertía en una manifestación claramente antisoviética». Pero también tenemos otros muchos casos mucho menos conocidos, expedientes de personas que no destacaban por nada, ni por sus libros ni por sus ideas, de gente anónima, de ciudadanos de a pie, de gente normal y corriente, de personas que tienen sus trabajos y cumplen las normas y procuran no meterse en política ni en líos y que, sin embargo, por cualquier motivo, van a parar a un campo de prisioneros en Siberia o van a acabar delante de un pelotón de fusilamiento, y a veces, incluso, sin saber de qué se les acusa.

Y, por supuesto que Orlando Figes y otros grandes historiadores ya han destripado bastante bien el terror estalinista, pero el libro de Vitali Shentalinski es otro de esos libros fundamentales. No hace historia, no da teorías, no pretende explicar una época ni tiene grandes ambiciones, solo muestra los documentos, y los documentos, ya se sabe, no tienen vergüenza:

«Organizó el asesinato de una serie de personas que consideraba molestas, incluida su mujer», se dice en el expediente del juicio a Ezhov, un lacayo de Stalin caído en desgracia que, como tantos otros, utilizó su cargo de Comisario del Pueblo de Interior para quitarse de encima a todos los que le caían mal o le daban problemas, incluida también su mujer y el primer marido de esta, que, debemos suponer, también debía de resultarle «molesto».

Otras veces el motivo para ser condenado a muerte es tu apellido. Sí. Simplemente tu apellido. Como el caso de una amiga de Anna Ajmátova, cuyo marido, nos cuenta Vitali, fue condenado a muerte solo porque tenía el mismo apellido que Trotski. Y no, no digo que fueran familia, no digo que fueran primos o sobrinos o lo que fuera, no, simplemente tenían el mismo apellido. Y punto. Eso fue suficiente para mandarlo a la tumba. Y, por cierto, como solían hacer, a su mujer no le dijeron que estaba muerto. Silencio administrativo. No hay comunicados, no hay cartas, no se sabe nada, ni donde está ni qué ha pasado. Se lo llevan detenido y punto final. Se lo traga la tierra.

Pero el caso que posiblemente más llama la atención es el de un joven campesino que acabó en un gulag, torturado salvajemente hasta casi la muerte (entre otras cosas, le tiraron cubos de agua helada y lo dejaron desnudo y mojado toda la noche, con el agua transformándose en hielo por las bajas temperaturas, esperando que muriera de frío mientras los guardianes se reían de él y hacían bromas). ¿Cuál era el delito, era un espía, un saboteador, un intelectual peligroso, un asesino, un ladrón? No. Nada de eso. Era un simple campesino. Un campesino que no había renovado sus documentos a tiempo y que había tenido la mala suerte de ir por ahí con un documento de identidad caducado. Eso era más que suficiente para matar a un hombre: algo que se solucionaba con un simple papeleo administrativo. Pero, claro, ya lo cuenta Orlando Figes, ya lo reafirma Vitali: «Si no hay enemigos, nos los inventamos, si no hay conspiración, pues la inventamos». Hay que encontrar culpables. Y todo vale.

Por eso, ni siquiera hay que cometer un delito, el que sea, el más tonto posible, como escribir un verso donde se dice que «Los gorriones se posan sobre viejos balcones», porque eso de viejos balcones ya es ideológicamente subversivo, puesto que en la madre patria todo tiene que ser nuevo y limpio y reluciente (y no, no es broma, es una situación real a la que se enfrentó el mismo Vitali, en su juventud proyecto de poeta, y decimos «proyecto» porque, luego de tropezar con las autoridades, en este caso representadas por el jefe de la organización local de escritores, ya se le quitaron las ganas de escribir más poesías), ni siquiera hay que cometer un delito, repetimos, porque para condenar a un hombre y para fusilarlo basta con que exista la posibilidad remota de que ese delito sea cometido. Y sí, no estamos exagerando…

¡Sabemos perfectamente que usted no forma parte de ninguna organización y no hace propaganda! Pero, llegado el caso, nuestros enemigos pueden fijarse en usted; y si le proponen actuar contra el poder soviético, puede que usted no se resista. No podemos actuar como el Gobierno zarista, que perseguía por crímenes ya cometidos, sino que debemos prevenir esos crímenes. Si no, ¿qué pasaría? ¿Habríamos de esperar a que alguien cometiera un crimen para castigarlo? No, eso no sirve. Hay que ahogar el mal en embrión. ¡Nuestra causa estará así más protegida! (Palabras del oficial instructor del caso contra Pável Florenski, recogidas en el expediente del mismo. 10 de septiembre de 1935).

Y sí, la fecha es importante, estamos solo a comienzos de la dictadura estalinista. Es el comienzo del terror. A Stalin le queda hasta 1953 para ir afinando su máquina de matar.

¿Y qué se puede decir? Si un gobernante loco es peligroso y un gobernante despiadado aunque supuestamente justo también es peligroso (aunque él se excuse, naturalmente, en «razones de Estado»), ¿qué se puede decir de una gente que considera que el malvado zar era un blando porque solo perseguía a los que habían cometido un crimen, y no a cualquiera que en cualquier momento pudiera cometer un crimen? ¿Y qué podemos esperar si a esta lógica sádica, despiadada y paranoica se le junta la locura caprichosa, festiva y miserable de los verdugos?

«Está loco, pero para esas cosas no hay otro». Lo decía Fernando VII. Pero bien lo podría haber dicho Stalin de cualquiera de sus jefes de policía, a los que, por cierto, después iba fusilando cuando dejaban el cargo. ¿Y sabéis qué es lo que más jode del asunto? Que poco después a Stalin tuvimos que agradecerle que nos ayudara a parar a Hitler.

Mario Vargas Llosa: ultraviolencia contemporánea

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Fotografía: Patricia J. Garcinuño

Hay un coche parado en la calle, al ralentí. Por las puertas abiertas sale «Mayores», de Becky G, mientras el conductor se tuesta la cara a hostias con otro tipo en la acera, al calor de la farola de la madrugada. Se debían algo, a lo mejor romperse la boca, pero ahora están ajustando cuentas. Mañana saldrán en alguna página de sucesos locales. O no, porque ya es costumbre. Por la escena no aparecen ni la policía local.

De diez noticias, nueve hieren y la restante es una bala que silba por la oreja. ¿Es la realidad violenta? La violencia en la obra de Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936) ha estado siempre ahí, de manera intermitente, desde Los cachorros, su primer libro de cuentos.

Abrió la puerta y ya se lo llevaban cargado, lo vio apenas entre las sotanas negras, ¿desmayado?, sí, ¿calato, Lalo?, sí y sangrando, hermano, palabra, qué horrible: el baño entero era purita sangre.

[Extracto de Los cachorros]

En julio de 1976, Jorge Luis Borges declaraba en el periódico mexicano Excelsior por qué en el cuento de La intrusa un hombre mataba a una mujer: Él, como autor, no describía la escena, sino que sugería la violencia que había en ella. Y lo hacía, según contaba, porque así la imaginación adquiría más fuerza pero sin pretender «recrearse en la muerte». Por eso no le gustaban las novelas policíacas americanas y sí las inglesas, porque la violencia no se reflejaba.

En Conversaciones con Borges, del profesor Carlos Cañeque, Fernando Savater explicaba que Borges era «un hombre completamente antiviolento» que «soñaba con la violencia no comprometida —no subordinada a ninguna causa— de los compadritos, con la violencia estética y épica, con las batallas, con el tigre real». Para el filósofo, aquello era vivir con la dignidad del peligro, ya que los enfrentamientos violentos tenían a la vez algo de intenso y sencillo.

Revolución en la sombra

Mario Vargas Llosa, en Conversación en Princeton, explica que «el narrador siempre es un personaje, en todas las novelas». Por lo tanto, si el que escribe es él pero el que narra es un personaje, ¿en Vargas Llosa, como en Borges, todo se transforma y se desdobla? «El punto de vista y la voz narrativa son técnicas literarias que se han usado, desde Homero, para poder contar historias complejas. Cada escritor las usa, a su manera, para propósitos distintos. En una novela como Historia de Mayta, el lector descubre que no hay un solo punto de vista total: ningún personaje, ni siquiera un narrador, tiene acceso a la totalidad de la historia», responde Rubén Gallo, coautor del mencionado libro de conversaciones y catedrático de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Princeton, donde se guardan los archivos de Mario Vargas Llosa y se desarrollaron los cursos sobre literatura y política que ambos impartieron en 2015.

En una de las clases, el autor de Historia de Mayta expuso que las versiones literarias de la historia, muchas veces, se superponían a la historia y la reemplazaban, igual que en Guerra y paz de León Tolstói. Por esta misma razón, y dentro de la bibliografía del escritor peruano, habría que comparar Historia de Mayta con Huajaco, de César Núñez Arroyo. Ambos libros tratan el mismo tema —la frustrada revolución de Jauja, en la sierra peruana, el 29 de mayo de 1962—, pero desde enfoques distintos. Una de las diferencias que hay entre la obra de Vargas Llosa y la de Núñez Arroyo es que el primero escribió la historia desde un punto de vista novelado (sitúa los hechos acontecidos en 1958), mientras que el segundo lo hace desde el rigor histórico y más local.

Cuando se trata de novelas históricas, ¿es obligatorio contar la verdad de manera fiel? Gallo opina que la noción de verdad o de fidelidad opera de maneras distintas en la historia y en la literatura: «La literatura debe ser fiel, ante todo, a lo literario: lo importante de una historia es que esté bien contada, que seduzca al lector, que lo sorprenda al mostrar aspectos de la experiencia humana que aparecen en el comportamiento de los personajes, en la manera en que reaccionan a ciertas situaciones». Es por eso que Mario Vargas Llosa habla de la verdad de las mentiras.

Mayta era un miembro del Partido Obrero Revolucionario (trotskista) que protagonizó un intento de insurrección en Jauja junto con el joven oficial Francisco Vallejo, jefe de la cárcel de la ciudad peruana. Pero reconstruir la vida de Mayta es como coser hilos en el aire: Al final hay que tirar de ficción. Mario Vargas Llosa recuerda cómo llegó hasta él, cuando se encontraba terminando la novela: «Supe la historia del personaje en el que está inspirado Mayta a través de terceras personas que lo habían tratado y que conocían su aventura. Ni siquiera sabía que estaba vivo cuando hice toda la investigación para escribir la novela», reconoce. Cuando estaba trabajando en el final del libro, el escritor pudo saber que el protagonista en el que se había basado estaba vivo, pero en el penal de Lurigancho, en Lima. Vargas Llosa consiguió permiso para verlo, pero, cuando fue a visitarlo, el preso ya era libre (cumplía una pena de diez años de prisión por otro hecho distinto).

El personaje que entra en el despacho es un flaquito crespo y blancón, de barba rala, que tiembla de pies a cabeza, embutido en una casaca que le baila. Calza unas zapatillas rotosas y sus ojos asustadizos revolotean en las órbitas. ¿Por qué tiembla así? ¿Está enfermo o asustado? No atino a decir nada. ¿Cómo es posible que sea él? No se parece lo más mínimo al Mayta de las fotografías. Se diría veinte años menor que aquél.

—Yo quería hablar con Alejandro Mayta —balbuceo.

—Me llamo Alejandro Mayta —responde, con vocecita raquítica. Sus manos, su piel, hasta sus pelos parecen aquejados de desasosiego.

—¿El del asunto de Jauja, con el Alférez Vallejos? —vacilo.

—Ah, no, ese no —exclama, cayendo en cuenta—. Ese ya no está aquí.

[Extracto de Historia de Mayta]

Después descubrió que estaba trabajando en una heladería de Miraflores. «Fui a verlo y se llevó la sorpresa de su vida cuando me acerqué y le dije que había estado pensando en él, escribiendo en cierta forma su biografía a lo largo de los dos últimos años». Absorto, este Mayta abrió los ojos como platos y, cuando lo asimiló, respondió: «Vale, te voy a dar una noche, pero no nos vamos a volver a ver más».

Mario Vargas Llosa y él estuvieron hasta el amanecer conversando en casa de Mario. «Descubrí con gran sorpresa que yo sabía mucho más que él del episodio que había protagonizado. Ese hecho que a mí me había tomado dos años, a él se le había borrado de la memoria». Aunque el entrevistador le mostraba recortes de periódicos al entrevistado, este contestaba de manera equivocada. «Tenía un gran desprecio por la política y no le interesaba nada. Me impresionó y me cambió completamente el final de la novela. Transcribí en el último capítulo el diálogo con este Mayta que nunca volví a ver».

Vargas Llosa se había encontrado con un hombre derrotado por la vida que no tenía ningún entusiasmo ni pasión, salvo una: En la cárcel había formado con otro compañero de prisión un pequeño negocio de venta de frutas; lavaban y limpiaban la fruta para que nadie se fuera a intoxicar comiendo lo que vendían. De hecho, el resto de presos tenían tanta confianza en ellos, que los usaban como banco para guardar su dinero.

En privado para todos los demás

Vargas Llosa cita Borges para zafarse de los periodistas del corazón: «En poesía solo se admite la excelencia». Le acaban de preguntar si le escribe poemas a Isabel Preysler, su actual pareja. Cinco micros, grabadoras y teléfonos móviles apuntan hacia él mientras el resto de la nube de cámaras y alcachofas de gomaespuma están con Isabel. Revolotean como mariposas a punto de ser cazadas. Ahí estaba, en el Espacio Telefónica, en la Gran Vía de Madrid, todo un Premio Nobel de Literatura, sentado, con apariencia tranquila, sin que nadie le molestara demasiado, observando la escena. Y eso que el protagonista del evento era él y su libro Conversación en Princeton.

El día anterior, el escritor estuvo en lo alto del trending topic, en Twitter, porque se había pronunciado sobre la independencia de Cataluña (residió en Barcelona entre el verano de 1970 y mediados de 1974). «Creo que el referéndum no va a tener lugar, es un disparate absurdo y un anacronismo», publicaba la agencia Europa Press el 20 de septiembre. El domingo 8 de octubre, el Nobel encabezaba la marcha por la unidad de España en Barcelona que organizaba Societat Civil Catalana: «Se necesita mucho más que una conjura golpista para destruir lo que han construido quinientos años de historia», leía Mario Vargas Llosa sobre los peligros del nacionalismo en la Estació de França a una multitud abanderada.

Juan Soto Ivars, periodista de El Confidencial y autor de Arden las redes. La poscensura y el nuevo mundo virtual, duda que le importe lo más mínimo a Mario Vargas Llosa lo que digan de él en Twitter, aunque, insiste, habría que preguntárselo a él. «Es muy importante en estos casos medir: Vargas Llosa, [Arturo] Pérez Reverte o Javier Marías, tres señores masacrados por la izquierda tuitera y milenial, son al mismo tiempo tres figuras de prestigio, respetados, con auténticas legiones de seguidores en todo el mundo. Dudo que al lector alemán, francés o norteamericano les haya llegado el ruido de Twitter España. Y dudo que a ellos les quite el sueño lo que digan en Twitter los votantes de Podemos», contesta.

Todas putas

En su libro, Juan Soto Ivars habla, entre otras cosas, del caso de Hernán Migoya (editor de La Cúpula, donde se publicaba la revista gráfica El Víbora) y lo que sucedió con su obra Todas putas, editada por Miriam Tey, dueña de la editorial El Cobre y, en ese momento (2003), directora del Instituto de la Mujer.

Al autor le acusaron —fue La Vanguardia— de una supuesta «apología de la violación» por haber escrito una serie de historias que no tenían la menor relación con la realidad. Dicha «apología» está hecha por un personaje ficticio en el monólogo del primer relato («El violador»). ¿Por qué se sigue confundiendo la ficción con la realidad? Para Soto Ivars hay varias formas de responder a esa pregunta: «La más fácil, y quizás la menos exacta, es el infantilismo. El monstruo sigue con nosotros cuando se apaga la luz, después de que termine el cuento».

Derivada de esta, hay otra respuesta relacionada y algo más profunda: «En la sociedad virtual hemos convertido los significantes en significados, es decir, hemos entregado parte de nuestra identidad a esa marca personal con la que nos mostramos en las redes. Dado que nuestra marca personal y la de aquellos con quienes interactuamos es una ficción, la vida en redes sociales nos induce a una lectura muy literal de todas las ficciones, y a una confusión constante entre la expresión y la identidad. Esto nos lleva al auge de la corrección política, que confunde sistemáticamente la forma con el fondo».

Y la tercera respuesta: «Ante la falta de alternativas al capitalismo económico, la izquierda lucha en términos de guerra cultural, donde las identidades colectivas, bien mezcladas con relatos victimistas antagónicos, lleva directamente a lo que llamo poscensura». El caso de Hernán Migoya, previo a las redes sociales, es un anticipo de lo que venía, pero es mucho más sencillo: el PP iba a ganar unas elecciones autonómicas y el PSOE descubrió los cargos de Miriam Tey (directora del Instituto de la Mujer con José María Aznar).

El 8 de junio de 2003, Mario Vargas Llosa publicaba en Piedra de toque, su tribuna en El País, el texto «Todas putas», donde no solo se limitaba a criticar a los linchadores de Migoya, sino que también señalaba la hipocresía de los escritores que habían repetido lo de la «apología» mientras seguían defendiendo el relato. «Detrás de esta concepción ingenua y confusa de la manera como las ficciones de la literatura influyen en la vida hay, en verdad, un miedo pánico a la libertad», escribía Vargas Llosa.

Migoya dejó España y se fue a Lima después de toda la polémica y, sobre todo, porque le preguntaron en una entrevista cuánta violencia contra la mujer había en su siguiente libro Una, grande y zombi, publicado en 2011. Según le comentó Migoya a Juan Soto Ivars en una entrevista, en Perú (tierra natal de Mario Vargas Llosa) «saben reírse despreocupadamente de cosas que aquí (España) se han convertido en tabú, como la guerra de sexos, pese a que allá el machismo y la violencia contra la mujer son todavía más escalofriantes que en España».

Violencia doméstica (I)

Dora Llosa (madre) y Ernesto J. Vargas (padre) se casaron el 4 de junio de 1935, en el bulevar Parra, hogar de los abuelos. «En la foto que sobrevivió (me la mostrarían muchos años después), se ve a Dorita posando con su vestido blanco de larga cola y tules traslúcidos, con una expresión nada radiante, más bien grave, y en sus grandes ojos oscuros una sombra inquisitiva sobre lo que le depararía el porvenir», recuerda Mario en El pez en el agua. El primer plan era dejar Arequipa y viajar a Lima después de la boda.

La familia vivió en la calle Alfonso Ugarte, en Miraflores. Allí se dio a conocer «el mal carácter de Ernesto». Ernesto era un marido carcelero que había prohibido a Dora ver a los amigos y parientes, aunque tenía permiso para visitar a César (cuñado) y a Orieli (cuñada), pero porque eran vecinos en Miraflores.

Ernesto trabajaba como radio-operador de la Panagra (Pan-American Grace Airways). Procedía de una familia muy pobre. A los trece años tuvo que dejar el colegio para ponerse a trabajar y ayudar en casa. Fue aprendiz de zapatero y aprendió radiotelegrafía gracias a su padre, Marcelino Vargas, quien también había maltratado a su propia familia y la había abandonado por la política. Iba y venía en medio de una vida que le había llevado a la cárcel y, después, a la fuga.

Como si de un gen se tratara, ese patrón de comportamiento iba a permanecer en Ernesto, que ya se había convertido en segundo operador de la marina mercante argentina, con la que estuvo cinco años viajando. «De algún modo y por alguna complicada razón, la familia de mi madre llegó a representar para él lo que nunca tuvo o lo que la suya perdió: la estabilidad de un hogar burgués, el firme tramado de relaciones con otras familias semejantes, el referente de una tradición y un cierto distintivo social. Como consecuencia, concibió hacia los Llosa una animadversión que emergía con cualquier pretexto y se volcaba en improperios contra ellos en sus ataques de rabia».

Cuando era niño, Mario no llegó a conocer a Ernesto. Le dijeron que estaba muerto y con eso se quedó. Su padre, en realidad, fue a La Paz por trabajo y dejó a Dora sola en casa, embarazada ya de cinco meses. Su familia, representada por la abuela materna Carmen, decidió ir a Lima para estar con ella, pero fue Ernesto el que se adelantó: «Anda tú a tener el bebé a Arequipa, más bien». Tras la despedida, ni una señal más de vida… hasta pasados diez u once años.

De Arequipa a Cochabamba

Por Lima y Arequipa se habían repartido los restos del naufragio, las habladurías, las palizas y la letra escarlata que a Dorita le habían puesto por ser madre soltera. Los Llosa siguieron al abuelo Pedro por sus negocios con el algodón y se establecieron en el número 168 de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, Bolivia.

Mario Vargas Llosa considera que fue un niño feliz en ese periodo cochabambino, una edad dorada en la que vivía protegido por la familia, tan numerosa que él la llama familia bíblica. En los carnavales de Cochabamba, según recordaba con Joaquín Soler Serrano en A fondo, todo el mundo se pasaba una semana empapado, celebrando con música y bailes el Carnaval de la Concordia. «Uno se preparaba para los carnavales con mucha anticipación. Iba llenando canastas con globos y con unos proyectiles temibles que se llamaban cascarones, que eran huevos vacíos que se rellenaban con agua de colores». También se armaban con chisguetes (una especie de pistola de agua).

En la cara oscura estaban las procesiones de Cochabamba, celebraciones que en la memoria del joven Mario eran hechos muy violentos; los hombres del campo bajaban a la ciudad y participaban en las procesiones esgrimiendo machetes y tirando pequeños proyectiles de dinamita. Lo hacían ebrios, como tónica general. Mario Vargas Llosa dice que ha vivido en un mundo muy violento. Estaba la violencia política y también la social; las dictaduras, las enormes desigualdades, los prejuicios, y «esa falta de integración —añadía— de nuestras sociedades», la misma que se iba a encontrar en el Leoncio Prado durante la adolescencia.

En 1945, la familia vuelve a Perú, en concreto a Piura, en el litoral peruano y al noroeste del país. Ni pasando los meses, Mario Vargas Llosa podía dejar de ser un forastero. Hablaba como un «niñito serrano». Después de la edad dorada de Cochabamba, el niño Mario, a punto para la decena, se iba encontrando fuera de los algodones de la sobreprotección. Era distinto para Piura, para el colegio San Miguel de Piura, y hasta para él mismo.

Violencia doméstica (II)

En Piura, durante el verano de 1946, Dorita le cuenta a su hijo, en el malecón Eguiguren, que tiene un padre y que van a ir a verlo al hotel de Turistas. En realidad, Dorita le estaba tendiendo una emboscada a Mario, pues ella había visto a Ernesto en agosto, en casa de Orieli y César, en Lima.

—¿No me estás mintiendo, mamá?

—¿Crees que te voy a mentir en una cosa así?

—¿De veras está vivo?

—Sí.

—¿Lo voy a ver? ¿Lo voy a conocer? ¿Dónde está, pues?

—Aquí, en Piura. Lo vas a conocer ahora mismo.

[Extracto de El pez en el agua]

Mario no debía decir ni una palabra sobre lo que acababa de saber por su madre. Ernesto no había llamado en diez años, ni siquiera se había molestado en enviar una carta, salvo una que escribió su cuñada Orieli por instrucción suya. Pero ahí estaba, en el hotel de Turistas de Piura, saludando a Dorita y a Mario, a quien besó y abrazó. Aprovechando el alboroto y la alegría desconcertada del pequeño, Ernesto ofreció un paseo en coche (un Ford de color azul). Primero fue el centro de Piura, y después el campo, hasta el kilómetro cincuenta, donde pararían para tomar unos refrescos. Luego llegaron hasta Chiclayo para que «Marito» conociera «la ciudad del arroz con pato», pero el pequeño ya sospechaba.

A la mañana siguiente, luego del desayuno, apenas subimos al Ford azul, él dijo lo que yo sabía muy bien que iba a decir:

—Nos estamos yendo a Lima, Mario.

—Y qué van a decir los abuelos —balbuceé—. La Mamaé, el tío Lucho.

—¿Qué van a decir? —respondió él—. ¿Acaso un hijo no debe estar con su padre? ¿No debe vivir con su padre? ¿Qué piensas tú? ¿Qué te parece a ti?

Lo decía con una vocecita que yo le escuchaba por primera vez, con ese tono agudo, silabeante, que pronto me infundiría más pavor que esas prédicas sobre el infierno que nos dio, allá en Cochabamba, el hermano Agustín cuando nos preparaba para la primera comunión.

[Extracto de El pez en el agua]

El engaño se consumó en Lima. Era el comienzo de la tragedia humana que estaba a punto de vivir Mario Vargas Llosa, con un pie en la niñez y otro en la adolescencia. Así lo relata en El pez en el agua: «Tenía miedo de que ese señor viniera de la oficina con la palidez, las ojeras y la venita abultada de la frente que presagiaban tormenta, y comenzara a insultar a mi mamá, tomándole cuentas por lo que había hecho estos diez años, preguntándole qué puterías había cometido mientras estuvo separada de él. […] Yo sentía pánico. Me temblaban las piernas. Quería volverme chiquito, desaparecer. Y, cuando, sobreexcitado con su propia rabia, se lanzaba a veces contra mi madre, a golpearla, yo quería morirme de verdad, porque incluso la muerte me parecía preferible al miedo que sentía».

Uno de los peores momentos fue un domingo de misa. Se supone que Mario estaba castigado y no debía salir de casa, pero fue a la parroquia ignorando —creía que el castigo no incluía saltarse la misa— las órdenes de Ernesto. A la salida, su figura violenta pero silenciosa permanecía a los pies del Ford de color azul. Sin decirle nada a su hijo, Ernesto le dio una bofetada que lo tiró al suelo, donde le volvió a pegar. En casa, el padre le continuó agrediendo mientras le obligaba a pedirle perdón. «Me advertía que me iba a enderezar, a hacer de mí un hombrecito, pues él no permitiría que su hijo fuera el maricueca que habían criado los Llosa».

Y con la violencia llegó el odio. «Un padre resucitado, como el suyo, lesiona. En Vargas Llosa lo masculino conquista. Sabotea su mundo de tías y doncellas, todas rendidas ante el niño dientón y adorable. El padre, al entrar ahí, arrasa. Crea belleza y horror, como el miedo cuando habla», expone Karina Sainz Borgo, periodista de Vozpópuli y Zenda.

Al propio Vargas Llosa le aterraba el sentimiento que tenía hacia su padre, pero la guerra civil que se había desatado en su psique no tenía otra salida. «En las noches, cuando, encogido en mi cama, oyéndolo gritar e insultar a mi madre, deseaba que le sobrevinieran todas las desgracias del mundo, me llenaba de espanto, porque odiar a mi propio padre tenía que ser un pecado mortal, por el que Dios me castigaría. […] Siempre tenía la conciencia sucia con esa culpa, odiar a mi papá y desear que se muriera para que yo y mi mamá volviéramos a tener la vida de antes». En los días de misa, en la parroquia, Mario se acercaba al confesionario abrasado por la culpa y la vergüenza.

Al día siguiente de llegar a Lima, su padre vino hasta su cama y, sonriendo, le presentó el rostro. «Buenos días», dijo Ricardo, sin moverse. Una sombra cruzó los ojos de su padre. Ese mismo día comenzó la guerra invisible. Ricardo no abandonaba el lecho hasta sentir que su padre cerraba tras él la puerta de calle. Al encontrarlo a la hora del almuerzo, decía rápidamente, «buenos días» y corría a la buhardilla.

[Extracto de La ciudad y los perros]

En una entrevista con Juan Cruz, en 2006, Mario Vargas Llosa explicaba la sensación que tuvo cuando su padre le puso la mano encima por primera vez: «Un día me pegó, y a mí nadie me había pegado nunca, jamás. Eso me desbarató la visión del mundo, me hizo descubrir una forma de violencia, de totalitarismo, y me acrecentó el miedo a la soledad». Conocer a su padre fue decisivo y una experiencia traumática que tuvo consecuencias y desembocaron en su primera novela: La ciudad y los perros.

Los genes no engañan

En 1950, Mario ingresaba en el Colegio Militar Leoncio Prado, donde haría el tercer y cuarto curso de secundaria, hasta 1951. «Creo que la atmósfera que yo viví en el colegio militar, por las características del colegio, se podía llamar muy violenta. Ahí había chicos de muy distintos sectores sociales, que todos llevaban al colegio sus prejuicios, sus rencores y resentimientos. Todo eso se volvía algo muy explosivo dentro del sistema del internado y del sistema militar que teníamos, en el que se respetaban las jerarquías militares de año a año», recuerda.

Una noche los oyó hablar de él en la pieza vecina. «Tiene apenas ocho años —decía su madre—, ya se acostumbrará». «Ha tenido tiempo de sobra», respondía su padre y la voz era distinta: seca y cortante. «No te había visto antes —insistía la madre—, es cuestión de tiempo». «Lo has educado mal —decía él—, tú tienes la culpa de que sea así. Parece una mujer». Luego, las voces se perdieron en un murmullo.

[Extracto de La ciudad y los perros]

De la edad dorada al terror. Mario Vargas Llosa no volvería a estar cerca de sus primas Nancy y Gladys y de la niñez. La relación entre Ernesto y su hijo fue difícil y estaba marcada por la violencia y por la autoridad severa, prima hermana de la disciplina militar. De haber un episodio amable, por así decirlo, Juan Cruz lo tiene claro: «Hay un punto de ternura que queda de esa relación, cuando supo que su padre guardaba en su chaqueta un recorte de lo que Time dijo de uno de sus libros». A pesar de haber estudiado en una escuela militar, Mario Vargas Llosa nunca disparó un arma (llegó a confesarle a Julia Otero que tenía muy mala puntería y que no le divertían nada esas maniobras que hacían).

Perú, como describía el escritor peruano Alfredo Bryce Echenique, es un país muy complejo (a su geografía se refiere), con una selva gigantesca que colinda con Brasil, una costa desértica y el mundo andino, a cinco mil metros de altura. Demasiado lejos del suelo para Mario Vargas Llosa: «América Latina, en mi niñez y en mi juventud, era un mundo de gran violencia», comenta, enfocando la conversación hacia la política, ocupación nada ajena a él. Desencantado por el marxismo y por otras corrientes, acabó iniciando a lo largo de los años su propio camino hacia la presidencia de Perú en 1988 junto con el Frente Democrático, siendo derrotado por Alberto Fujimori en las elecciones de 1990. En 1991, su hijo Álvaro Vargas Llosa, portavoz de aquella campaña electoral, publicaba El diablo en campaña, tomando el título de la frase que el senador comunista Genaro Ledesma dijo sobre su padre: «Vargas Llosa es el diablo».

La muerte rondó desde muy temprano en los desplazamientos de mi padre por el país. A finales de enero de 1989, el avión de la compañía Faucett en el que viajaba a Pucallpa, en la selva, estuvo a punto de volar en pedazos, cuando dos individuos colocaron en la pista de aterrizaje una bomba de dos kilos de dinamita, de aluminio en polvo, clavos de acero y fragmentos de hierro.

[Extracto de El diablo en campaña]

De esa violencia política también salen las dictaduras, situación que refleja en La fiesta del chivo, abordando la historia de la República Dominicana durante la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo.

Ya no recordaba cómo empezó aquello, las primeras dudas, conjeturas, discrepancias, que lo llevaron a preguntarse si en verdad todo iba tan bien, o si, detrás de esa fachada de un país que bajo la severa pero inspirada conducción de un estadista fuera de lo común progresaba a marchas forzadas, no había un tétrico espectáculo de gentes destruidas, maltratadas y engañadas, la entronización por la propaganda y la violencia de una descomunal mentira. Gotitas incansables que, a fuerza de caer y caer, fueron horadando su trujillismo.

[Extracto de La fiesta del chivo]

Un continente son varios países, conviviendo en la desconfianza y en la ignorancia recíprocas, en el resentimiento y el prejuicio, en un torbellino de violencias que aquí arrasa América Latina. Karina Sainz nació en Caracas (Venezuela), en 1982, y reside en Madrid desde 2006. Conoce, por historia y por ficción literaria, cómo medran los impulsos por América Latina: «En nuestra tierra todo es violento. Desde la geografía hasta la verticalidad social. La mayor violencia que experimenta don Mario es la clase social a la que pertenece. Él creció en un gineceo que funda —y devasta— su obra. Es decir, a él. O así lo interpreto. Eso, créeme, obedece a un paisaje».

La estudiante Alexandra Aparicio expuso en las clases recogidas en Conversación en Princeton que la situación política que aparece en la novela Historia de Mayta es más violenta de lo que era, en la realidad, el Perú durante los años sesenta.

Con esta teoría, habría que preguntarse si Mario Vargas Llosa exageró la situación violenta del Perú de los sesenta en Historia de Mayta para advertir lo que iba a suceder en el Perú de los ochenta con Sendero Luminoso, reflejado en ¿Quién mató a Palomino Molero?. «Creo que Vargas Llosa es muy periodista; todos sus libros grandes, y ese lo es, proviene, aunque sea lejanamente, de su experiencia como periodista. Él investiga hasta que puede, y no se para ni en la dificultad de los viajes o en la búsqueda de los personajes reales; yo he vivido con él la experiencia de algunos viajes delicados: jamás lo vi echarse atrás, se despertaba antes de la madrugada, no se arredraba ante las dificultades militares o terroristas. Creo que, cuando entra en una historia narrativa, se transforma, por lo que no tiene más remedio que tomársela gravemente en serio», analiza Juan Cruz.

—Me van a matar —gimió la mujer, despacito. Pero no lloraba. En sus ojos secos había odio y miedo animal. Lituma no se atrevía a respirar, le parecía que si se movía o hacía ruido ocurriría algo gravísimo. Vio que el Teniente Silva, con mucha parsimonia, abría su cartuchera. Sacó su pistola y la puso sobre la mesa, apartando las sobras del seco de chabelo. Le acarició el lomo mientras hablaba:

—Nadie le va a tocar un pelo, Doña Lupe. Siempre y cuando nos diga la verdad. Aquí está esto para defenderla, si hace falta.

[Extracto de ¿Quién mató a Palomino Molero?]

Sobre cuánto y de qué modo ha influido la violencia en la obra de Mario Vargas Llosa, Karina ofrece su opinión como lectora: «La violencia de Vargas Llosa es casi genética. Una violencia acomplejada. De esas que se maman. Incluso sin que fuese explícita, acompaña su biografía. Piensa una cosa: cuando don Mario escribía La casa verde, Julia Urquidi había intentado matarse con un bote de pastillas. Lo hizo en París. Lo cuenta ella en su libro Lo que Varguitas no dijo. Él intentaba acabar su manuscrito. Eso marca… mejor dicho, tatúa. Las sociedades inflexibles, estreñidas, como en la que él creció, engendran esas furias». El suceso al que se refiere Karina pertenece al final de la relación sentimental entre Mario Vargas Llosa y Julia Urquidi (tía política), episodio amoroso que dio pie a La tía Julia y el escribidor.

La periodista María Renée Canelas, en una entrevista pública con Vargas Llosa celebrada en Cochabamba en 1998, desvelaba que en la familia de los Llosa había más de diez casamientos entre primos-hermanos. «Yo estoy seguro —afirmaba el escritor riendo— que hay más. Los Llosa han tenido siempre una tentación terrible por la familia». Su segunda mujer, Patricia Llosa Urquidi, además de ser cochabambina, era sobrina de Julia y prima-hermana de Mario, aunque él cree que no se enamoró por un mandato genético.

Sumergida en esa angustia que no me dejaba pensar con claridad busqué entre los medicamentos que tenía y encontré unas pastillas para dormir que me habían recetado tiempo atrás. No sé cuántas tomé, pero al momento desperté y volví a tomar más. Vacié todo lo que quedaba en el vaso y me las llevé a la boca. Llegado el momento de dejar el hospital, Mario me esperaba afuera: no me dirigió ni una sola palabra de aliento que me hubiera ayudado a vencer la vergüenza que sentía. Mi ansiedad fue vana. Solo me tomó el brazo con torpeza guiándome a la administración y me dijo: Entra y pregunta cuánto se debe por tu ridículo chistecito. Pagamos y salimos.

[Extracto de Lo que Varguitas no dijo]

El Mortadelo de Gabo

La relación de amistad entre Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez comenzó en 1967 y terminó en 1976. A mediados de los sesenta, Vargas Llosa trabajaba en París, en la radio televisión francesa, en un programa de literatura donde comentaba y analizaba las obras que llegaban a Francia y podían tener repercusión en América Latina. Un día recibió un libro con el título Pas de lettre pour le colonel (El coronel no tiene quien le escriba), de Gabriel García Márquez. «Me gustó mucho por su realismo tan estricto, por la descripción tan precisa de este viejo coronel que sigue reclamando una jubilación que nunca le llegará», rememoraba Vargas Llosa. Después, ambos escritores mantuvieron contacto a través de generosas cartas que se enviaban.

El 5 de junio del 67 se lanzaba Cien años de soledad y los dos, al poco tiempo, se encontraron en el aeropuerto de Caracas para asistir a la entrega del premio Rómulo Gallegos por La casa verde: «Cuando nos vimos las caras en el aeropuerto de Caracas en 1967 ya nos conocíamos y ya nos habíamos leído, pero el contacto fue inmediato, la simpatía recíproca y creo que al salir de Caracas ya éramos amigos. Y casi, casi diría que íntimos amigos. Luego estuvimos juntos en Lima, donde yo le hice una entrevista pública en la Universidad de Ingeniería, uno de los pocos diálogos públicos de García Márquez, que era bastante huraño y reacio a enfrentarse a un público. Detestaba las entrevistas públicas porque en el fondo tenía una enorme timidez, una gran reticencia a hablar de manera improvisada. Todo lo contrario a lo que era en la intimidad, un hombre enormemente locuaz, divertido, que hablaba con una gran desenvoltura», analizaba Vargas Llosa con el antropólogo Carlos Granés en los cursos de San Lorenzo de El Escorial.

París los unió más si cabe, como a toda una generación de escritores latinoamericanos, y pasaron por las mismas penas (y glorias) en la capital francesa. «Lo primero que hice al llegar a París fue preguntar por los señores Lacroix en el Hotel de Flandre. Me dijeron que no sabían dónde se habían ido. La semana pasada pasó por aquí Mario Vargas que se hospedó en el Hotel Wetter y cuando entré en ese hotel me encontré con que los administradores eran los mismos señores Lacroix. Y lo formidable es que Mario se encontró en una situación idéntica en 1960 y le dijeron lo mismo, que subiera a la buhardilla, y él también se quedó mucho tiempo sin poder pagar. Gracias a eso yo escribí El coronel no tiene quien le escriba y Mario escribió La ciudad y los perros. París no ha cambiado, soy yo quien ha cambiado», confesaba Gabriel García Márquez a los medios franceses en 1968.

En el 71, Mario Vargas Llosa publicaba Historia de un deicidio, la tesis doctoral sobre Gabriel García Márquez con la que obtuvo el doctorado en la Universidad Complutense de Madrid (su título original fue García Márquez: lengua y estructura de su obra narrativa).

Al igual que París, Barcelona y la gauche divine configuraron una amistad que no iba a tardar en romperse (compartieron agente editorial, la señora Carmen Balcells). «El que quiera saber, que investigue», se escurría Vargas Llosa siempre que le preguntaban por la repentina enemistad con Gabo. Una de las razones pudo haber sido propiciada por el encarcelamiento del poeta Heberto Padilla por parte del castrismo, provocando la escisión de los intelectuales latinoamericanos respecto a la Revolución cubana (Mario Vargas Llosa tenía una postura diferente a la de García Márquez, por ejemplo).

Pero hubo más en esta rocambolesca historia. Al margen de las diferencias políticas, los supuestos líos de faldas de Vargas Llosa originaron otro enfrentamiento entre los dos escritores y, hasta entonces, amigos. Las versiones son dispares y confusas, pero todas ponen a Patricia Llosa en medio, que sufría las ausencias de su marido y se apoyaba en el matrimonio formado por Gabriel García Márquez y Mercedes Barcha.

Al final, la discusión se zanjó con más violencia: El 12 de febrero de 1976, Mario Vargas Llosa aterrizó en Ciudad de México para asistir al estreno de la película La odisea de los Andes, largometraje que él había escrito. En el vestíbulo del Teatro Bellas Artes se encontraba Gabriel García Márquez que, al ver a su amigo, fue hacia él para saludarlo con un «¡Hermanito!» que fue correspondido con un puñetazo de Mario que dejó el ojo izquierdo de Gabo a la funerala. «¡Esto por lo que le dijiste a Patricia!», describen los testigos de la pelea, aunque otros afirman que la frase fue: «¡Esto es por lo que le hiciste a Patricia!». Un sindiós de teorías con otros nombres, viajes, azafatas y habitaciones de hotel. Cuentos con regusto a calcio.

Otra versión de la historia es la que contó el cómico Ignatius Farray en La vida moderna: «Era una amistad histórica la de Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez… hasta que sucedió algo en un día concreto en el que perdieron la amistad y nunca se ha sabido por qué. Siempre ha sido un misterio de la literatura». La comedia, sin lugar a dudas, es el nuevo rock and roll.

Alguien dijo que una piedra lanzada por un enemigo no dolía tanto como la pedrada de un amigo. El pintor peruano Fernando de Szyszlo y su esposa, Lila Yábar, tropezaron con la muerte en las escaleras de su propia casa, justo el 9 de octubre de 2017. Él tenía noventa y dos años y ella noventa y seis. A Mario Vargas Llosa le pilló la noticia en Moscú, donde recogía el premio Yásnaia Poliana. Él y Szyszlo (Godi para los amigos) se conocieron en el verano de 1958 y juntos habían cultivado la amistad desde entonces, incluso en los momentos más complicados. «La amistad es tan misteriosa e intensa como el amor», escribía sobre su amigo fallecido.

Talkshockear (agredir con el verbo)

Aunque todo esto represente un tipo de violencia, el propio Mario Vargas Llosa no se decanta por ella, como confiesa: «No tengo, digamos, ninguna inclinación por la violencia. Todo lo contrario, creo ser una persona bastante pacífica. Y, sobre todo, en el campo de la política, creo que la violencia conviene erradicarla». No obstante, incide en la materia: «Seguramente, todas esas violencias, de alguna manera, se transparentan en lo que yo he escrito». Sin embargo, es inevitable dejar ver en esa transparencia los efectos de los golpes físicos y verbales, tanto propios como ajenos. Harold Bloom, profesor de Literatura en la Universidad de Yale y crítico literario de prestigio, así lo confirma: «La violencia me resulta inquietante, pero me parece que es esencial en Vargas Llosa. Sin ella, su obra se debilitaría», contaba por correo electrónico.

La violencia está en la naturaleza, incluso desde pequeños, como las crías de tiburón toro que devoran a sus hermanas aún estando en el vientre materno, como un puñado de hermanos pegándose en un tanatorio de As Burgas (Ourense) por la herencia del padre. También los individuos deformados por la violencia que visten de uniforme o llevan un pasamontañas. La novelista norteamericana Mary McCarthy tenía razón: «Con la violencia olvidamos quiénes somos».

Libros como Historia de Mayta, La guerra del fin del mundo, La fiesta del chivo, ¿Quién mató a Palomino Molero?, El pez en el agua, Cinco esquinas o El sueño del celta, por poner algunos ejemplos, están basados en hechos históricos, pero violentos. «La violencia es una parte fundamental de la vida en sociedad. Las novelas de Mario Vargas Llosa, como casi toda la buena literatura, nos dan claves para entender la violencia, que en la experiencia es algo irracional y presentan un análisis de la historia que nos permite ver cómo surge la violencia y qué efectos tiene sobre los individuos y sobre la sociedad», argumenta Gallo.

Mientras se escribía este artículo, Nueva York volvía a sufrir un atentado. Con el tiroteo en el festival country Route 91 de Las Vegas todavía reciente, en la página web de El Mundo, donde se publicaba la noticia, alguien, más abajo, comentaba: «Estamos totalmente vendidos, en cualquier parte, en el sitio más insospechado». Hay violencia escondida hasta en las arrugas de la piel.

De repente caía en la cuenta de que pensar era para los atristos, y que los omniosos cuentan con la inspiración y con lo que el dueñor manda.

[Extracto de La naranja mecánica]

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